Maurizio Bagatin
Los habitantes del Cantón han siempre vivido en un barrio aparte. En un territorio que también incluía la Vía San Antonio, y con un topónimo así, desde siempre fue una zona especial para todos, por su historia, siendo el lugar de fundación de Cecchini, y por su ubicación estratégica, anclada a un rincón del pueblo. Cuenta una leyenda que hasta Atila pasó por ahí destruyendo un castillo. Quien atraviese el Cantón hoy podrá aun imaginar su pasado, casas pegadas una a otra y con su puertita próxima a la calle, un emparentamiento de pequeñas construcciones que incluía la que fue la primera Polisportiva, La dolce idea del Nancio, el taller del Cici Miorin, la casa de la maestra Zorzi y la del nuestro Secret Agent. Una fauna irresistiblemente simpática y vivaz.
Toni Urban no podía ser que de este barrio, nacido con el gran frio del ’29, templó su carácter en los años de la guerra y de la miseria. Como sargento de los Alpinos, solo a él le podía ocurrir hacer desfilar a “sus soldados” en medio de un maizal, bajo el solleone y la canícula del verano. Obrero y campesino como muchos en aquellos años, los «metalmezzadri» como los definió el escritor Massimiliano Santarossa, él era el único que cuando se acercaba el patrón de la fábrica le decía: “¡Ándate que me haces perder tiempo!”. Tenía aun en cuerpo y en la mente el tiempo biológico. Al bar era estratega en escoger su pareja para el juego a naipes, como también “escogía” a los adversarios, no siempre fueron estrategias victoriosas, pero sí siempre fueron folclóricas. Seguidor de una filosofía toda suya, una simbiosis entre el “pesimismo cósmico” y el “optimismo metafísico”, que siempre supo resumir en su amor por el pueblo, su pueblo. Le preguntaba a quienes habían viajado o permanecido afuera de Cecchini: “¿Te fuiste a Milán?, ¿qué hiciste allá? ¿Y no has vuelto a casa después?”. Cecchini era el centro del mundo, de su mundo, el Cantón, la fábrica, los campos, el bar, la misa los domingo, personajes de fabulas de Grimm, en algunos casos las de Esopo. Al final todo es lo mismo, todo fluye, panta rei según Heráclito, y asi también para Toni Urban, entre pesimismo cósmico y optimismo metafísico.
Franco Fava, “tocando de oído” acordeón y violín, artista un poco por genio y un poco por necesidad. Después de la guerra la inocencia y la despreocupación reinaban, y creo que también la felicidad roció al ser humano, y si no fue ella era algo muy parecido. Con el Pupo crearon un genial grupo musical, el “Duo Fumera”, Franco tocando acordeón y violín y el Pupo una especie de caccavella (antiguo instrumento folclórico) rudimentaria hecha con un bidoncito y una caña de bambú, de la cual salía un sonido particular, parecido a un eructo o a un pedo, y todos los domingos iban entreteniendo a los clientes de una famosa taberna de Piancavallo, la Baraca del Saúc. La música de aquellos años era “tocando de oído”, tal vez sin conocer ni siquiera una nota musical, pura improvisación jazzística, inventándose lo imposible.
A la maestra Zorzi la llamábamos así, aunque era la María Giovanna Rossetto Zorzi, una mujer muy sufrida que llegó a Cecchini desde Sesto al Reghena, tierra consagrada por Ippolito Nievo y con alrededor los ilustres burgos de extrema belleza, Cordovado, Bagnarola, Fratta, Teglio, el pueblo de la poesía, todos recién horneados en Las confesiones de un italiano. Un poco de todo esto nos enseñó. Una maestra da pestanaie & berebech, con la cual íbamos a cosechar grisoi (Silene Vulgaris) e bruscandoi (humulus lupulus L.) en clases teóricas y prácticas de botánica y de cocina, un poco de historia y mucha geografía peripatética, aprendimos de ella que Italia era considerada el Jardín de Europa. Un eufemismo hoy. No tuvo hijos y nosotros suplíamos esta tremenda ausencia; en la Pascua nos regalaba un huevo de chocolate a todos y por la Navidad un turrón Sperlari. Por las tardes íbamos a su casa, en el Cantón, donde el marido Alcide Miotto, un bohemio que nunca trabajó en su vida, llegaba y se sentaba a ver la televisión mientras ella seguía paciente que hiciéramos nuestras tareas. A veces llegaba el Corradino con alguna encomienda, parecía ser un hijo adoptado, a veces oíamos a la radio la música que ella amaba, afuera el ritmo de los campos, alguien que pasaba en bicicleta hacia la casa del bicicletero, Cici Miorin, el silencio del invierno, un chiste de Ioanin Piccinin, una arqueología entrañable.
Como Antínoo, el amante del emperador Adriano, “…se muere a todas las edades: mueren jóvenes los que son amados por los dioses…”, Toni Canzi, su hermano de mi compañera de colegio, la Patrizia…el Titti que quiso atravesar la vida como si fuera un James Dean lleno de furor, “siempre demasiado joven para morir, siempre demasiado rápido para vivir”. Y Andrea De Bon, débil en un mundo cruelmente fuerte…mi primo Giacomo, con el nombre de mi abuelo y de mi bisabuelo…Sergio Corazza, sólo en medio de tanta indiferencia…la Paola “Caldana” y Alessandro Battiston, Luciano Piccin, víctimas de las enfermedades del llamado progreso, Michele Sist… cuantos, tantos, todos jóvenes queridos por Dios y por los dioses.
Mario el peluquero, nacido por este oficio, como pocos tienen la suerte de nacer, un electricista porque también su padre lo fue, el cantinero porque su padre era dueño del bar. Pero Mario era algo extraño, si hubiera nacido, por ejemplo, al sur de Italia, hubiera sido peluquero también, y ahí se habría quedado charlando hasta la diez de la noche, como aquellos peluqueros sicilianos o de la Apulia, los que abren a las cuatro de la tarde y en verano a la seis y se quedan ahí cortando el pelo y acortando barbas hasta que la plaza del pueblo no se quede desierta y nadie ya tenga nada que contar. Porque cortar el pelo y acortar las barbas es un arte, y la charla del barbero, también es un arte.
Imagen: Ramiro Lisotto, “Ritratto di Franco Fava”, 1968