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Casa Dumont

Guillermo Almada

Cuando Francine llegó al barrio fomentó, seguramente sin desearlo, una revolución de testosterona que redundaba en una, muy escasa, resistencia a sus encantos, que pasaré a enumerar para que puedan tener una más exacta dimensión de mi relato.

Esta morocha tenía el cabello como la noche cayéndole en cascada sobre la espalda, una palidez extrema que le daba carácter lumínico a sus enormes ojos verdes, y una especial preferencia por el color rojo, que combinaba permanentemente en su atuendo y daba sensualidad y atractivo a sus labios, acentuando la tentación del beso. Su cuerpo era escultural, con una excitante combinación de curvas y redondeces estratégicamente proporcionales, y con una elegancia muy personal en la manera de vestir.

Enamorarse de ella era casi un acto reflejo, como darse vuelta al verla pasar, o seguirla con la mirada desde el ventanal de La Morada o del Bar La Capilla. Ejercía un magnetismo incontrolable, y para completar el cuadro místico ocupó la casa de Dumont al mil cuatrocientos, que por años había permanecido deshabitada. La pintó, la redecoró, armó jardines en el frente tanto como en los balcones. Pasó a ser la mejor vivienda de la cortada, para envidia de las demás, que habían permanecido inmutables desde su origen.

Todo eso, sumado a su simpatía y buen trato, hacía poco menos que levantar en armas a las otras mujeres del barrio. Pronto comenzó a escucharse una diversidad muy amplia de anécdotas sobre ella, que se repetía, de boca en boca, por lo bajo y con una indisimulada carga de saña.

Yo solía retirarme, por las tardes, al Boston, de calle 9 de julio y Avellaneda, adonde sabía que iba a estar más rodeado de soledad, para escribir. Hasta allí llegó mi amigo el árabe, y al sentarse, en la silla frente a la mía, exhibió un papelito cuadriculado con una serie de números escritos, y simplemente, me dijo “es su número de teléfono”. El silencio entre ambos fue contundente. No tenía por qué dudar de su palabra, ya que él no tenía por qué mentirme, y ambos sabíamos que no me contaría nada, y yo no pregunto por lo que no me cuentan. Así que todo quedó ahí, como una noticia esperada, como un emblema de la caballerosidad.

Otra tarde, estando en el patio de la casa de la Señora Carlota, en momentos en que estábamos disfrutando de esa refrescante limonada con yerbabuena y jengibre, que ella suele preparar en las nochecitas de verano, me dijo, mientras acariciaba su larga y negra barba, esta mujer, con una sonrisita y ese tonito de mosquita muerta, se aprovecha de todos los hombres del barrio, el carnicero le da los mejores cortes, el verdulero le lleva las bolsas a la casa, el almacenero le corta el fiambre más gruesito para que no se le desarme la feta. Me parece que es una arpía.

Enseguida hice en mi cabeza una composición de imágenes y traté de imaginarme a Francine con cuerpo de ave de rapiña. No me costó, pero así y todo consideré que la Señora Carlota exageraba.

Una mañana en que desayunaba, en el bar La Capilla, Nakamatsu se sentó a la mesa de mi desayuno con un descortezado de jamón y queso que puso a mi disposición y, sin que le preguntara nada, me miró a los ojos y dijo “Esa mujer brilla con luz propia, no sateliza alrededor de nadie. Solo un astro puede estar a su alcance. Mucha personalidad sin arrogancia”. Pensé que era una de las definiciones más acertadas que había escuchado sobre Francine. Era toda una estrella.

Siempre había tenido, yo, un deseo muy marcado de conocerla. La miraba pasar, o me acercaba a su casa, tratando de componer un motivo que fuese creíble para poder hablarle, para explicarle que sentía deseos de saber sobre ella lo que ella quisiera que supiera. Me hubiese gustado que, así, como las palabras me surgen al momento de sentarme ante una hoja en blanco, brotaran también al decidirme a conversar con una mujer, sobre todo siendo tan abrumadora como Francine.

