En la plaza del pueblo, los vecinos se acomodan en las bancas. Cheyo, un hombre de mediana edad con mirada reflexiva, observa una publicación de Facebook en su celular. “Doscientos años… ¿y qué hemos logrado?”, murmura. A su lado, don Pachi, con su eterna camisa y su pantalón corto asiente con resignación. El Bicentenario de Bolivia está a la vuelta de la esquina y la pregunta inevitable resuena en cada conversación: ¿tenemos algo que celebrar?
Desde su fundación en 1825, Bolivia ha transitado por una historia turbulenta. Entre caudillos, dictaduras, revoluciones y democracias frágiles, el país ha pasado de ser una joven república a un Estado que aún busca consolidarse. La historia ha estado marcada por guerras perdidas, territorios entregados y crisis cíclicas que nunca parecen resolverse.
El primer siglo de Bolivia se debatió entre guerras externas e internas, estuvo definido por conflictos fronterizos y guerras civiles. Perdimos el acceso al mar tras la Guerra del Pacífico, libramos la desastrosa guerra del Acre y el Chaco, y sufrimos constantes golpes de Estado que fragmentaron aún más nuestra débil institucionalidad. La Guerra del Pacífico (1879-1884) marcó un punto de quiebre al privarnos de nuestra salida al mar, mientras que la Guerra del Chaco (1932-1935) evidenció la precariedad del Estado y su desconexión con las mayorías indígenas y campesinas. Mientras otros países avanzaban en su desarrollo, Bolivia parecía condenada a la inestabilidad.
El siglo XX trajo consigo grandes transformaciones. La Revolución de 1952 marcó un hito con la reforma agraria, el voto universal y la nacionalización de las minas, pero los problemas estructurales persistieron. Sin embargo, décadas después, las dictaduras militares sumieron al país en un periodo de represión y crisis económica. Con el retorno a la democracia en 1982, Bolivia experimentó un nuevo inicio, trajo estabilidad política, pero también crisis económicas. La estabilidad duró poco. La hiperinflación de los años 80 obligó a asumir reformas neoliberales en los 90 que estabilizaron la economía a costa del empobrecimiento de muchos bolivianos, profundizando la desigualdad.
El siglo XXI prometía ser distinto, el auge del gas y los hidrocarburos permitió un crecimiento sin precedentes, pero la falta de diversificación económica nos ha llevado nuevamente a la incertidumbre. La llegada de Evo Morales al poder en 2006 significó un cambio radical en la política boliviana. Se impulsaron políticas sociales y se dio voz a sectores históricamente marginados. Sin embargo, el desgaste del modelo, la corrupción y las pugnas internas dentro del MAS han dejado al país en una encrucijada. Hoy, la crisis económica y la fragmentación política amenazan con borrar los avances logrados.
Bolivia enfrenta una crisis multidimensional. En lo económico, la dependencia de las materias primas sigue siendo el talón de Aquiles. La falta de dólares, la inflación y la escasez de combustibles afectan a todos. Mientras tanto, el desempleo y la precarización laboral se profundizan, sin que existan políticas claras para reactivar la producción y generar empleo digno y las reservas internacionales están en mínimos históricos. La promesa de industrialización sigue sin cumplirse, la infraestructura sigue siendo precaria y las inversiones se han visto frenadas por la inestabilidad política. Mientras algunos insisten en que Bolivia ha avanzado en estos 200 años, la realidad es que el desarrollo aún no se siente en la mayoría de los hogares.
En el ámbito social, los problemas estructurales persisten. La educación sigue relegada, con infraestructura deteriorada y salarios bajos para los maestros. La salud pública está colapsada, con hospitales sin insumos y largas filas de pacientes. La desigualdad es evidente: las brechas entre el campo y la ciudad, entre ricos y pobres, entre hombres y mujeres, siguen marcando el día a día del país.
