Estos días que estuve entre La Paz y otras ciudades del país, caminando por sus calles, los mercados, subiendo a micros y trufis repletos, pude sentir en carne propia esa realidad cruda que ya se veía venir hace tiempo, pero que no quisimos o no supimos mirar de frente. Ahora, la crisis nos pasa la factura sin rebaja y con recargo. Hay bronca, impotencia y también resignación en la mirada de la gente. Esa resignación que duele, que pesa en el cuerpo y en el bolsillo. En un minibús que tomé en la Pérez Velasco, mientras caía una lluvia fría, el chofer frenó en seco y le gritó al pasajero que acababa de subir y pagó dos bolivianos:
—¡Si no tienes el pasaje completo, te bajás! El pasaje es dos bolivianos con cuarenta centavos.
El pasajero, un hombre mayor con el saco remendado, respondió apretando la mandíbula:
—¿Desde cuándo ha subido, pues? Si el Consejo Municipal ha dicho que no ha subido el pasaje. Además, soy adulto mayor. Ya es el colmo, nadie respeta nada y todos hacen lo que les da la gana.
El chofer murmuró algo entre dientes y arrancó de golpe. Nadie dijo nada más. Cada quien apretó su moneda como si fuera el último peso que le quedaba en la vida.
El país está entrando en terreno desconocido, y no precisamente por avances. Bolivia atraviesa uno de sus momentos más duros en décadas. La crisis económica, social y política ya no es un titular de periódico, es una realidad que se siente en cada esquina: en el mercado, en la parada de micros, en la fila de la estación de servicio. No hay dólar, no hay gasolina, no hay azúcar, no hay carne. Y si hay, el precio es un castigo. La canasta familiar se ha convertido en un lujo, la comida escasea en los hogares y el sueldo ya no alcanza ni para la mitad del mes. La escasez de combustible ha paralizado el transporte en muchas ciudades, mientras los precios suben sin control y los ánimos se caldean en cada esquina. Ya no se habla de crisis; se habla de un país al borde del abismo.
El precio del transporte ha subido porque no hay gasolina ni diésel. Los camiones con alimentos no llegan a los mercados porque las carreteras están destruidas o cerradas por deslaves y bloqueos. El transporte público es un campo de batalla. Los choferes de micros, trufis y minibuses discuten a gritos con los pasajeros por 10 o 20 centavos. Algunos suben el pasaje sin avisar; la gente se resigna a pagar lo que les pidan, y los que no pueden, caminan. La población está harta, pero no tiene otra opción. La vida se ha vuelto cuesta arriba, y cada día que pasa el peso de la crisis se siente más en la espalda del boliviano de a pie.
La escasez de combustible es la chispa que encendió el caos. Filas eternas en las gasolineras, revendedores que venden gasolina en botellas de plástico a precios impensables. El litro de gasolina, que debería costar 3.74 bolivianos, se vende hasta en 15 o 20, si es que se consigue. Hay zonas donde ni los policías ni las ambulancias tienen combustible. El país, literalmente, se está quedando sin movimiento.
El gobierno ha anunciado “medidas” para garantizar el suministro de combustible, pero la realidad es otra. Se autorizó la importación de gasolina por vía terrestre desde Argentina y Brasil, pero eso apenas alcanza para apagar incendios en las principales ciudades. Las provincias y el área rural siguen a oscuras, sin diésel para los tractores, maquinaria y camiones ni gasolina para las ambulancias. Hay productores que prefieren dejar que se pierda la cosecha antes que pagar el transporte. La escasez es generalizada y la angustia crece.
La ausencia de divisas es otra herida abierta. Los bancos limitaron totalmente el acceso al dólar, las casas de cambio suben el precio cada día y el mercado negro hace su agosto. Los economistas advierten que la falta de dólares podría derivar en un corralito financiero. La gente ya lo teme. Los rumores corren como pólvora. Hay quienes han sacado todo su dinero del banco; otros intentan comprar dólares aunque les cueste el doble. La devaluación del boliviano es casi un hecho en la mente de muchos, aunque el gobierno insista en que la economía está “sólida y estable”. Nadie cree en esos discursos.
