Como muchos tristes liderazgos políticos bolivianos, el de la actual alcaldesa de El Alto nació casi de la nada. Al igual que lo que sucedió con Áñez cuando asumió la Presidencia del país, casi nadie conocía a Copa cuando esta comenzó a ocupar la Presidencia de la Cámara de Senadores. Ambas figuras fueron resultado no de un trabajo que exteriorizara lo bueno de sus personalidades, sino de la crisis, la incertidumbre y el vacío de poder. Cuando ambas asumieron sus respectivos cargos públicos, sintieron lo que muchos políticos sienten cuando, por el azar o el infortunio, están por un momento ante las cámaras y las luces: mesianismo y ambición de más poder. Así, decidieron sacar rédito de ese episodio histórico que las había puesto en la fama momentánea, la una lanzando su candidatura a la Presidencia y la otra postulando a la Alcaldía de El Alto.
Las masas las aclamaron sin percatarse o sin importarles que ninguna había hecho ningún trabajo político creativo y que carecían de carrera política o intelectual y más bien que eran personas ignorantes en asuntos de gestión pública, legislación y Estado de Derecho, conocimientos que deberían ser de dominio de todo buen gobernante o aspirante a político. Pero eso no importó al grueso del electorado, pues ambas se habían convertido en caudillos que reunían ciertas propiedades que a la sociedad acrítica le gustan mucho: o cristianismo fundamentalista, o feminidad, o sencillez al hablar, o discurso descolonizador, o cualidad étnica (en este caso, orientalismo y aimarismo). Hoy una está en la cárcel y la otra liderando la Alcaldía alteña.
El Alto tiene una alcaldesa con un perfil altamente político-identitario pero técnica e intelectualmente nulo. Por lo que se nota a través de sus discursos y lo que dice en sus entrevistas, su forma de ver la política es la misma que la que tienen internalizada sus antiguos correligionarios: caudillista, corporativista, poco propositiva y cerrada. Esto se comprueba cuando se escucha, por ejemplo, las respuestas que da a María Galindo en una entrevista del 18 de octubre, cuando la agitadora social feminista le consulta si no le parece cruel que la exalcaldesa Soledad Chapetón vaya a prisión junto a su bebé lactante de menos de un año y medio de edad. Copa se limita a decir que la justicia debe dar las garantías correspondientes para que la menor esté bien, como si no supiera bien que la justicia boliviana es increíblemente inepta, corrupta e inhumana. Ignorando —o callando adrede—, además, que Chapetón tiene el derecho de defenderse en libertad. (Dicho sea de paso, en aquella entrevista Galindo no cuestionó agresivamente ni atropelló con gritos, como lo hace con quienes no son de su agrado, sino que pasó a otras preguntas como si Copa hubiese dado respuestas contundentes e irrebatibles, actitud que ya se vio con otros de sus entrevistados como Richter, Choquehuanca y otros). En cuestiones de administración municipal, Copa dijo que para mejorar debe acudir nuevamente a sus ancestros para hacerse milluchar (milluchada: ceremonia andina que consiste en pedir favores a los dioses o agradecerles sus beneficios) y habló sin conocimiento técnico-municipal alguno.
En conclusión, tenemos que un perfil joven, aimara y femenino como el de Copa no es garantía de nuevas ideas o renovación; de hecho, puede ser igual de anquilosado o improductivo como el de un político varón, blanco y viejo.
La icónica fotografía de Jeanine Áñez y Eva Copa levantando juntas la ley de convocatoria a elecciones no es el símbolo de la institucionalidad, la unidad o la reconciliación, como a veces se ha dicho, sino el de las circunstancias fortuitas de la historia que en este país muchas veces han puesto en situaciones de poder a individuos sin aptitudes ni cualidades para gobernar, volviéndolos luego caudillos y demagogos. Como la vida da mil vueltas —y sobre todo teniendo en cuenta que en este país todo puede ocurrir—, no es descabellado pensar que mañana la una esté en un puesto de poder y la otra perseguida por la justicia o en prisión. Porque en Bolivia ingresar en política significa ostentar fama y poder —muchas veces inmerecidos— por un instante y luego estar envuelto en el olvido o amordazado por la persecución judicial.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario