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Campos de palabras

Javier Ordoñez

Al hablar de la guerra, nos puede surgir una pregunta casi infantil: ¿cómo comenzó todo? No conviene engañarnos al creer que existe una respuesta clara, aunque sí cabe reflexionar y dar algunas pautas para llegar a entender algo de un fenómeno social tan reiterado y presente en el desarrollo de la cultura humana. Tanto que, aunque no nos resulte fácil hablar de las guerras, nos convenga hacerlo porque se trata de una afección humana demasiado frecuente. Como cautela, conviene realizar algunas precisiones que nos permitan conocer mejor su idiosincrasia.

La guerra ya no es asunto de Reyes

Ante todo, conviene salir al paso de una sinécdoque habitual, que confunde la guerra con las batallas, sucesos estos que en realidad solo constituyen una parte de la guerra. Las batallas no son las guerras, aunque en cada cultura se cultive su memoria, y sean hitos icónicos muy adecuados para exaltar el patriotismo, el combustible más eficaz para mantener el estado de guerra. Por otra parte, se debe evitar la metonimia que sustituye una causa por uno de sus efectos: las batallas no causan las guerras, sino que son su efecto, aunque solo uno de ellos. Las guerras desbordan los acontecimientos militares más significativos; se comportan como fenómenos telúricos sociales que afectan tanto a quienes las padecen como a quienes las inician. Al tratarse de procesos muy poco predecibles, sus efectos se prolongan en el tiempo mucho más de lo deseado por las generaciones que las provocan. Las guerras comienzan antes de que las sociedades sean conscientes de que están implicadas en ellas.

Tampoco conviene olvidar una obviedad: las guerras evolucionan al mismo ritmo que la cultura; son los perros fieles de la cultura. Es cierto que no podemos determinar el origen profundo y primitivo de los fenómenos bélicos. Sin embargo, sí podemos encontrar en las inflexiones de la historia algunos momentos que han transformado profundamente la manera de hacer la guerra. Podemos aventurar que nuestra forma contemporánea de abordarla tiene un origen relativamente próximo. Para ello nos basta retroceder un par de siglos y situarnos en la época en la que se produjo la Revolución Francesa. Si escuchamos a sus protagonistas, los revolucionarios pretendieron realizar un experimento social que transformara radicalmente la sociedad anterior y que sirviera de semilla para la creación de una nueva forma de concebir las relaciones políticas, culturales y sociales. En cierta medida se trataba de destruir la sociedad antigua, el antiguo régimen, provocando un apocalipsis que impulsara una Nueva Era. Además, los revolucionarios desearon cambiar las reglas propias del juego político y exportarlas al exterior. El designio de la revolución consistía en transformar todo lo que recordaba al modelo antiguo, desde el calendario al sistema de pesas y medidas, los sistemas educativos y la organización social. El viejo orden debía ser reemplazado por un sistema nuevo de normas, de estándares. Se eliminaron los vasallos y se sustituyeron por ciudadanos. El ciudadano se convirtió en el estándar social por excelencia; el soldado debía ser un ciudadano dispuesto a defender la Nueva Francia y acatar sus órdenes, lo que incluía las acciones civilizadoras oportunas.

Por supuesto, también propusieron una nueva forma no solo de hacer la guerra, sino de pensarla. Pocos textos son tan elocuentes como el que nos dejó el químico francés Antoine-François de Fourcroy en su discurso pronunciado ante la Asamblea Nacional el 28 de septiembre de 1794. Allí anunció: «La guerra que es una barbarie atroz para los reyes, solo es justa para un pueblo que recupera sus derechos al ejercer su voluntad». Hasta ese punto, parece que Fourcroy nos está hablando de la guerra como un mecanismo para liberar a las sociedades de las cadenas impuestas por los regímenes antiguos, retórica repetida después en muchas ocasiones durante el siglo XIX. Sin embargo, el discurso continúa con esta afirmación: «la guerra se ha convertido para la República Francesa en una ocasión venturosa para desarrollar todo el poder de las artes, y ejercer el genio de los sabios y de los artistas, y de consagrar su utilidad por medio de aplicaciones ingeniosas». Hay que tener presente que este discurso de Fourcroy no pretendía ofrecer a los revolucionarios una nueva forma de concebir la guerra, sino que era el prólogo al Decreto que debía fundar la Ecole de Trabaux Publics, el precedente de la Ecole Polytechnique. Foucroy realizaba sus reflexiones sobre la guerra al paso de otro tema mayor, y solo expresaba la convicción revolucionaria de la alianza entre el saber y el dominar.

La influencia de estas palabras y de las políticas que la sustentaban creció a lo largo de décadas, no de forma inmediata, pero sí al ritmo de las transformaciones científicas y tecnológicas que convirtieron los estados europeos en sociedades altamente estandarizadas tanto en la política como en la industrialización. No se consideró la paz como un estado absoluto al que llegar, sino como el resultado de un compromiso. En otras palabras: el patrocinio de un cierto estado de guerra se convirtió en un buen deseo ético. Y lo que vale para el tiempo, también vale para el espacio; si el pequeño lapso de tiempo que comprende la Revolución francesa transformó la axiología de la guerra, el pequeño continente europeo aspiró a tener una influencia planetaria expresada en una forma de guerra sostenida, aunque esta fuera, desde el punto de vista de los imperios europeos, de baja intensidad.

