Hace años, tal vez muchos, leí Y retiemble en sus centros la tierra, de Gonzalo Celorio. Notable novela que cuenta la historia de un académico de la UNAM, que termina decadente deambulando por el Centro Histórico de la Ciudad de México con la única compañía de sus perturbadores fantasmas. Hace poco tuve el gusto de introducirme en otras páginas de quien es además director de la Academia Mexicana de la Lengua: Los apóstatas, donde nos cuenta la intensa y dramática vida de sus dos hermanos, atravesados por la fe, por la convicción que no los condujo más que al abismo.
Hoy llega a mi escritorio De la carrera de la edad, que es una selección de textos donde el compilador es el propio Celorio, así que se permite incluir crónicas, memorias, discursos, testimonios sin respetar fronteras. Lo dice sin reparos: “La unidad de este libro, si la tiene, soy yo, si la tengo”.
De tantos, me quedo con el texto que ahora comparto, que lo llama simplemente La escritura. Ahí va una selección.
“Al escribir, el hombre cobra conciencia precisamente de la historia, del tiempo que transcurre y que, de no ser por la escritura, todo lo borra en su transcurso, hasta la historia misma. La escritura es, pues, una manera de oponerse al tiempo, de fijarlo y transmitirlo a las generaciones sucesivas; una manera de permanecer. Y en este deseo de trascendencia se finca, magnánima, la literatura (…). La escritura es una herejía necesaria, sin ella, la vida nada significa: mera sucesión de actos que el olvido pulveriza”.
Lo sé, lo aprendí desde la muerte de mi padre: escribir es desafiar al tiempo.
Pero el ejercicio es denso, áspero, difícil. El oficio cuesta, asusta, lastima, porque “ese es el enorme reto de la escritura: hacer un río de un vaso de agua”. Evoca Celorio su lejana infancia y la exigencia materna de no levantarse de la mesa sin antes haber dejado el plato vacío. Así es escribir, es sentirse intimidado frente a la pantalla en blanco que se niega a llenarse y no claudicar; sentado -recuerda Celorio- “horas enteras, quizá sin escribir una sola palabra, pero sin levantarme. Tal es la disciplina que la vocación exige”.
Cita el novelista a Thomas Mann, quien afirmaba que “la única diferencia entre el escritor y quien no lo es consiste en que al escritor le cuesta mucho trabajo escribir”. Cierto, “escribir no es una elección sino un destino”. A quienes nos apasiona el jugueteo con las palabras, las ideas y las historias, vivimos entre la angustia y el encanto:
“Así como nada me parece más arduo y más dificultoso que escribir, nada disfruto más que haber escrito. Mi mayor gozo es que la palabra buscada durante horas, durante días, acaso durante años, de pronto se aparezca, resplandeciente, para instalarse en la mitad de la página. No hay placer más grande que ver iluminada en la palabra la oscuridad caótica de la que procedía”.
En fin, esta es mi república, y si sucede en un café, con vista y atmósfera, es el mejor regalo.
Hugo José Suárez. Investigador de la UNAM. Miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.