Políticamente, Bolivia está dividida. El MAS, que dominó la escena en las últimas dos décadas, se fractura entre “evistas” y “arcistas”, mientras la oposición —que no se ha repuesto de los certeros golpes recibidos— sigue sin rumbo, repitiendo los errores de siempre. Las elecciones se acercan y el panorama es el mismo de siempre: más peleas, más insultos, más promesas vacías. Ningún sector parece ofrecer una salida real a la crisis.
En medio de esta incertidumbre, el Bicentenario se presenta como una oportunidad perdida. Se anuncian celebraciones, desfiles y discursos grandilocuentes, pero no hay un proyecto de país claro. No hay políticas de largo plazo, no hay inversión en ciencia y tecnología, no hay un plan de desarrollo sostenible que trascienda a los gobiernos de turno.
Bolivia necesita dejar de repetir su historia. No podemos seguir atrapados en la lógica del conflicto permanente, en la política del enemigo interno, en el reciclaje de liderazgos gastados. Es momento de pensar en un país con instituciones fuertes, con un Estado eficiente y con una ciudadanía activa y exigente.
Las soluciones no vendrán de los mismos de siempre. La transformación debe partir de la sociedad, de quienes han sido testigos de los errores del pasado y no quieren repetirlos. Bolivia necesita una nueva generación de líderes, con visión de futuro, con compromiso real con el país, con capacidad de construir consensos y no solo de administrar crisis.
El desafío del Bicentenario es romper con la resignación. No podemos conformarnos con discursos de victimización ni con falsas promesas de cambio. Necesitamos una verdadera revolución educativa, económica y política. Un pacto social que garantice desarrollo inclusivo y equidad para todos. Sin embargo, la historia nos ha enseñado que Bolivia es un país de resistencia. A pesar de los errores y las crisis, la gente sigue luchando, innovando y buscando soluciones.
En la plaza, don Jaco se levanta y se despide de sus amigos. “Nos vemos mañana” dice con una sonrisa cansada. Doña Chichita, en cambio, sigue pensando. “Algo tiene que cambiar”, murmura. Hay quienes recuerdan la historia con nostalgia, otros con crítica, y algunos con desdén. «Doscientos años y seguimos igual», decía don Luchito, un jubilado que había visto pasar más de una docena de gobiernos. «No hemos aprendido nada». «Tal vez el problema es que nos acostumbramos a sobrevivir en la crisis», reflexiona doña Juanita, una maestra que aún no se jubila. «Pero no hemos aprendido a construir en la estabilidad». Zencho, un joven que ha escuchado toda la conversación, finalmente interviene: “Pero si seguimos votando por los mismos de siempre, nada va a cambiar”. Tal vez ahí esté la clave: en dejar de repetir la historia y empezar a escribir un futuro distinto.
No se puede hablar de un Bicentenario sin preguntarse qué país queremos construir para el futuro. Si seguimos atrapados en la lógica del pasado, si seguimos confiando en quienes nos han demostrado una y otra vez que no tienen la capacidad de transformar Bolivia, entonces dentro de 50 años seguiremos teniendo las mismas conversaciones en la plaza, esperando un cambio que nunca llega.
Los países que han logrado salir adelante han apostado por la educación, la innovación, el respeto a las instituciones y la participación activa de la sociedad civil. Bolivia no puede quedarse atrás. Necesitamos un proyecto de país que vaya más allá de la coyuntura política, que no dependa de un solo partido o de una sola figura, sino que sea el resultado de un acuerdo colectivo para un desarrollo inclusivo y sostenible.
El reto del Bicentenario es romper con la inercia, dejar de lado la resignación y exigir cambios concretos. No basta con discursos ni con promesas de campaña. Se necesita una ciudadanía activa, que cuestione, que exija y que participe. Porque si seguimos esperando que el cambio venga desde arriba, nos encontraremos en 2030 con la misma frustración de siempre.
El Bicentenario no debería ser solo una fecha de celebración en el calendario. Debería ser un punto de inflexión, una oportunidad para replantearnos el país que queremos. Bolivia tiene todo para salir adelante: recursos, talento y gente dispuesta a luchar. Solo falta una cosa: voluntad política y social para hacer las cosas de manera diferente.