En lo que concierne a la polemología, durante el siglo XIX los estados europeos inventaron dos nuevos elementos políticos: el primero, la idea de la identidad nacional, y el segundo, la noción del imperio civilizador. Ambos resultaron ser elementos complementarios para configurar una nueva noción de hegemonía global que tuviera el centro de gravedad precisamente en Europa. Ambos elementos indujeron además formas de violencia que entonces se consideraron necesarias y que a la larga se vieron como beneficiosas. Las identidades nacionales se forjaron a caballo de movimientos románticos que bebían de tradiciones inventadas de un pasado más o menos imaginario, sugerentes e irracionales. Mientras que las identidades nacionales configuraban la organización geográfica de Europa, los imperios tenían la propensión de proyectarse hacia el exterior. Tanto el Imperio alemán como el nuevo estado italiano unificado bebieron de invenciones teatrales muy atractivas y pronto emularon a otros imperios europeos y se sumaron a la fascinación de la conquista, de la influencia y, sobre todo, de la normalización europea del planeta.

Por un lado, los conflictos y las guerras europeas que tuvieron lugar en el continente sirvieron para resolver dramas domésticos, aunque se consideraron solo ajustes que no impedían al conjunto de los estados dictar una nueva organización planetaria. Por el otro, las guerras ocurridas fuera del continente se consideraban guerras civilizadoras y solo sujetas a la ética del imperio o nación europea que la impulsaba, y sin que tuviera los mismos requisitos éticos que las guerras que se producían entre potencias europeas.

Un grupo de soldados boer en Sudáfrica, en 1896. Imagen: Wikipedia

Las acciones bélicas en el exterior, primordialmente en África y en Asia, revestían la forma de expediciones militares, muchas veces resultado de las exigencias de las organizaciones empresariales de las metrópolis. Por lo general, no estaban limitadas por la contención que suponía ninguna buena práctica. El todo vale se confirmaba como un axioma implícito de cualquier intervención en las colonias y muchas veces en los protectorados. Cierto que, en lo que se refiere a las crueldades de esas guerras, la presencia de algunos misioneros y las denuncias de otros viajeros pusieron sordina a las intervenciones europeas, pero la lejanía atenuaba los dolores de las guerras hechas siempre con la idea retórica de impulsar un bien mayor civilizador guiado por la racionalidad liberal que además en algunos casos hacía participar a ciertos grupos locales de los beneficios de la organización económica y social de la metrópoli. Por eso los buenos ciudadanos europeos consideraron que el fragor de esas guerras solo sonaba en lugares lejanos donde algunos grupos sociales se resistían al empuje beneficioso del dictado civilizador. Se fomentaba así una retórica de paz armada que sirvió para prolongar la somnolencia de las sociedades satisfechas, poco sensibles para percibir las fracturas sociales internas, y que imaginaban las guerras como enfermedades ajenas. Sociedades narcotizadas, en la acertada idea nietzscheana.

Sirva esto para señalar que esa forma de hacer la guerra en el exterior lejano, esa guerra sin reglas, se instaló sin pedir permiso en el interior de Europa, sin que nadie la llamara, porque lo que está incrustado en la cultura suele aparecer con derecho propio cuando menos se lo espera.

Como si fuera un fenómeno geológico, el terremoto se manifestó el 1 de agosto de 1914. Así se produjo el despertar de un sueño. Provoca un cierto rubor el escándalo que formaron las potencias centroeuropeas, sorprendidas por el tamaño que la hoguera que habían encendido y que amenazaba con devorar lo principal de unas sociedades laboriosas: su tranquilidad, su riqueza cartaginesa y su buen orden. También sorprende la falta de habilidad de los actores implicados para atenuar un conflicto que implicaba a todos los imperios europeos, y amenazaba al resto del planeta. Si la Revolución Francesa modificó las reglas de la guerra, la Gran Guerra demostró lo brutales que pueden ser los conflictos que se producen entre sociedades muy desarrolladas, muy estandarizadas, guiados por las reglas (o falta de ellas) coloniales derivadas de esa Revolución. De hecho, desde el punto de vista de la polemología, la Gran Guerra inauguró una época que no se ha cerrado todavía, ni tiene visos de hacerlo. Los conflictos telúricos violentos y profundos producen réplicas que pueden llegar a ser nuevas guerras, aunque, como los tsunamis, tarden mucho tiempo en llegar.

Sprache ist eine Waffe [la lengua es un arma]

Tal vez se pueda defender que la guerra acalla las leyes. Sin embargo, aunque las leyes guarden silencio, en la Gran Guerra los humanos se desgañitaron; hablaron, escribieron, también gritaron, y por lo general sufrieron. Pero los alaridos de guerra no ocurrieron en las trincheras, ni en las acciones militares. Allí el estruendo de las armas apagó el sonido de las voces.

