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Caminantes en la noche

Andrés Canedo

Caminan en la noche por la ciudad que ya tiene hambre del día. Conversan, porque son amigos desde los tiempos de la universidad (en la que cursaban carreras que ninguno terminó), conversan porque siempre tienen mucho que decirse, porque compartieron sueños y luchas, porque comparten la penuria, porque tuvieron y tienen gustos similares, porque leyeron todos, o casi, los mismos libros, porque ambos se entregaron al arte con mala fortuna. Conversan también, porque amaron a mujeres que eran amigas, porque incluso, una vez, ambos se enamoraron de la misma y, al darse cuenta de ello, los dos retrocedieron simultáneamente, con sonrisas, sin rencores, enarbolando la amistad como lábaro. No son perfectos, claro. Ambos lastimaron a otras personas, los dos tuvieron rencores, fobias, decepciones. Juntos soñaron y lucharon, a su manera, por la utopía de un mundo mejor y más justo, pero uno y otro vieron desbarrancarse sus sueños. Ambos perdieron mujeres hondamente amadas y sintieron ese dolor único, distinto, feroz, incoercible. Perdieron de todo y casi todo, pero conservaron la amistad, tan añeja, durante ¿cuánto? 45, 50 años, ya no lo saben bien.

Vienen del café al que asisten una vez por semana. Pueden darse el lujo de tomar tres o cuatro tazas, de manera que les alcance hasta que el local cierre; dos, tres de la mañana. Regresan a sus viviendas, en realidad una habitación amplia y un baño, que cada uno alquila. Saben, no obstante, que están mejor que muchos otros, “Somos una especie de muy, muy pequeños burgueses”, suele decirle Juan a Manuel, con un dejo de ironía. Y en la mente de Manuel que sonríe, se presenta la clasificación de clases sociales que solían aplicar en su juventud y en la que no cabe el subgénero inventado por Juan. Un perro aúlla en las cercanías y Manuel suelta estas palabras: “Así aullaba Xaviera, cuando le hacía el amor, y a mí, las primeras veces, me producía más miedo que placer. Cómo quisiera tenerla ahora, claro que como era, joven, bella, intensa. Te juro que los aullidos no me asustarían”. “Ahora dudo que pudieras hacerla aullar”, le responde Juan y ambos ríen. “Creo que podría cumplir, pero es cierto, estamos hechos mierda”, le retruca Manuel. “Eso serás vos, cojudo, no me mezclés a mí en tus debilidades”, le responde Juan y agrega: “En cambio mi Damiana, ¿te acordás de ella?, cantaba cuando estábamos en plena acción. En realidad, le salían notas musicales, acordes, no sé. Pero si no hubiera sido por el empuje maravilloso de su cuerpo, hubiera podido pensar que me estaba cogiendo un jilguero”. “El jilguero es un ave… can… can…, bueno, ¡cantora!”, dice Manuel. “Canora, ¡ignorante!”, le replica Juan. “Tenés razón, amigo. Algunas palabras se me van”. “A mí también, no lo dudes”.

Junto a un árbol de la vereda, como si la leve sombra de la hojarasca pudiera ocultarlos, una pareja se está besando.

─ Todavía hay gente feliz en este mundo. ¿No te parece, Juan?

─ Todavía, sí, todavía… El amor todavía es posible, hasta para los pobres. Y claro, deben ser felices los poderosos, los gobernantes, los que mandan y lucran.

─ Pero ahora, además de todo, empezamos a vivir una especie de temor, la libertad, las libertades se van restringiendo. Nos la están metiendo, poco a poco, y a mí, aunque a esta altura del partido, tengo poca vela en este entierro, ya me duele el culo.

─Lo mismo me pasa a mí, amigo. Y supongo que no somos los únicos que se dan cuenta de eso.

─Siempre somos los menos cuando de entender verdades se trata. Siempre somos los más, cuando de padecer es la cuestión. Pero no es sólo el país, el mundo entero está viviendo algo similar.

─Sí, pero más allá de aquí, son formas más sutiles de dominación, de estupidización, de atontamiento. Pero los que saben, dicen que es malo irse a dormir con pesares. No lo hagamos nosotros. Seamos gentiles. Hablemos de amor, por ejemplo ­─dice Juan.

─ Dante decía, que rápido nace el amor en los corazones gentiles. Y creo que en ese camino, fuimos bastante pródigos.

Han llegado a una avenida. A pesar de la hora, hay todavía algo de tráfico y los automóviles pasan veloces. Un gato, en la vereda, los mira con sus ojos gigantescos e indiferentes. Tal vez también está esperando la oportunidad de cruzar. Manuel se acerca al animal y mientras lo alza, le dice: “¿Quieres que te ayude a cruzar, minino?”. El gato, en su misteriosa sabiduría, se deja levantar y se mantiene tranquilo en el brazo de Manuel.  Ellos, sin embargo, repetirán la absurda picardía de cada fin de semana. Saben que es absurda, pero es un juego que en su simbolismo les permite el goce del desacato a la norma. Recorren unos veinte pasos y se alejan del paso peatonal. Entonces, cruzan la avenida por donde no está permitido. Corren lo que les permiten sus viejos corazones y al llegar a la vereda de enfrente, se miran con la misma cómplice satisfacción de cada vez que regresan del café. Juan, respira agitado. El gato se deja depositar en la acera y parte velozmente, sin esbozar ni el mínimo gesto de agradecimiento.

