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Cada persona una novela IV (Los personajes de mi pueblo)

El Bafo era un mezzadro (traducible en aparcero, arrendatario o colono, dependiendo la época y el lugar…) clásico de nuestra tierra. De los que se establecieron inicialmente bajo un patrón cuando la Serenissima seguía brillando en el mar y el Dux tenía que alargar poderes y estrechar buenas amistades. Familias que cargaban en una carreta todas sus esperanzas. Vinieron tiempos mejores para algunos, y tiempos peores para otros. El Bafo parecía llegado de una isla asiática, sus rasgos somáticos eran orientales, su piel morena y, viéndolo sentado pacifico en las largas noche de verano, mientras el solo humo de un cigarrillo le hacía compañía, podía tranquilamente ser confundido por un campesino de la Mongolia o un meditabundo sherpa del Tibet. Mirando al infinito y, en la negritud de sus ojos, congelando alegría y profundidad. No era arisco, pero nosotros, jovenzuelos de la Via Paal, temíamos sus reacciones cuando, llenos de solar energía, íbamos por nuestras aventuras pisando con nuestras bicicletas o nuestras motos los alfalfares o eliminando los primeros surcos de maíz, camino a la Ribuzzana. Se reía el, de nuestras travesuras y luego, viéndolo tan elegante y con su cigarrillo encendido al salir de la misa de los domingos, lo mirábamos como si fuera otra persona, tan distinta del mezzadro de los demás días de la semana.

El Gat era de una especie salvaje y tuvo una vida salvaje como todos sus hermanos. Será por el gen o por el ambiente donde se criaron o, simplemente, por todas las leyendas que entorno a ellos se fueron construyendo. Cuentan que su apodo se lo debe a su excepcional habilidad en imitar el maullido del gato, no había gato que resistiera y no había humano que no lo creyera un felino. Iba de bar en bar, de Big red en Big red da Eligio al Bar Centrale, y seguramente no se murió de sed.

Tacabanda iba con el Califfo rojo, una motocicleta que olvidaba puntualmente en el lugar desde donde despedía el día. Como el loco del pueblo o el extraño ser que parece nunca haberse orientado con la realidad, Tacabanda hacia parte de una fauna que iba permanentemente saliéndose de toda las casillas que el “ser normal” lo quiso meter. Para muchos era la luna o fue el vino, un amor perdido o que nunca llegó, fueron el padre y la madre, el solo hecho de haber nacido, quizás, flores del mal necesario para que otros vean en ellos la belleza que nunca fue. Tal vez solo el apodo, que en los pueblos vale mas que la misma vida, seria un intento de lo que tanto buscamos, un indicio, una explicación.

El organista de la iglesia era Vivan, sentado frente al órgano o en su tractor anaranjado, son las solas imagines que de él me quedan bien marcadas. Aunque si me esfuerzo un poco lo veo también llevando en su FIAT 500 Giardiniera todo el batallón familiar a la misa del domingo. Vivía en las entrañas del Bosc, en aquellos lugares que hubieran gustado a los hermanos Grimm o a Hans Christian Andersen. Aislados y rodeados por la naturaleza, en casitas humildes y acogedoras, hogares de fabulas que hoy extrañamos y seguimos soñando en nuestros lapsos de melancolía. Sigo viendo un retrato familiar, fotos opacadas por el tiempo de parejas sencillas en el día de su boda, están ahí en cuadros colgados a paredes desnudas, abajo una lacena ordenada, las tacitas de café para cuando vendrán de visita los parientes lejanos, las fotos de los hijos en el día de la comunión, la botella de grappa para las grandes ocasiones, en un rincón todas las facturas de la luz y el recibo de la última pensión cobrada.

El más bello del Bosc fue siempre y solamente uno. En los años sesenta, al ritmo del boogie-woogie, de las chicas en minifaldas y de la “Via Bosco de los amores” (genialidad de un artista de nuestro pueblo), Ferruccio recibió una promesa de amor de la chica mas enamorada de él: “Si un día me casaré será contigo, con el más bello del Bosc, con nadie más”. Pero muchas otras lo querían y él no estaba destinado a ella. Ella nunca se casó y el mas bello del Bosc quedó el para siempre.

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