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Cada personaje una novela VI (Los personajes de mi pueblo)

Al escribir retratos o lugares, son los momentos, a veces solamente los instantes, los que realmente extrañamos. Así logramos algunas veces retratar unas épocas, con la palabra fotográfica del instante, sellar el magnífico momento que la encuadernó en nuestros ojos. Se hizo palabra también la memoria oral, el blanco y negro de una estación, los colores de otras, se hizo ritmo el apaciguamiento, música el silencio.

Marketot, en Cecchini fue el más sudamericano de todos. Inquieto inventor del famoso espejo convexo, artefacto con el cual deseaba lograr ver mas de cerca el paraíso encantado de las mujeres, mientras iba delicadamente entregándole un par de sandalias o unos décolleté de última moda. Fascinación y pathos. El apodo fue una genialidad de algún cecchinese, pero el sustituirle la c con una k fue la gran genialidad del Gian. Nació como zapatero, pero poco a poco intuyó que era más fructífero vender zapatos nuevos que arreglar a los viejos, ya que la obsolescencia de calidad estaba en el mercado. Y él resultó ser el más rápido en introducir una regla para el comercio toda suya: vender todo el stock de productos, aunque sea a menor precio, para así recuperar el capital y renovar con nuevos modelos las ofertas. Astucia campesina ante litteram.

La Elvira para mí fue siempre “la naputana”, en mi aun mala pronunciación de las palabras, no lograba decir lo que era en realidad, la napolitana. Provenía del sur de Italia, más precisamente de la provincia de Teramo, tierra escondida detrás del Gran Sasso, de uno de estos pueblitos pegados a unas montañas, mágicos y arcaicos, maravillosos y feudales. De ahí emigraron todos o casi todos, y en estos peregrinar y hacer de sus vidas unas peripecias inolvidables, con Fortunato se conocieron en Venezuela. Ahí, donde vio la luz el gran Libertador Bolívar, muchos italianos trabajando duro lograron ahorrar lo que a su vuelta le permitió construirse una casita, olvidar la miseria de las guerras, planificar un mejor futuro. Los dos, “la naputana” y Fortunato parecían hechos una por el otro, amantes de la limpieza, del orden y de la paz, una vez en Italia se instalaron en Cecchini, ella como conserje de la escuela Giuseppe Garibaldi y el de obrero en la fábrica Santa Lucia. Todos casa y trabajo, nunca se los vio afuera de este régimen y de esta rutina, nunca a una fiesta, nunca al bar, casi nunca a la iglesia los domingos, solo fugaces presencias a los funerales o a la procesión del santo patrón del pueblo. Ella preparando delicatessen con recetas de su pueblo natal, berenjenas y morrones en aceite de oliva, la conserva de tomates para el invierno. Ella también tomando el sol, durante el verano en la huerta, mientras el Fortunato arreglaba el depósito o regaba los impecables geranios que rodeaban el pulcro jardín. Personajes de una increíble perfección, de los cuales siempre me fui preguntando como fueron entendiéndose, si ella hablaba un dialecto tan estricto que nunca nadie lo entendió y él, hablando el nuestro de dialecto, tan distinto, tan diferente. Quedan como dos figuras increíbles, ella que no pasaba el metro y cuarenta y él, el metro y cincuenta. Si los hubiera conocidos Fellini o Buñuel mucho hubiera cambiado.

Otto Maronese esperaba hasta las dos o las tres de la madrugada para agarrarnos, al vernos ir a sacar la gloriosa vaca de su establo. La noche que separa abril con mayo era una vieja costumbre en nuestras zonas celebrar el Piantar maggio (una tradición antigua vinculada a la fertilidad y al nacimiento de los niños), y nuestro pueblo fue siempre uno de los más organizados en sus rituales, muchos de ellos, durante nuestra juventud, auténticamente espectaculares. Llegábamos nosotros, los enfant terrible de Cecchini, justo minutos después que Otto Maronese se había pacíficamente dormido y sacábamos la vaca del establo para llevarla a la plaza principal del pueblo, y ahí la dejábamos bien amarrada hasta que su dueño iba blasfemando a recogerla, con la eterna bronca de quien “también este año ha sido engañado”. Sanos ritos folclóricos, inocentes evasiones en una sociedad que de ahí a pocos años iba abandonando completamente la relación con la tierra, con sus tiempos biológicos y con su gente.

Rosa Falasca, la madre de Giulio Andreotti, dijo que: “Si no puedes hablar bien de una persona, no hables de ello”. Y no hablaré bien de Don Antonio por esa épica frase sino porque, además de cura de un pueblo, para muchos fue un amigo, para todas las estaciones de un pueblo siempre irrequieto. Amaba al ser humano en todas sus expresiones, en el ser y en el hacer, tal vez en aquel antiquísimo dran que fue todo para los griegos, fue democracia y participación, hacer con el pensamiento y con las manos. Ser y dejar una huella en nuestro pasaje sobre la tierra: Cristo en la cruz, el hombre en el mármol como en Miguel Ángel, unas páginas con los versos de David María Turoldo o de Clemente Rebora, con el pensamiento de Carlo María Martini. Ser es hacer. Hacer es una acción. Los mirábamos mientras en su caminar placido, siempre el cigarrillo entre los labios, no renunciaba a cuatro palabras, las que intentaban armar un imposible rompecabezas, los de los pueblos, los del mundo. Fe y verdad que seguimos intentando conciliar. Fue personaje incómodo para algunos, hablando de poesía o de humanidad, de un bel cuadro, de un tramonto en Venecia o de Dios.

Cuando los policías le preguntaron qué estaba llevando en su equipaje, le contestó que ahí adentro guardaba medio puerco. Uno de ellos entonces, no sabemos si en chiste o más bien seriamente, le preguntó si era ¿vivo o muerto?, Ioanin se rio de tanta estupidez. Por todo lado los policías resultaron ser iguales. Era un emigrante, como muchos ad aquellos que después de la segunda guerra mundial se fueron a Suiza, Bélgica o Francia, después de haber sufrido la prisión, los campos de concentración, pero sobre todo la miseria y el hambre. El hambre que hacia sufrir los calambres al estómago. Todos los padres y los abuelos que tuvieron el coraje de contárselo a sus hijos y a sus nietos, escribieron ya un libro de historia oral, para aquella generación el más importante. Ioanin lo hizo con su melancolía y su alegría, y no es un oxímoron, lo hacía en las largas noches de verano, bajo un árbol de higos, cantando y riendo con mi tío Giovanni, con mi papá, con mi tío Gelmo, con otros amigos recordando que desde la Tour Eiffel el lograba ver el campanario de Cecchini, que desde Moulin Rouge vio salir las mujeres que luego hizo enamorar, pero también que en Francia como en Bélgica los anfitriones no fueron tan amables como ellos esperaban. Pensando en lo que hoy es nuestro país, sin memoria y sin esperanza, los chistes que Ioanin iba contando bajo aquel árbol de higos, resultan ser arqueología, narraciones necesarias, poesía.

Foto: Archivo Sante Rosalen, “Foto di famiglia”, Cecchini años ‘60

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