─Sos un viejo de mierda, ya no aguantás ni una carrerita. Fijate cómo respirás, de manera que de vos ya no queda mucha esperanza de que puedas cambiar el mundo. ─Le dice Manuel a Juan. Este hace una leve mueca y le cambia el tema.

─ ¿Te acordás de María? ─pregunta, Juan─. Era tan bella, tan luminosa, tan aparentemente humilde. Fui feliz con ella el tiempo que duró. ¡Quién iba imaginar que de pronto se fuera con otro! Lo sabés, la odié, odié al tipo. Sin embargo, ahora, con el correr de los años, aunque sigo pensando que la quisiera tener conmigo, he empezado a decirme que alguna culpa yo debo haber tenido. No creo que nadie se vuelva puta o traidora por generación espontánea. Aunque hay algunas que sí, claro. Pero María no era de esa índole.

─Dejá de amargarte con ese tema, Juan. No te echés culpas encima.

─Tenés razón…

─A mi Elena se la robó la muerte. El taxi, el otro auto que apareció de pronto, y sólo quedaron un montón de cadáveres. Pero claro, quedó también mucho dolor. Y el dolor, el tuyo y el mío, no se pueden medir, aunque los hijos de puta que ahora manejan el mundo pretendan medirlo todo.

─Sí, los hijos de puta omnipresentes…

─Bueno, ya estamos a una cuadra de donde vivimos. La noche se acaba y a deshora, como corresponde, habrá que entregarse al soñar, mi querido gran actor de teatro ─acotó Manuel.

─Así es, mi querido escritor. ¿Sabés? Yo siempre creí y creo en vos. Para mí, cada una de tus novelas, cada uno de tus cuentos, siempre fue una obra maestra. Y como muchas veces lo hemos hablado, tal vez es el país tan miserable, los cenáculos infranqueables, las editoriales paupérrimas no sólo en lo económico, sino pequeñas en su visión, como el país y su gente, que no arriesgan nada. Pero para mi emoción y para la gente a la que llegaste, la lectura de tus textos eran epifanías de belleza y de pensamiento.

─Gracias, actor grande. Vos también sabés que yo y mucha otra gente, siempre vibramos con tus actuaciones, que nos transportaste a ese otro mundo de la representación. El público es escaso, es cierto, el dinero es corto, es verdad. Y como me dijiste, cada vez hay menos personajes de viejos en las obras. Y para qué hablar de las películas, en las que, más allá del talento y del mensaje, son pequeñas, según lo es el país. Si hubieras nacido en Nueva York, si yo hubiera nacido en París, tal vez otro habría sido el destino ─dijo Manuel.

─En pocas palabras se podría decir que somos unos fracasados; perdedores, nos dirían los yanquis.

─ No lo sé. Queda lo que entregamos, la nobleza con que lo hicimos, y esas verdades, aunque permanezcan ocultas, viven en nosotros y nos acompañarán hasta la muerte. No es mucho, lo sé, pero a ello debemos aferrarnos.

Han llegado hasta la casa de Manuel, tres casas más allá está el cuarto de Juan. Manuel, le dice:

─Andá amigo, yo me quedo afuera hasta que entrés.

Juan, mientras se aleja, le responde.

─Ja,ja,ja. Buena protección me serías en caso de que me asalten. Buena defensa seríamos el uno para el otro mientras venimos caminando solos en la noche. Hasta mañana, Superman.

Manuel entra a su cuarto, toma el poderoso analgésico para ganarle al dolor, y se acuesta. Hace un mes que pudo escaparse, a escondidas, a ver al médico. Luego de infinitas pruebas, le diagnosticaron cáncer, ya inoperable. No le ha dicho nada a Juan, por amor, porque no quiere preocuparlo. También Juan, al entrar a su cuarto, ha tomado las dos o tres pastillas de su medicación. Él también se escapó secretamente al médico, porque se le hinchaban las piernas y se agitaba con facilidad. El diagnóstico fue insuficiencia cardíaca congestiva. Un nombre pomposo y hasta elegante. No le ha dicho nada a Manuel por amor, por amistad honda, por no preocuparlo. Esos son los únicos secretos que han guardado, que ninguno de los dos le ha contado al otro. Y, privadamente, sienten orgullo por ello. Miran al techo, y solamente la paciente telaraña del desconsuelo se pinta en la superficie blanca. Ambos apagan las luces de sus veladores, y tratan de dormir, pero se dan un tiempo para pensar. Piensan en el amigo, y eso les genera una sonrisa, pero también piensan en la muerte, que en cualquier recodo puede estar aguardando por ellos. La noche todavía es intensa y las estrellas mantienen su diálogo indiferente y silencioso de millones de años. Finalmente, los atrapan el sueño y el olvido. Porque dormir, en definitiva, es olvidar.

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