Maurizio Bagatin
“Nacido en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899”, iba narrando el entrevistador, Borges lo dejó hablar hasta que llegó al final de su oración. Le tocaba a él ahora, y con la sonrisa en los labios le contestó que “tal vez nada de todo esto ocurrió”. Humor inglés en las venas.
Tal vez buscaba la maravilla de oro, como Nietzsche. Transformando la memoria y el olvido de todos los tiempos, aquella Babel eterna adonde residen la multitud de hombres que fue Borges. O solo el personaje que Borges creó, Borges. En colaboración con la gente, dijo el mismo Borges un día.
Un alquimista ciego al acariciar la palabra en sus campos de batalla, la memoria y la biblioteca. En sus pocos escenarios: un departamento, los cafés de Buenos Aires, algunas ciudades de Europa que logró conocer.
Somos los que se van. La numerosa nube que se deshace en el poniente es nuestra imagen. Incesantemente la rosa se convierte en otra rosa. Eres nube, eres olvido. Eres también aquello que has perdido.
Obsesiones fantásticas, figuras de Kafka en un laberinto, seres imaginarios espejándose, la aventura de Borges fue como la de aquellos maestros que dieron inicio a la química. El minotauro con mil máscaras, un Quijote totalmente recreado, la invención como fuerza de supervivencia a lo absurdo, la imaginación a reflejo de una imagen y de todas las imágenes.
En el Cementerio de los Reyes de Ginebra, como si estuviera en uno de los cafés de Buenos Aires, Borges no deja de barajar los naipes, una sota de copas para Robert Musil, el rey de espadas para Juan Calvino, un caballo de bastos para Jean Piaget, el as de oros para él.
Y mientras cree tocar enardecido El oro aquél que matará la Muerte. Dios, que sabe de alquimia, lo convierte En polvo, en nadie, en nada y en olvido.
Transformándose en la memoria de Shakespeare, en el libro de arena.