El cielo estaba color plomizo y era cerca de las tres y media de la tarde, no hacía nada de frio pero igual había pedido un café doble que revolvía con la vista perdida en el cruce de la “k” o el trole, como los más antiguos le decían, en Avellaneda y Mendoza. Lina saltaba los charcos de agua que había dejado la lluvia, y se sostenía el sombrero, tipo pescador, con la mano derecha, mientras con la izquierda revoleaba el paraguas a cada salto. Entró al bar dirigiéndose directamente hacia donde yo me encontraba, en realidad, ella me había citado esa tarde para contarme algo que no podía esperar por la urgencia de su calamidad –según sus propias palabras-. Con los ojos más grandes que de costumbre y evidentemente exaltada me relató que había notado que a la casa de Francine llegaban hombres, a horas extrañas, pero que nunca se los veía salir. Esto la había llevado a un estado de cierto paroxismo y alerta. Por lo cual se instaló, como un centinela, frente a la vivienda, procurando no ser vista por la dueña, hasta que pudo apreciar que un hombre alto, apuesto, y muy elegante, llamaba a la puerta, siendo atendido por la misma Francine, quien franqueó el ingreso del susodicho. Al ver que demoraba un tiempo de excesos y no salía de la casa decidió buscar una ventana que le fuera apropiada para corroborar los sucesos interiores de la vivienda, y allí vio lo indeseable. La dama en cuestión, cual Medusa, habiendo convertido al hombre en una estatua de piedra, contó Lina, se avocaba a la tarea de demolerlo, con toda la furia, a martillazos. Escombros que luego retiraría, en una bolsa, junto a la basura de la casa.

Si bien yo sabía de la propensión de Lina a manifestar con grandilocuencia ciertas situaciones, sobre todo de las relaciones de pareja, me resultaba difícil superar el estado de asombro y consternación en el que su relato me había sumido. Sabía que creerle era una locura superior a la suya, pero no imaginaba que estuviera inventando una sola palabra de su crónica, por cuanto debía esforzarme por intentar hilvanar sus dichos a una realidad posible. Sin embargo, éste marcado deseo de comunicarme con la chica de rojo, como llamaba, yo en mi mente, a la hermosa Francine, no me permitía la objetividad que Lina merecía.

Le agradecí la información asegurándole que la mantendría al corriente de las novedades, al tiempo que me hacía a la idea de que lo mejor para todos, incluía la bella Francine, sería dejar de prestarle tanta atención. Por más que, conociéndome, sabía que no lograría arrancarla de mi pensamiento. Pero mi acción inmediata posterior consistió en dejar que obraran solo al azar y el destino. Por más que sabía que el uno siempre de empeña en desestructurar al otro.

Continué haciendo mi rutina diaria, reuniéndome con los mismos amigos, visitando los mismos lugares, incluso pasaba más horas en el Boston escribiendo mi libro. Y una noche en que la soledad me había convencido de compartir con ella un par de wiskis, estaba a punto de pagar la cuenta e irme cuando por el ventanal la veo venir a Nora, con sus carpetas abrazadas, como suele llevarlas, entonces me quedé porque hacía mucho que no charlaba con ella. Cuando me vio, se acercó a la mesa y sin preguntarme pidió dos cafés.

-Hace mucho que no te veo ¿De dónde venís? –la interrogué.

-Del velorio de una conocida. A lo mejor la has visto, se mudó hace catorce meses, por allá, por el Pasaje Dumont…

Inmediatamente las referencias me llevaron a Francine, pero intentando no quedar al descubierto indagué: -¿De dónde la conocías?

-Hicimos un par de años juntas en la secundaria. Luego ella se fue a Europa y no volvimos a vernos hasta que me la encontré en el vivero. Me dijo que se había mudado por el barrio y fui un par de veces a verla. Era escultora, y tenía una enfermedad terminal, así que se vino con la idea de aislarse, no deseaba hacer contacto con nadie, salvo con sus modelos, no quería crear nuevas expectativas, propias ni ajenas. Es más, esas dos veces que nos vimos sirvieron para ponernos al día por los años de ausencia, pero luego me pidió que no volviera, y respeté su deseo. Es más, estaba esperando la llegada de un alumno, discípulo, no sé como se dice, para que le ayudara a destruir sus esculturas. No quería dejar vestigios.

-¿Y cuál era el nombre de la mujer?

-Francine La Garde, pero era un pseudónimo, ella se llamaba Francisca Guardia. Esta mañana la familia vino y se llevó su cuerpo. Otra vez la Dumont casa quedará deshabitada.  

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