Además de un gran reclutamiento militar, se produjo una movilización civil sin precedentes. De hecho, sociedades enteras se pusieron en pie de guerra en la retaguardia, y allí se alzó una algarabía desconocida hasta entonces en situaciones similares. Lo que según los emperadores de las potencias centrales debía ser solo una operación limitada y corta, se convirtió en una contienda que adquirió caracteres planetarios. En un principio, las metrópolis debían resolver sus diferencias in situ, sin implicar a sus imperios; las colonias y protectorados podían quedar al margen. Pero ese tipo de incendios no se controlan. El conflicto se estancó, y las potencias europeas se implicaron con todas sus energías, usando cualquier medio a su alcance para conseguir una victoria.

El comienzo del conflicto dejó en shock a las sociedades implicadas en un principio: los imperios centrales, la República Francesa y el Imperio ruso. Esa perplejidad se incrementó cuando quedó patente que ya no se trataba de una expedición acotada contra Serbia, y que la razón de estado hacía crecer el conflicto hasta hacerlo global. Una inundación de tomas de posición atravesó Europa. Ingentes multitudes de ciudadanos se alinearon con sus gobiernos, sacando pecho para sentirse soldados en medio de la sociedad civil. Y una catarata de publicaciones inundó la sociedad. Filósofos, científicos, escritores y  periodistas contribuyeron a ella. Parecía que todo el mundo tenía algo que decir, y que deseaba decirlo. El ruido de las palabras se superpuso al estruendo de los cañones. Unos escribieron porque su interior se lo exigía, otros porque consideraban que era su deber, y unos terceros porque formaban parte de los primeros gabinetes de propaganda.

Comenzaron las hostilidades y se abrieron las compuertas de la opinión a través de manifiestos publicados en la prensa. Se inició una época donde las espadas se mojaron en tinta y las plumas en sangre, en palabras de Karl Kraus. El Times de Londres publicó el 18 de septiembre de 1914 una carta de escritores británicos con el título El destino y el deber de Gran Bretaña. Declaración de los autores. Una guerra justa. Ese mismo día, la carta de los escritores británicos se publicó también en el New York Times con el título Autores británicos condenan a Alemania. Con un estilo argumentativo, el texto británico analizaba las primeras semanas del conflicto, la invasión de Bélgica, e introducía la tesis de la existencia de dos Alemanias: la militarista y prusiana, y la humanista, cultivada y (posiblemente) pacifista. Firmaban el texto escritores muy reconocidos como G. K. Chesterton, Rudyard Kipling, H. G. Wells y Flora Annie Steel; hombres y mujeres de opiniones muy diferentes que se alineaban para analizar lo que estaba pasando en el continente.

El 4 de octubre de 1914, un grupo de 93 alemanes prominentes, entre los que se contaban muchos científicos, publicaron la réplica al texto británico con el título Llamamiento al mundo de la cultura . No trataron de contraargumentar, sino de establecer unas tesis que recuerdan las afirmaciones de la Reforma. El texto se tradujo a diez idiomas, se repartió en las embajadas y periódicos de los países neutrales, incluso antes de aparecer en los periódicos más importantes del Imperio alemán. El manifiesto comenzaba con un pronombre «Wir» (nosotros) que haría fortuna en la historia de Centroeuropa de la primera mitad del siglo XX. «Nosotros proclamamos la verdad». A partir de entonces, los manifiestos que se publican como banderín de enganche para una toma de partido suelen usar la palabra «nosotros». El caso es que la verdad se enseñoreó de los imperios centrales. La guerra parecía diseñada a la medida de una verdad en la que no cabían dos Alemanias, sino solo una. La Alemania de Goethe era la misma que la de Moeltke, el general que llevó a cabo la invasión de Bélgica. Quizá en algo de eso tenían razón. Las dos Alemanias (si existían) deseaban la guerra. El refinamiento cultural no representa necesariamente ninguna contención para la crueldad.

Se puede seguir la contienda abierta con estos dos documentos, leyendo la catarata de manifiestos, cartas, artículos de prensa donde escritores, científicos, artistas o pensadores tomaron posición después de esas dos proclamas iniciales, británica y alemana. Se publicaron manifiestos defendiendo las acciones militares, como defensa ante el agresor, o como anticipación de agresiones posibles. Las guerras siempre tienen un componente paranoico nada despreciable, además de provocar un efecto movilizador que en este caso fue tan global como la misma contienda.

Cinco soldados imperiales germanos posan para una foto en abril de 1916. Imagen: WIkipedia

La parte de Francia más conservadora, que todavía añoraba el ancien régime, se había resistido a aceptar La Marsellesa como himno nacional por ser revolucionario, pero a partir de 1914 aconsejó a sus seguidores que la cantasen porque por momentos ganaba influencia La Internacional, himno a su juicio mucho más peligroso, ya que pertenecía al ideario socialista. El peligro de los socialistas radicaba en el pacifismo que se promovía entre sus filas, al hilo del Manifiesto de Zimmerwald del 8 de septiembre de 1915, redactado por Lev Trotski en Berna. El mismo año, en La Haya, se reunió el primer Congreso Internacional de Mujeres de La Haya, también con un claro propósito pacifista. Además de estos movimientos colectivos, la guerra provocó que algunos escritores influyentes iniciaran trayectorias personales pacifistas. Unas veces desde la experiencia de una vida en las trincheras en Francia, como es el caso de los poetas ingleses Siegfrid Sassoon y Alfred Owen, o de las trincheras universitarias, no menos peligrosas, desde donde Bertrand Russell derivó hacia un pacifismo militante. No abundaron los científicos pacifistas, por más que Einstein figure en su nómina, pero las acciones de esos pocos llegaron a ser muy significativas para administrar la posguerra, es decir, el momento en el que enmudecieron las armas, aunque continuara la guerra.

