Bolivia vive desde hace siglos en una guerra civil encapsulada, larvada, que no se deja ver sino en los momentos de mayor tensión sociopolítica.
La lucha no es entre demócratas y autoritarios, sino entre autoritarios de diferentes tipos y bajo diferentes eslóganes. Porque tanto la izquierda como la derecha están aglutinadas en corporaciones en las que no importan la meritocracia ni la racionalidad, sino el carácter fuerte y temerario, atributos organizativos que son propios de las sociedades tribales (revisar Habermas y Popper) y que generalmente atraen el entusiasmo de la masa acrítica.
Salvando contadas excepciones que prefieren mantenerse al margen del fanatismo o una posición cerrada, lo que veo es una Bolivia profundamente fracturada en dos bandos: uno liberal-conservador (si es que vale esta categoría aparentemente contradictoria) y otro nacional-popular. (La semiótica de este fenómeno puede verse en las concentraciones a los pies del Cristo Redentor y a los del monumento Chiriguano). Ambos tienen aspiraciones diferentes en cuanto a economía y nación e identidad se refiere, pero no en cuanto a formas de asociación, organización ciudadana y toma de decisiones. La forma de pensar de cada uno es en apariencia distinta, pero temo que en realidad es bastante similar a la del contrario. Y dado que ahora Santa Cruz está cobrando mayor protagonismo, la lucha se ha hecho, además de política y social, interregional.
Temo que si en el futuro próximo ingresara en el poder un gobierno de derechas, este podría implementar pocas reformas positivas —o quizás ninguna— debido a dos factores: 1) la férrea resistencia político-cultural que le presentaría el ala nacional-popular boliviana, hoy empoderada, y 2) la mentalidad conservadora y corporativista de su mismo partido (como ya se vio durante el gobierno Áñez). Estamos hablando, entonces, de una realidad en la que tanto los de izquierdas como los de derechas están asentados en formas organizativas reacias a cambios estructurales (como sería, por ejemplo, la instauración de la meritocracia). Si hiciéramos una analogía entre los sindicatos y federaciones del Ande y las logias y fraternidades del oriente, tenemos que la mentalidad colectiva en todos ellos es básicamente la misma.
En nuestros días, la dicotomía liberal-conservador/nacional-popular puede denominarse también pitismo/masismo. No vamos a hablar sobre el carácter antidemocrático del masismo, pues ya se ha dicho mucho sobre él, pero sí será bueno reflexionar brevemente sobre el carácter poco creativo del pitismo. Nació este como un movimiento ciudadano con un objetivo común (sacar al MAS del poder) pero muy heterogéneo socialmente hablando. En él había —y hay hasta hoy— personas de muchas clases, tendencias y credos. Eso hace que el pitismo no pueda entenderse como una organización política propositiva sino solamente de reacción. Es por eso que el pitismo, heterogéneo en esencia, difícilmente podrá organizarse en partido político dada justamente la diversidad de tendencias e intereses particulares que tienen sus numerosos integrantes. Ahora bien, que no pueda convertirse en un partido político serio no quiere decir que no pueda reorganizarse ante un eventual atropello de las libertades ciudadanas perpetrado por el MAS. En ese caso, podría arrimar a sus filas a círculos e individuos liberales, como ya lo hizo en 2019, pero solo momentáneamente y durante la crisis; no para formar en el futuro un proyecto en común.
En conclusión, Bolivia se debate entre dos formas de ver el futuro aparentemente antagónicas pero en el fondo muy similares. La diferencia está en que Santa Cruz tiene un modelo económico particular (y exitoso, por cierto) y puede despegar materialmente mucho más que otros lugares. Entonces, de mantenerse las tensiones así, la próspera capital oriental se verá mermada en su progreso y entonces no sería raro que el día de mañana los focos separatistas del oriente irradien la idea de la independencia. La única forma evitar esa eventual escisión sería instaurando un Estado de Derecho bajo la tutela de un gobierno liberal.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario