De: Claudio Ferrufino-Coqueugniot / Para Inmediaciones
Se han mecido los ahorcados de Savannah; en Raleigh he visto las huestes grises y barbadas cargando féretros inclinados; he recordado, a veces despierto y las más dormido, las pequeñas tetas de Francine, puntiagudas pero sobre todo blancas. Así como esta nieve que hace de antesala a la capital y sobre la que arrojo un esputo de sangre que se convierte en litografía de Miró. Una botella gira con un viento que deberá tener varios nudos para lograrlo. Es enero, ochenta y nueve el año, mil novecientos el siglo. Tengo una erección en el asiento 16B de un Greyhound, cuando el chofer dobla y se detiene en una casita que destroza la idea de grandeza del Distrito de Columbia. Escupo otra vez y sueño que Francine alarga la lengua casi hasta convertirla en lápiz y luego de echarme un trago de champaña en la espalda, me la mete al culo.
He llegado, con una pobre bolsa marinera y plagado de fantasmas.
Busco un teléfono que demanda monedas que carezco. Son las seis y veintidós del amanecer.
Una puertita lateral. Entro. Una hamburguesería, Hardee´s. Hambre traigo, no dinero, mas observo. Con hongos y queso suizo… imagino. Hay humo, olor a parrilla en el recinto cerrado aunque grande. En una disquera, donde veo por primera vez lo último de la tecnología: el disco compacto, ubico uno con los 20 éxitos de Carlos Gardel. Lo compro; creo que se trata de un intento desesperado de asirme al pasado. Ahora, recién llegado, con pañuelos y calzoncillos apenas, qué hago con un CD. La respuesta es íntima, soterrada, privada y quizá cobarde.
Tempranas horas del día. La estación dice CAPITOL y supongo que nos hallamos debajo del símbolo de los Estados Unidos. Trenes y metropolitano. Afuera, a la entrada, diez metros arriba, una locomotora cuelga sobre la calle sobre rieles que tendrán un metro de ancho. Y nieva encima del negro metal. Hay un ambiente dickensiano, de revolución industrial colmada de tristeza.
Simpáticos, los gringos. Me colaboran y muestran cómo hacer para sacar un ticket de metro, cómo hacer una llamada. Marco a Lorgio, desconocido amigo de mi cuñado Omar. Vallegrandino, vive hace mucho aquí, solo, y me cede un sillón desvencijado, de lanas gruesas, amarillentas. Me regala una parka vieja, militar, y ambos nos dejamos sin afeitar los rostros andinos, lampiños, porque en esta casa donde todo está patas arriba, no hay rastro de mujer. Lo dicen las ollas sucias con restos de tallarín recalentado, el piso que al andar descalzo deja una huella de oscuro hollín en las plantas, casi pies campesinos.
Mientras manejamos, cruzando el puente de Roslyn, un cartel reza: It´s Virginia. Comienza de esta manera intrascendente un periplo que se hizo vida, y que si sigue avanzando con tanta parsimonia también será de muerte. Ya he dicho a mis hijas y mujer que me achicharren en un horno, vestido como esté, sin acicalarme. Y que el polvo que reúnan lo lleven a las alturas de Puka Puka, justo encima de Tiquipaya, y lo arrojen a los pocos eucaliptos que quedan en el valle humeante de cocinas de coca. O, tendré que pensarlo, mejor si acabo en las turbias aguas del Potomac. Al fin, muestra el destino, habré vivido más aquí que allá, o no haberlo hecho a secas si me he engañado.
Varias conexiones de trenes me llevaron a Alexandria, la Alejandría de mi conquista inexistente. Recuerdo una torre antes de una avenida. La avenida, si se venía en sentido contrario, se estrellaba en la torre. Tomándola hacia no sé qué punto cardinal sin mis montañas referentes, llegamos a ese apartamento, el del sofá desventrado frente a un televisor modesto. Lorgio se ufanaba de su colchón de agua, y narraba el ruido y el frescor que se amolda al cuerpo mientras tiraba mujeres que nunca vi. Claro, era nuevo, yo había amado apoyado en troncos de molle, ensuciado la blanca espalda de Gloria R… con el polvo de Cliza (a lo lejos, la banda le entraba con trompetas a Huérfana Virginia, la cueca de Simeón Roncal). Colchones de agua, ja, ni pensarlo.