La filosofía también aportó sus consideraciones. Los filósofos no habían sido proclives a considerar las guerras como un tema prioritario de reflexión, aunque algunos polemólogos habían aprovechado las ideas de determinados filósofos, como Hegel o Nietzsche, en beneficio de sus análisis. Las guerras concretas no solían figurar entre los materiales necesarios para construir los sistemas filosóficos. La Gran Guerra no solo aparecía como un acontecimiento concreto sino absolutamente singular y llamó a la puerta de todas las torres de marfil, incluso a las más altas. También llamó a las puertas de Edmund Husserl, quien seguro compartía las ideas que Kant expresa en el parágrafo 28 de la Crítica del juicio: «La guerra misma, cuando se hace con orden y respetando el derecho de gentes, tiene cierta cosa de sublime, y vuelve el espíritu del pueblo, que así lo hace tanto más sublime, cuanto más expuesto se halla a mayores peligros, y cuanto más se sostiene en ellos con valor; por el contrario, una larga paz da ordinariamente por resultado el traer la dominación del espíritu mercantil, la de los más vastos intereses personales, el decaimiento y la molicie, y abate el espíritu público».

Pero las batallas no se desarrollan en un escenario wagneriano, sino en el lodo de las trincheras. Allí lo sublime de un rostro valeroso queda destrozado por el obús de un mortero hasta convertirlo en un tipo de gueule cassée. El mensajero que anuncia la muerte de un hijo no es ningún Mercurio, solo aparece como un ciudadano fatigado de tanto repartir malas noticias a familias de hijos valerosos. El 10 de marzo de 1916, el mensajero llamó a la puerta de los Husserl para comunicarles la muerte de su hijo Wolfgang.

Nicholas de Warren y Thomas Vongehr han editado un libro sobre cómo vivieron los fenomenólogos la Gran Guerra, de título Philosophers at the Front. Gracias a su labor de archivo se puede conocer las vicisitudes por las que pasaron los miembros de la escuela durante los cuatro años de la guerra y cómo fue cambiando su opinión a medida que avanzaba el conflicto.

Entre todos ellos destaca la pasión de Max Scheler por justificar en un principio la intervención del Imperio Alemán. Tal vez fuera Scheler el filósofo fenomenólogo que mostró un empeño más temprano en analizar la guerra. Su libro Der Genius Des Krieges Und Der Deutsche Krieg (de título castellano, fiel al original, El genio de la guerra y la guerra alemana), indicaba la pretensión de Scheler de convertir el problema de la guerra en un tópico filosófico. Aunque la guerra como problema no figure entre los más tratados por los filósofos, Scheler se topó con la guerra de bruces y escribió su libro de forma acelerada. El título de la obra no engaña al lector. Se organiza en dos partes, en la primera trata la guerra como un fenómeno filosófico, mientras que en la segunda se aplica a analizar el fenómeno de la gran guerra en la que está inmerso en continente entero. Resulta fácil imaginar la turbación del autor, que escribe en unos meses un libro de cientos de páginas impulsado por el deseo de aclarar el tema y aclararse él mismo en el vaivén de contradicciones. El libro, publicado en 1915 en alemán, tuvo lectores incluso en España, ya que Ortega y Gasset le dedicó atención en una de las entradas de El Espectador de 1917. Eso sí, la paciencia de Ortega pareció agotarse en el comentario de la primera parte, de modo que nunca regresó al escrito de Scheler.

Max Scheler escribió su libro como si la guerra iniciada en Europa fuera una guerra más, como si los ideales de la milicia se siguieran manteniendo, como si los ejércitos lucharan caballerosamente buscando dirimir de una forma elegante la contienda. Cabe preguntarse en qué momento hizo crisis en él su convicción de que el estado en guerra es el estado en la suprema actualidad de su existencia. Tal vez cuando comenzó a sospechar que en aquel conflicto los contendientes no se comportaban como en las guerras que él imaginaba. Las batallas eran carnicerías, las bajas se contaban por cientos de miles, los submarinos alemanes atentaban contra el derecho de gentes, la propaganda del Imperio no podía ocultar por completo estos hechos, y, sobre todo, no se obtenían victorias; no había nada que celebrar.

Soldados escoceses en Francia, 1914. Imagen: Brittish Library

En la parte aliada fueron legión los filósofos que encendieron las antorchas del patriotismo, en este caso con el valor añadido de ser los agredidos. De toda esa literatura, merece la pena rescatar un texto clásico, el discurso de Henri Bergson pronunciado el 12 de diciembre de 1914 ante la Academia de las Ciencias Morales y Políticas de París y publicado esa misma semana en La Revue Universitaire. El texto del discurso muestra a Bergson realizando un juicio general a la nación alemana. No es una reflexión sobre la guerra, ni siquiera sobre esa guerra que se está librando entre aliados e imperios centrales; más bien pareciera que Bergson abra el depósito de rencor que permaneció intacto desde la derrota de 1870. Las guerras generan dolor, pero en una mayor medida producen rencor sórdido que se acumula y se guarda si la sociedad que sufre la derrota tiene una alta opinión de sí misma. Bergson se refiere a una sociedad alemana del pasado, de algún pasado imaginado; en su discurso habla de una Alemania que se dedicó a la poesía, al arte, a la metafísica. Esa Alemanía estaba hecha, según decía, para el pensamiento y la imaginación«no tenía ningún sentimiento por la realidad de las cosas». Y esa sociedad maravillosa y débil fue fecundada por el espíritu del Este. Fue la perversa Prusia quien le impuso una unidad mecánica, exterior, artificial que le impidió crecer hacia una unidad natural, es decir espiritual. En sus consideraciones, Bergson no parecía tener en cuenta las guerras inducidas desde cualquier forma de religión.

Su texto tiene la magia de la buena propaganda porque construye un enemigo transformado en la expresión de la barbarie. ¿Y qué pasa con la ciencia alemana? A juicio de Bergson, la sociedad alemana firmó un pacto diabólico con Prusia, que la degradó hasta llegar al punto de cultivar una «barbarie científica», una «barbarie sistemática», reforzada por el secuestro de la civilización. Ese secuestro produjo el «continuo sonido metálico del militarismo y el industrialismo, de la maquinaria y el mecanismo, del degradado materialismo moral».

Tanto a un lado como al otro del frente, se fundaron editoriales dedicadas a alimentar la munición de la retaguardia. En unos meses la Gran Guerra quedó inundada por las palabras. Quedó incrustada en la memoria posterior la necesidad de decir, de hablar, de insultar. Conviene fijarse en el significado de las palabras pronunciadas o gritadas por miembros de la sociedad civil cuando descubrieron que estaban en guerra, que ya no podían vivir más en el engaño que produce favorecer guerras ajenas para no tener las propias.

Desde la perspectiva que ofrece el conflicto de 1914, se puede contemplar todo el universo literario que ha tratado lo bélico. Así, las palabras proferidas en tiempo de guerra se ordenaron durante siglos en relatos que forman un océano de poemas, dramas, cuentos, novelas, ensayos, tratados, comics, panfletos, películas y mucha, mucha retórica de propaganda. A partir de la invención de la imprenta, los libros que tratan la guerra en alguna de sus facetas forman una enorme biblioteca que por una parte recoge toda la tradición del pasado y por otra integra las reflexiones aportadas durante los últimos quinientos años. No se trata de un amontonamiento pequeño. Pero el impulso que recibió la colección de escritos que tratan las guerras con ocasión de la Grande, la Total, incrementó de forma exponencial el número de textos con la expresión de todos los saberes y emociones. Se abrió una veda que dio lugar a una actividad literaria fecunda.

El espíritu que animó las publicaciones durante la Gran Guerra perduró hasta nuestros días. Tal vez tenga razón Ernst Nolte en su controvertida tesis según la cual hubo una guerra civil europea desde 1917 hasta 1945, expuesta en su libro Der europäische Burgerkrieg 1917-1945 Nationalsocialismus und Bolshewismus (La guerra civil europea, 1917-1945. Nacionalsocialismo y bolchevismo) publicada en 1997. O tal vez se queda corto al limitar el periodo de guerra civil que en realidad desborda ampliamente la propuesta, como defiende Judt en su ensayo Postguerra: una historia de europa desde 1945. Quizás toda guerra tenga bastante de una guerra civil y la sociedad implicada quede afectada por la afirmación de Hobbes: toda guerra civil provoca la muerte de la sociedad. Si eso es así, el griterío que comenzó y nunca cesó después del 1 de agosto de 1914 se asemejaría a un coro desafinado de gusanos que celebran el festín que les proporciona un cadáver tan bien alimentado. Aunque tal vez hubiera larvas metamorfoseadas en bellos insectos, autores de textos maravillosos. Eso explicaría la enorme creatividad de la generación que sobrevivió escribiendo.  Algunos, para criticar lo escrito por los demás, como es el caso de Karl Kraus, cuando el 19 de noviembre de 1914 en la Sala Media de la Konzerthaus de Viena pronunció una alocución titulada En esta gran época (In dieser grossen Zeit), publicada a continuación en Die Fackel. La traducción en castellano lleva un sabroso subtítulo, De cómo la prensa liberal engendra una guerra mundial. Pero sobre todo explica la intención de un escritor como Kurt Tucholsky glosando el lenguaje burocrático surgido de la derrota, recogido en el volumen Sprache ist eine Waffe y que fue precedente de análisis posteriores más académicos como el de Viktor Kemplerer: LTI. Notizbuch eines Philologen (LTI apuntes de un filólogo).

Mujeres trabajando en una fábrica de munición de Londres, 1918. Imagen: Wikipedia

La guerra llegó pronto al lenguaje para modelarlo en función del poder emergente y se convirtió en la primera batalla a ganar. En las distopías, la primera violencia que se genera en los conflictos se ejerce sobre el lenguaje. Y en eso estamos. Por eso, parece una osadía preguntarse si se puede formar un canon de libros de guerra, elegir algunos de entre los libros que tratan fenómenos tan complicados como las guerras, considerar unos más significativos que otros. Frente a esta propuesta tan irrealizable, sí cabe organizar un canon posible que proponga un archipiélago disperso en medio de aquel atlántico de información por donde transitar para reflexionar sobre algunos aspectos de la guerra, teniendo en cuenta el momento de eclosión que se ha mencionado: la Gran Guerra. Cada isla de ese archipiélago nos podría poner en comunicación con algunas otras con las que mantuviera alguna afinidad y al final tendríamos una propuesta para estudiar la topografía del fenómeno bélico. Cada secuencia de libros marcaría un itinerario bélico que podría arrancar en momentos muy lejanos, para hacernos llegar a la actualidad. Podemos probar el alcance de uno de los itinerarios posibles.

La eficacia de las Égidas

La guerra enmarcó las primeras leyendas de las culturas que se dieron en la cuenca mediterránea. Esos relatos describen epopeyas, alguna de las cuales ha configurado el imaginario colectivo hasta convertirse en un fresco de la memoria, y precipitarse en textos escritos. Destaca el ciclo troyano, donde se narra la guerra entre troyanos y aqueos, y que da lugar al primer texto que construirá el canon de guerra, la Ilíada. No es un punto de partida muy original, pero resulta casi irremediable fijarse en él porque todo el panorama de escritos relacionados con la cultura mediterránea de la antigüedad está emparentado con Troya y con la misma Ilíada.

Quien haya leído la Ilíada, es muy posible que recuerde la emoción que describe el cantor en el primer hexámetro, la cólera de Aquiles, por un motivo que no está relacionado directamente con las batallas que tenían lugar, sino con su rivalidad con Agamenón. La cólera de Aquiles tal vez fuera infantil, pero precipita todos los acontecimientos que se narran durante los veinticuatro cantos que componen la obra. Tanto el lenguaje como los asuntos tratados allí pueden parecer lejanos, pero no es así: la óptica de la guerra es singular y puede construir un universo contemporáneo a partir de un microcosmos en apariencia arcaico. La obra atrae a los filólogos, y disponemos de traducciones muy prestigiosas al castellano, comenzando por la edición bilingüe de Emilio Crespo. Pero el texto no es solo refugio de los filólogos, sino que también provoca agudos análisis sobre la construcción de los héroes, y de cuánto de ese pasado literario se ha recreado en nuestro mundo.

Basta asomarse al libro de Caroline Alexander de título La guerra que mató a Aquiles, (con subtítulo La verdadera historia de la Ilíada) para entender el entramado cultural que rodea todo el texto. La autora pone de manifiesto el doble nivel de la guerra, quién la realiza (los guerreros), y quiénes la azuzan, (los dioses que tienen una visión estratégica del conflicto). Quien tenga en su mesa de lectura una lechuza de Palas Atenea como homenaje sublime a la filosofía, que no olvide que ese personaje también es la diosa de la guerra. Los debates de los dioses terminan en un consenso razonable. Todos los actores humanos de la guerra de Troya morirán en su orden; todos serán destruidos, no solo Troya será aniquilada, todos los personajes aqueos sufrirán daños por diversos motivos. La guerra devorará a todos sus hijos. La Ilíada solo nos habla de una pincelada del gran fresco, pero quien la escuchaba en aquella antigüedad primera conocía todo el desarrollo de ese universo.

Detalle de El juicio de Paris, de Hendrick van Balen (1599). En el centro, la diosa Atenea, representada con sus armas y con una lechuza. Imagen: Wikipedia

Adelantémonos en el tiempo y revivamos otra batalla ejemplar, la que se libra entre 1914 y 1918 en Francia. Una imagen elocuente que representa una batalla puede ser una línea de combatientes enfrentada con un enemigo que puede o no estar en la misma formación: dos líneas de trincheras. Esa hilera de soldados puede perderse en el horizonte. Uno de los textos más expresivos que da cuenta de esta composición se debe a Valle-Inclán, y lleva el título de La media noche. Una trinchera infinita que se prolongaba como un meridiano atravesando Francia. Las tropas esperan a que se agiten las égidas entre sus filas para realizar la liturgia de la muerte. La señal consiste en un aviso superior, ciego para los que están apostados; cuando se da, los hombres se matan. El observador desde el cielo, el rapsoda que nos describe la imagen, solo conoce la disposición de las tropas. Estas a su vez ignoran el origen de las órdenes que reciben. No les compete, la única virtud que tiene su vida es perderla.

