“La política no tiene relación con la moral.” — Nicolás Maquiavelo
La frase no es una provocación. Es una advertencia que atraviesa el momento político que vive Bolivia. Este balotaje no es una elección entre dos proyectos de país. Es una confrontación entre dos estrategias de desgaste, donde el poder se ha convertido en un fin que justifica cualquier medio. Lo que debía ser una contienda democrática se ha degradado en una guerra sin reglas, sin ética, sin límites. Los candidatos no compiten por convencer, compiten por sobrevivir. Y en esa batalla, las ideas han sido las primeras víctimas.
El debate vicepresidencial del 5 de octubre fue una muestra clara de lo que está en juego: no el futuro del país, sino el control del relato. Las reglas del Tribunal Supremo Electoral fueron ignoradas. No hubo moderación, no hubo respeto, no hubo propuestas. Lo que debía ser un ejercicio democrático se convirtió en un espectáculo de provocaciones. Y lo más grave: nadie asumió responsabilidad. La institucionalidad quedó reducida a un decorado. El pacto democrático, a una consigna vacía.
La campaña se ha convertido en un campo de fuego cruzado. Las redes sociales amplifican el odio. Los ciudadanos se polarizan, repiten consignas, atacan sin escuchar. Y lo más grave: se resignan. La política dejó de ser un espacio de construcción colectiva para convertirse en una competencia de cinismo. La palabra “gobernabilidad” se repite como mantra, pero nadie explica cómo se la va a sostener. El respeto por el adversario ha sido reemplazado por la lógica del exterminio simbólico.
El debate presidencial del 12 de octubre se anuncia como distinto. Más tiempo, más moderadores, más temas. Se han definido once áreas clave: medidas económicas, contención social, justicia, seguridad jurídica, seguridad ciudadana, salud, educación, hidrocarburos, litio, minería y agricultura. Pero si el fondo no cambia, si los candidatos siguen apostando al desgaste del otro en lugar de construir, entonces no será un debate. Será otra rendición. Y cada rendición debilita la democracia. Cada evasión consolida el desencanto. Cada silencio disfrazado de discurso erosiona la confianza pública. Porque cuando el espacio que debería servir para contrastar ideas se convierte en un escenario de cálculo y simulación, lo que se pierde no es solo el contenido: se pierde el sentido mismo del ejercicio democrático. Se pierde la oportunidad de escuchar propuestas que respondan a las urgencias reales del país. Se pierde la posibilidad de exigir claridad, coherencia y responsabilidad. Y lo que queda es un simulacro de diálogo, una puesta en escena donde el ciudadano no es interlocutor, sino espectador.
La ciudadanía está atrapada entre dos campañas que no ofrecen respuestas, solo ruido. El voto se ha convertido en un acto defensivo, no en una afirmación política. Se vota para evitar el peor escenario, no para construir el mejor. Y en ese contexto, la abstención crece, la desconfianza se profundiza, y el sistema se vacía de legitimidad.
Los indecisos no son solo una cifra electoral. Son el síntoma de una democracia que no logra convocar. Son el reflejo de una política que ha perdido su capacidad de representar. ¿Qué tipo de liderazgo puede surgir de una campaña construida sobre el miedo, la manipulación y el desgaste? ¿Qué tipo de gobernabilidad puede sostenerse cuando el pacto democrático ha sido reemplazado por la lógica del todo vale? ¿Qué país se puede construir cuando el poder se disputa sin escrúpulos y sin proyecto?
Las encuestas, lejos de ofrecer claridad, han profundizado la confusión. Su credibilidad está en entredicho. Su metodología, cuestionada. Su impacto, manipulado. Cuando los instrumentos de medición electoral se convierten en herramientas de presión, el voto deja de ser libre. Y cuando el voto deja de ser libre, la democracia deja de ser legítima.
¿Estamos dispuestos a aceptar que el poder se obtenga a cualquier costo? ¿Nos conformamos con elegir entre dos silencios disfrazados de discurso? ¿O vamos a exigir que el próximo gobierno sea más que una victoria electoral: que sea una reconstrucción ética del país?
Este balotaje no es una elección. Es una prueba de carácter. Es el momento de preguntarnos si estamos votando por convicción o por resignación. Si estamos eligiendo un rumbo o simplemente evitando el naufragio. Porque lo que está en juego no es solo quién gana, sino cómo se gana. Y si el camino al poder está pavimentado con ataques, mentiras y omisiones, el resultado será tan frágil como el proceso que lo construyó.
Bolivia merece más. Bolivia exige más. Y si los candidatos no lo entienden, que sea la ciudadanía quien les recuerde que el poder no se honra con el cargo, se honra con el país que se deja después.
Porque cuando la política se divorcia de la moral, lo que está en riesgo no es una elección. Es la democracia misma.