Bolivia cumplirá doscientos años de independencia este 6 de agosto de 2025, desde la proclamación oficial realizada en Sucre en 1825. Aquel acto, más que una declaración política, fue la culminación de décadas de levantamientos indígenas, insurgencias populares y luchas armadas que enfrentaron al orden colonial. El país se fundó con nombre propio, inspirado en el libertador Simón Bolívar, quien en aquella época advirtió con firmeza: “Formémonos una patria a toda costa y todo lo demás será tolerable.”
Hoy, esa patria llega a su bicentenario con una celebración oficial ambiciosa —más de 300 actividades estatales entre conciertos, monedas conmemorativas, ferias, murales y homenajes— pero también en un momento en que la realidad exige más conciencia que euforia.
Detrás de los desfiles y las galas, Bolivia enfrenta una serie de tensiones estructurales que opacan el espíritu conmemorativo. La inflación supera el 15,5 % según el Instituto Nacional de Estadística; la escasez de combustibles afecta a cinco departamentos; el déficit fiscal proyectado para 2025 ronda el 9,2 % del PIB; y la informalidad laboral alcanza el 84 %, la más alta de Sudamérica. Más de 32.000 personas han migrado por motivos económicos en lo que va del año. En materia educativa, menos del 40 % de las escuelas rurales tiene acceso adecuado a internet; mientras tanto, hospitales operan con insumos mínimos y personal precarizado, y la población enfrenta un duro encarecimiento de medicamentos. La seguridad ciudadana se deteriora y solo el 22 % de los bolivianos aún confía en el sistema judicial, de acuerdo con estudios de Observa Bolivia.
En medio de este contexto, Bolivia se encamina además hacia unas elecciones generales, el próximo 17 de agosto, con la esperanza de cambiar el curso de la situación. Nueve frentes políticos competirán en un escenario marcado por la fragmentación y la ausencia de propuestas organizadas. Más del 30 % del electorado permanece indeciso, según la última encuesta nacional de Ipsos. Y aunque algunas candidaturas han ocupado el foco mediático, lo que preocupa es el vacío programático y la incapacidad del sistema político de ofrecer una visión compartida y un proyecto de país inclusivo, sostenible y democrático, sin acciones radicales.
Frente a esta realidad, el Bicentenario no puede limitarse a actos simbólicos ni a repeticiones del relato fundacional. Debe convertirse en un llamado urgente a la reconstrucción ética, institucional y social. Celebrar sin reconocer las deudas pendientes —educativas, económicas, culturales y democráticas— es mirar al pasado con nostalgia pero sin compromiso.
Recordar a figuras históricas como Juana Azurduy, Tomás Katari o el mismo Bolívar implica, más que citar sus nombres, transformar su legado en políticas públicas concretas que dignifiquen la vida de los bolivianos en todos los rincones del país. La memoria no puede ser ornamentada, debe levantarse como una herramienta de justicia.
Este Bicentenario nos deja al menos cinco verdades incómodas:
- El Estado celebra una imagen idealizada, mientras la nación enfrenta una crisis profunda.
- La ciudadanía reclama reformas, no homenajes protocolares.
- La democracia necesita credibilidad y participación real, no solo eventos formales.
- La cultura debe ser motor de transformación social, no mero ornamento institucional.
- El legado histórico solamente tiene sentido si se convierte en justicia para las mayorías excluidas.
Entonces, ¿200 años para celebrar… o para cuestionar?
La respuesta está una historia llena de luchas y sacrificios por parte del pueblo, pero también en las aulas sin conectividad a internet, en las madres que hacen fila en centros de salud sin insumos, en los jóvenes que migran sin retorno, en los mercados con precios impagables y en los barrios que aún esperan agua y electricidad.
Está en la identidad cultural embanderada en cada boliviano, pero también la decisión que se convertirá en voto este 17 de agosto para decidir el rumbo del país con conciencia y compromiso.
El bicentenario será silencioso si continúa encerrado en los actos. Será auténtico si se convierte en acción: una renovación profunda del pacto colectivo, fundada en la equidad, la dignidad y el respeto a los derechos constitucionales.
Porque como afirmó el propio Sucre: “La libertad es el único bien que no se compra ni se vende, sino que se conquista.”
Ese debe ser el llamado del bicentenario: mirar la historia no como trofeo, sino como herramienta. Bolivia aún está a tiempo. Y hoy, como hace doscientos años, el momento exige formar patria —a toda costa.