En la epopeya más antigua de la cultura mediterránea, se produce una situación en cierto modo semejante. La Ilíada ofrece la misma imagen de guerreros alineados frente a las murallas de Troya. En este caso, el texto nos comunica la melancolía de los guerreros que desean regresar a sus hogares, fatigados ya de una guerra inacabable. Tanto que el siguiente paso puede ser volver a embarcar en sus cóncavas naves y enfrentarse a los peligros del regreso. Sin embargo, los guerreros no pueden dejar su oficio porque Atenea pasea camuflada entre sus filas y agita las égidas para que sigan combatiendo. La lectura del libro citado más arriba de Camile Alexander no sustituye a la Ilíada, sino que la resignifica. Con su ayuda, el lector se adentra en un mundo de supuestos que ha navegado hasta nuestros días impulsado por la seducción de la guerra.

Así, de la mano de Valle-Inclán, la importancia de la Ilíada reverdece en el siglo XX, sin estar atada a ningún exégeta, porque la cercanía entre las dos imágenes resulta lo bastante elocuente como para encontrar similitudes entre las emociones de los dos ejércitos a miles de años de distancia en el tiempo. Además de ese ejemplo, tenemos el que viene de la mano de Simone Weyl. En el campo de batalla del siglo XX, Weil se centra en la muerte del héroe, que no siempre es sublime; es más, que nunca es sublime. Weil escribe un pequeño ensayo que puede pasar desapercibido entre los que la autora dedica al mundo clásico. La forma fragmentaria de su escritura se convierte en un valor cuando se acerca al tratamiento del héroe; en su opúsculo La Ilíada o el poema de la fuerza, muestra la empatía que el héroe tiene con la muerte. El héroe verdadero de La Ilíada es la fuerza. La fuerza reduce lo vivo a algo inerte, siega toda esperanza.

La autora reflexiona en un periodo de entreguerras, tiene a sus espaldas la Gran Guerra y la memoria de las carnicerías que recibieron el nombre de batallas. Ella vive en Francia, donde encada lugar, pueblo o ciudad, se han levantado monumentos para guardar los nombres de las personas que murieron durante el conflicto, en un espacio de memorias analizado con cuidado por el historiador Jay Winter en la monografía Sites of Memory, Sites of Mourning: The Great War in European Cultural History [Lugares de Memoria. Lugares de duelo. La Gran Guerra en la historia culturas europea]. Nombres transformados en minerales, grabados con martillo y cincel, o fundidos en metales que pierden el brillo. Algunos orlados con colores que se despintan con el tiempo. Nombres de soldados, ya no guerreros. Weil interpreta la desolación en su ensayo. Ella misma se transforma en Casandra; escribe sus reflexiones mientras en la península ibérica se ensayan nuevas formas de escabechina; sus habitantes, con larga tradición en guerras civiles, prestan su territorio para una nueva justificación de la guerra. Nadie hace caso a Weil, nadie la cree porque no pueden creerla. ¿Por qué iban a hacerle caso, si la fuerza empujaba a las otras guerras que iban a desbordar el continente europeo, y los hombres alentaban el frenesí previo al estallido de los conflictos? El texto de Weil tiene el carácter bifronte de todos los clásicos que hablan de la guerra en cualquier contexto, en cualquier estilo. Por una parte, una dimensión abstracta y metafórica, y por otra una referencia al mundo real, a ese lugar donde la guerra se convierte en promotora de dolor, de fango humano, de justificación inhumana de crueldades que por otra parte son exquisitamente humanas. La autora se adentra en la melancolía del momento de la muerte, de lo que destruye la fuerza, al dividir el mundo en partes disjuntas para siempre. Hace comprender en pocas páginas qué significan las pérdidas de vidas en el campo de batalla, y por eso sitúa a los lectores fuera de él, los transporta a lugares donde se espera a los guerreros, ya sin esperanza. Weil firma con el seudónimo Emile Novis. Al final de su breve ensayo, reivindica el valor del primer poema épico que marca el derrotero de la fuerza que anonada a los héroes.

Otra vez la Ilíada

Para mirar hacia el pasado se necesita reconocer la capacidad de invención del observador. Quien crea que el pasado está ahí, detrás de uno, para ser observado como si fuera un diorama, debe limitarse a visitar los museos de ciencias naturales o de antropología o de historia. Quien no lo crea, puede adentrarse en esa región inhóspita que cada humano lleva dentro y que denomina pasado. Es posible que Theodor Kallifatides piense así cuando emprende la tarea de reescribir la Ilíada en una obra propia, El asedio de Troya. Él mismo nos intenta engañar en el epílogo del libro diciendo que desea dar una versión del poema más cercana al lenguaje contemporáneo. Por eso escribe su texto en sueco. Acercar la Ilíada a nuestro mundo requiere introducirla en un campo de batalla del siglo XX, en los escenarios de las guerras europeas, y en especial en lo que tuvo lugar en Grecia durante la segunda guerra mundial, además de mostrar las tensiones biográficas del autor.

Fresco que representa a Aquiles arrastrando el cadáver de Héctor ante los muros de Troya (Matsch, 1894). Imagen: Wikipedia

Kallifatides satisface esos requisitos, además de conocer con mucho detalle la Ilíada, de la que extrae una historia para vertebrar su relato. No pone en juego ningún cantor ciego, sino una rapsoda que va a formar parte de la trama, una maestra de un pueblo griego que cuenta su historia durante las últimas semanas de la segunda guerra mundial. El autor transforma el asedio de Troya en una fábula de tres guerras que se superponen a los ojos de uno de los alumnos de la escuela, quien rememora la historia que contó la maestra fundida con las historias familiares.