Cenamos. A diferencia del Cristo, esta era la primera cena sin discípulos ni enemigos, solo dos bolivianos en un cuchitril gringo, de vecinos gringos (negros y blancos) y una inmensa incuestionable soledad. Dejar todo, el fervor de los choclos, los soles, la chicha kulli. Algún imbécil en un futuro de lustros afirmaría leyéndome que este viaje, esta situación eran triviales. Para la mayoría de los inmigrantes de mi país, sí, porque no abandonaron ni vírgenes ni fútbol sabatino. En mi caso, decidido o inconsciente, yo había suicidado el pasado. Emigraba y eso eran vida y muerte para mí. No importa que me sentase a escribir en los escalones de concreto del condominio de Lorgio, y lo hiciera de cosas de allá, del pretérito inmediato. La decisión no tenía que ver con el recuerdo sino con la manera de vivir. Había puesto una bala definitiva y lloraba sobre mi cadáver, solazándome.
Desempaqué la bolsa marinera que antes me había llevado a España y Francia. La arrojé al basurero. Marqué huellas en diez centímetros de nieve luego de destapar el depósito de color verde. Ardillas corrían y masticaban nueces en los tapiales. Sonreí, era mirar un show televisivo de dibujos animados. En detalles mínimos como ese noté que algo nuevo se afirmaba.
Puse mis dos únicos libros al lado del sillón. Emily Dickinson leía vestida de blanco. Jamás tuve, pensé, y pienso todavía, una novia vestida de blanco, “almidonada y compuesta”. Jorge Luis Borges en un gran tomo de tapa verde, recuerdo de mi visita a Argentina en el auge de la guerra sucia.
El departamento de Lorgio estaba ubicado de tal forma que jamás penetraba el sol. Las cortinas eran largas tiras de plástico duro que se movían gracias a un aditamento al lado. Los muebles, escasos; zapatos tirados, ollas, dos ventiladores, una estufa. Tenía color sepia, de fotografía antigua. Destapamos haciendo silbar dos latas de cerveza Pabst. Después otras, y otras, y surgió, cómo no, el verbo de la patria ida. ¿Te acuerdas? Me acuerdo. Dime, tú que recién llegas, ¿siguen siendo tan ricos los chorizos? ¿Siguen sopando el pan en el jugo hasta dejarlo de color naranja? Claro, y pican el locoto verde bien menudo, lo mezclan con manos inmundas con cebolla y zanahoria raspada. La papa o blanca o tostada a nuestro estilo, o arroz si prefieres, sobre el cual arrojan el resto de la carne carbonizada en el sartén y que lo decora bien. ¿Y la lawa de choclo? ¿Y el sillpancho? ¿Y La Perla, las putas de La Perla? Salud, qué mierda que estamos tan lejos.
La nieve, cayendo de costado, nieve dura con hielo, golpea la ventana. El vidrio está empañado y escribo tu nombre, Francine, a pesar de que para despedirme una amiga se acostó de pecho y me entregó dos nalgas carnosas para que no te olvides…
Desembarqué en el Capitolio y hasta luego de varias semanas no lo vi en verdad, de afuera, construcción imponente. Mi primera memoria de Washington, que junto a Maryland y Virginia los bolivianos llamamos Virginia por adopción, fue ese interior lleno de tiendas y de anuncios de salidas del metropolitano. Olor a hamburguesa y Gardel que en el futuro cantaría repetidamente Mi Buenos Aires querido.
Siempre me pregunto qué habrá sido de Lorgio, porque en veinticinco años no lo llamé. Estará, ya canoso, calentándose fideos ramen en una ollita renegrida. Me pregunto si su cama de olas marinas se pinchó y el agua escapó al subsuelo. Hoy también nieva. Hay migas de pan en la mesa y mi perro Marco habla en sueños.
Una cabeza africana, de Gabón, está clavada en la pared, junto a dos ch’uspas andinas. Me apresuro a terminar el texto. En media hora juegan Barcelona y Atlético de Madrid, y voy a llenarme del fútbol que eludí cada sábado en mi primer exilio. Nunca lo comprendieron mis paisanos. Me tildaron de arrogante.