Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Cien mil soldados rusos en la frontera. Jugadas del pequeño demonio, el semidesnudo, con botox en las nalgas y los cachetes, el nuevo zar. Politólogos y analistas diseñan nuevos mapas, que la idea es tomar el sur, hasta el Danubio y Rumania; apoderarse de las tierras al este del Dnieper; invasión total; ataque central que tomaría Kharkiv, Poltava, avanzando hasta Kremenchuk, lo que aseguraría los avances separatistas del 2014. Kiev, rodeando Chernobyl. Ekaterina está en Kharkiv. Ya fue refugiada de la misma guerra, teme hacerlo de nuevo ¿Adónde? Irina vive en Poltava ¿qué tiene mi pequeña ciudad que ofrecer a Rusia? Tengo miedo, repite. Ya les quitaron a Gogol, nacido allí, lo compraron como Chichikov compraba almas muertas. De lo que no hablan, o no mucho, los sabihondos, es de historia. O la mencionan solo en el contexto de la recreación de la Unión Soviética. No hablan del nacionalismo ucraniano, activo desde 1920 hasta bien entrados los años 50, en forma de guerrillas en los Cárpatos. Grupos nacionalistas, muchos de horrenda historia en relación a judíos y polacos, que llegaron a centenas de miles de adeptos. Cien mil rusos para cuarenta millones de ucranios… balance no demasiado convincente. Cuenta un periodista español, desde Kiev, que las armerías vendieron todo, que ya no hay municiones. Los civiles están comprándolas, actitud no sumisa. Resistirán. Y el afeminado macho Putin, consorte de míster Trump, quizá tenga que enfrentar, al fin, la hambrienta boca del fusil de su propia gente. Hay un gusto especial, casi como de buen vino, cuando eliminan tiranos.
Pero dejemos a los ejecutores encargarse de la parte carmesí. Yo preparo viaje, para mayo, a Ucrania. La guerra no debe impedirme desembarcar de nuevo en Odessa, comprar cerdo asado, envuelto en papel madera, en una esquina de la Preobrazhenskaya, sentarme en el parque de la ciudad, tan solo a contemplar la vida, sin siquiera abrir el breve libro de poemas de Nazim Hikmet.
Cometí el error, fallas de alquilar sin ver, de reservar un hotel que era para hombres de negocios, en Kharkiv. Pocas piezas en un quinto piso, en medio de un edificio que se vaciaba por la tarde, muy distinto al hotel de Odessa, o al apartamento de Kiev. Pero estaba hecho. Sin embargo, aproveché. Me despedía de Anna, la hermosa recepcionista, y subía la colina a explorar la ciudad. Tenía preferencia de andar en medio de complejos de apartamentos de la era comunista, de disfrutar los árboles añejos, la hojarasca, la sensación de total decaimiento. Algo hermoso habita en la ruina, al menos para mí.
Había un inmenso supermercado, calles llenas de estudiantes. Supongo que una de las varias universidades estaba cercana. Entré a un pequeño y concurrido café, siendo yo el único añejo como los mentados árboles, de corteza cicatrizada. Pedí un perfecto moka con un cheesecake de maracuyá como no he probado otro. Maracuyá a escasas horas del borde con Rusia por el camino de Belgorod. Ni Brasil ni ningún trópico. Maracuyá en la sacrificada y monumental urbe del oriente ucraniano. Tenía color de púrpura de Jaipur, ese postre del fruto de la pasión. Imaginé los vericuetos del tiempo para yo comerlo en un alejado enclave eslavo. Otoño, un poco de frío. Mudez de extranjero, disfrute de solitario. Arreglo la chamarra y continúo hacia arriba, contando las calles: diez rectas, dos derechas, una izquierda, seis rectas, hasta detenerme ante un vendedor callejero. Chucherías, con daño, no perfectas, automóviles de metal en miniatura, cajitas, soldados de plomo. Por monedas, diez centavos de dólar, un par de bailarines en madera, antiguos, del oeste, dice la vendedora esposa. Pienso en Walter Benjamín en Moscú, edición de las viejas de Anagrama, sobrias en gris y azul oscuro. Juguetes. José María Arguedas.
Handel suena en concierto real. Recuerdo el filme Vatel, o La fiesta de Babette. Cultura en la comida; la gastronomía como la mayor expresión cultural. Oratorios de Bach. Gula y santidad; Glinka con maracuyá.
Mis incursiones diarias, si no salía con Ekaterina. Largos paseos. Lo hice en París, el 86, cuando en un mapa de la guía Peuser analizaba cómo llegar a pie al Jardín del Luxemburgo desde la Puerta de Vanves. En Buenos Aires, de noche por el Abasto lavado con mangueras, el piso brillando, brilloso el piso mientras los Ford Falcon de la represión patrullan las calles para matar porque sí.
Silencio crepuscular en los pasadizos pretéritos de Jarkov. No hay corrillos de niños. Ancianos sentados, iguales a mí, mirando la nada. El borsch colectivo humea por las ventanas entrecerradas. Olor a comida casera. ¡Cómo olía la comida casera en Jouy-en-Josas, en la Isla de Francia! Me esperaba, en casa ajena, con cama prestada, sin dinero ni teléfono, la usual lata de cuscús marroquí, que comía con cuchara, frío y masticando un pan. Aquí no, tenía dinero de haberme roto la espalda tantas décadas. Lujo del maracuyá que hubiese sido imposible en París. Alterno la tarde con un par de cervezas de nombre ilegible, en vaso de plástico, hasta acercarme al hotel y subir por un ascensor vacío a un dormitorio de negra cubrecama y persianas que no supe abrir.
Peregrinación al río madre, el gran Dnieper en Kiev. Me aliñé como nunca hice en boda mía. Cita con la historia, con la literatura que es mujer ardiente y promiscua. A eso iba, al agua y los barqueros, a musicantes guerreros. Otra vez, un plano y, en casi geometría, diseñar cuadros y rectángulos para no perderme en los paseos. Pero ello y Odessa caminada serán tinta de otro pincel. Rusia acecha, el tirano de pequeños testículos suelta baba arrecha. Camino por allí, por lo que él desea avasallar. Entre potencias deciden lo que les venga en gana. No importa la belleza, ni ensoñarse con que por aquí pasó Gogol, que hacia allá están las cavernas del Dniester, ni que Heródoto anotara las extrañas costumbres de esta tierra donde descansan macedonios e iranios. Todavía hay comida tártara; los turcos enrollan platos de calle cuyo yogurt tropieza con los labios carnosos de las bellas. Lo veo, miro y observo, desde mi mesa afuera del restaurante Kazán, donde adoro un cordero asado. La tarde discurre, el sol apaga la luz, camino con lentitud de jubilado hacia la esquina de mi hotel. Una riada de trabajadoras de la calle discute en lenguas. Comienza su día, que es la noche, y no puedo menos que asociarme a ellas, yo que vampiro fui y apenas desarrollé hasta hombre lobo. Enciendo el televisor, subo a la azotea. Enfrente hay un café chino. Sé que hacia la izquierda se va hacia el aeropuerto, que a la vuelta están las estatuas del hetman y del poeta. Pues, mira, ya estoy recordando el mar Negro cuando lo que quería era quedarme cerca de las iglesias de Kharkiv, palpar el frío de sus ladrillos. Chirrían ruedas de tanques. Aquí no hay temor a la guerra y el dolor por mil años fue pan de cada día. El hambre soviética asesinó más que las balas. Los sables de Karetnik y Majnó apenas están enterrados. La bandura nunca dejó de sonar.