Resulta más fácil iniciar el relato de la guerra de Troya que terminarlo. El autor sabe que debe trenzar esa epopeya con las guerras que él conoció a través de otros relatos. El pequeño pueblo, donde está situada la escuela a la que asiste el relator, soporta la tectónica de los conflictos que se producen mientras la maestra da cuenta del relato homérico. Un pueblo ocupado por tropas alemanas que viven en la población y con la población. Ocupantes y ocupados se tratan en la vida cotidiana y la convivencia no tiene mayores problemas. La ocupación militar de otros territorios diferentes del propio se convirtió en Europa en una actividad muy habitual, y con frecuencia llevó a preguntar ¿a quién pertenece este territorio que llamamos propio?  Tal vez a todos, o a ninguno. Por eso la ocupación se suele remansar en las mesas de un café de la plaza del pueblo donde todos están convocados a participar en los rituales que imponen las costumbres del lugar. La acción sucede en tiempo lento, excepto cuando un atentado, cometido por los partisanos que pretender liberar al lugar de los alemanes invasores, transforma a los ocupantes en verdugos que diezman la población de adultos del pueblo como represalia. Los partisanos no liberan el pueblo, ni tampono lo hacen los aliados que dejan caer bombas sobre la localidad matando tanto a miembros de la población ocupada como a algún ocupante, pero con la ceguera propia de los bombardeos por el aire.

La guerra se convierte en un ritual ciego. Mientras tanto, la maestra cuenta una Ilíada inspirada en los cantos homéricos. Aquiles, Héctor, Polidoro, Ajax hacen su trabajo, pero Kallifatides priva a la rapsoda del recurso al mundo de los dioses; desnuda el conflicto de cualquier justificación teocrática. No actúan Palas Atenea ni Apolo, ni Poseidón, y mucho menos ningún Zeus. Se trata de una guerra entre hombres, donde las mujeres sufren, adquiriendo el protagonismo de Hécuba. Las emociones de la crueldad se despliegan en todo el relato, sin rebajar un ápice la carnicería de la batalla. La guerra está presente en el relato de la maestra, también en los ecos que resuenan en el pueblo ocupado y que pretende ser liberado. Triste es el destino de quienes, estando ocupados por tropas extrañas, deben soportar ser liberados por las que se presumen propias, porque nunca serán liberados del todo, y el acto de liberación se convertirá en una maldición repetida. En ese proceso, resuenan una vez más las voces de las égidas.

Así, en la escena donde se produce el relato se cruzan varias guerras. Unas terminarán, las tropas alemanas serán expulsadas del pueblo después de haber provocado el horror. Otras comenzarán, en forma de una guerra civil cuyas consecuencias se prolongaron mucho más tiempo que la vida de los que la impulsaron. Por eso, Kallifatides no elimina los dioses de su guerra de Troya, solo los naturaliza; el Olimpo quedó confinado en la Tierra en forma de grupo de humanos sin atributos, excepto el de ejercer el poder y obedecer su extraño destino. La tradición troyana del encarnizamiento se reprodujo en forma de una diosa llamada guerra civil que aparece in lontano, agitando las égidas para instalarse en la sociedad griega haciendo buena la reflexión de Hobbes ya mencionada anteriormente: la guerra civil significa la muerte de la sociedad.

Los cuerpos desgarrados de troyanos y aqueos se reúnen con los de los habitantes masacrados de un pueblo griego sin nombre. El número de libros que dan cuenta de esas carnicerías aumenta con cada conflicto ocurrido durante la segunda mitad del siglo XX. En los monumentos levantados durante la Gran Guerra se inscribieron muchos nombres de los soldados caídos durante la segunda, aunque nunca se pudieron escribir en piedra los cientos de miles de civiles víctimas del conflicto. Cada guerra del siglo XX, se llame como se llame, haya tenido como escenario cualquiera de los continentes del planeta, recoge la herencia de las ocurridas en la primera mitad del siglo. Las del siglo XXI solo tienen el mérito de haber amplificado los ecos. Los libros que recogen sus voces forman un itinerario que llega hasta nosotros y de alguna forma marca el sentido de los tiempos futuros.

Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales

Las palabras de Paul Valéry escritas al final de la Gran Guerra tuvieron el destino de las palabras escritas desde la melancolía. Demasiado sinceras. No tuvieron demasiada repercusión porque el cansancio que producen las guerras se suele combatir con la laboriosidad de la reconstrucción. La enfermedad de Casandra pretende curarse con el optimismo de Dédalo.

Hemos ensayado un itinerario para saltar de isla en isla, por un archipiélago de libros escritos en tiempos diferentes y con propósitos muy diversos. Una vez recorrido el primero, el viaje sugiere otros rumbos: las guerras son pródigas en emociones. Si se sabe escuchar, nos cuentan historias que nos reflejan en su espejo, aunque difícilmente nos atrevemos a difundirlas.

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Javier Ordoñez es catedrático de Historia de la ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid.

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