Mientras tanto, los productos básicos se disparan. La harina, el arroz, el azúcar, el aceite… todo sube sin control día tras día. La carne se encarece más y más, y los friales comienzan a cerrar más temprano porque no tienen cómo reponer mercadería. Las amas de casa hacen malabares para preparar la comida del día. Los comerciantes se ven obligados a subir los precios o cerrar sus negocios. Los mercados se vacían rápido, no porque haya abundancia de clientes, sino porque no hay mercadería que vender. Y en medio de todo, la especulación y el agio son la norma. Nadie controla nada, nadie fiscaliza nada.
Donde se vaya, en todos los mercados, comerciantes discuten con sus clientes, que piden rebaja, aunque sea de unos centavos, mientras las caseritas responden que “ni para el pasaje alcanza”. En Santa Cruz, los vendedores de carne explican que ya no hay diésel para traer ganado y que los precios suben porque nadie quiere perder. Las discusiones se han vuelto comunes. Los reclamos, más fuertes.
El país está paralizado. Las lluvias han destruido más de lo que han salvado. En Pando, Beni, La Paz, Cochabamba y Santa Cruz hay municipios enteros incomunicados. Puentes caídos, carreteras intransitables, pueblos que esperan ayuda que nunca llega. La emergencia por los desastres naturales es evidente, pero la respuesta estatal es débil y desorganizada. La gente sobrevive como puede, y el Estado brilla por su ausencia. Las autoridades están más ocupadas en pelearse que en gobernar.
El escenario político no ayuda. El partido de gobierno se ha partido en dos y sus facciones se tiran piedras sin importarles el país. Evo Morales y Luis Arce están en plena guerra electoral, cada uno jugando su ajedrez personal mientras el pueblo hace cola para conseguir pan. En la Asamblea Legislativa, la guerra política entre evistas y arcistas bloquea la aprobación de créditos internacionales que podrían dar algo de respiro a la economía. La oposición, mientras tanto, juega su propio partido: más denuncias, más insultos, pero ninguna propuesta concreta. La política nacional se ha convertido en un campo de batalla donde todos se acusan de corruptos, traidores y vendepatrias. Mientras se tiran piedras, los bolivianos hacen fila para comprar un litro de aceite.
La inflación sigue su curso. Los precios suben mientras los salarios se congelan. La canasta básica se ha vuelto inalcanzable para la mayoría. Los mercados populares parecen zonas de guerra: discusiones por el precio de la papa, peleas por el último litro de aceite, colas para comprar pollo que se agotan antes de mediodía. La economía informal sobrevive, pero a costa de especulación y agio. Nadie controla nada. Nadie quiere controlar nada.
El Bicentenario se acerca. Bolivia, camino a los 200 años de vida independiente, enfrenta una crisis social sin precedentes. La sensación de incertidumbre es total. La confianza en las autoridades se ha evaporado. Los líderes políticos piensan en elecciones mientras el país se desangra. Los movimientos sociales, que antes eran bastiones de resistencia, hoy están divididos, cooptados o rendidos. La gente resiste, como siempre, con dignidad, pero el cansancio es evidente.
En el fondo, Bolivia parece haber quedado a la deriva. La sensación es que no hay capitán en el barco, y que todos están más preocupados en salvarse solos antes que evitar el naufragio. El gobierno lanza parches que no solucionan nada, las instituciones están rebasadas y la gente empieza a perder la paciencia. Las protestas crecen, las marchas son más frecuentes, los paros más duros. La bronca está en el aire, y el miedo también.
En medio de todo este caos, doña Pancha mira el cielo como esperando que llueva algo de esperanza. Don Eusebio, al ver la cola interminable en la gasolinera de la esquina, suspira profundo y dice:
—Esto ya no es país, es un campo de batalla.
Un viejito que ajusta su sombrero mientras pregunta el precio del litro de aceite, agrega:
—Aquí solo queda rezar, porque los que mandan no saben qué hacer… o no quieren saber.
La reflexión es simple y cruda: sin cambios profundos, sin líderes que piensen en el bien común y no en su bolsillo o en su campaña, Bolivia corre el riesgo de seguir girando en el mismo círculo vicioso. La esperanza está herida, pero no muerta. Solo hace falta que alguien, de una vez por todas, decida gobernar para el pueblo y no para su grupo. Mientras tanto, los bolivianos seguimos esperando que la tormenta pase… aunque cada día parezca más difícil creer que el sol va a salir.
Julio Cesar Salamanca Veizaga