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Azoras del Chopo blanco tras la tormenta

Maximiliano J. Benítez

No es menos cierto que hablamos de un temporal cuando ya lo tenemos encima pero que al mismo tiempo nos importan muy poco sus consecuencias. Por esta razón se me hace muy fácil hablar de esta cuestión con cierta comodidad, con cierta conciencia del desafuero.

Supongo que la importancia está en la raíz, en su carácter omnisciente y atemporal. Por lo tanto, para empezar, joven semilla de la posteridad, no busques historias como un mercachifle, no fuerces a los personajes a hacer o decir algo que tú no harías o íntimamente dirías. Si realmente la historia vale la pena, fluirá hasta que ya no pienses más que en el argumento; es como dar una vuelta de tuerca a las cuestiones que de verdad te inquietan o conmueven. Como decía Sabato: No eliges la historia, ella te elige a ti.

«La inspiración existe, pero tiene que hallarte trabajando» sentenció Picasso, y no puedo estar más de acuerdo. En un novelista, esta inspiración de la que habla el pintor sería, entre otras cosas vitales, la trama que enriquece al tema, el tratamiento que le des a la ficción; suele hacer acto de presencia, a veces, en una conversación inocua, en algo que no se dijo, en razones que a veces escapan a la conciencia despierta. O cuando estás currando en otro borrador, con los descartes, por ejemplo. Coge apuntes donde sea: una servilleta, el móvil, una hoja perdida por ahí. Dale la relevancia que tienen, el valor de semilla de lo que vendrá. Pero no conviertas esto en una mecánica fría, de oficinista. Deja que todo vaya sucediendo paulatinamente. No juegues a hacer de espeleólogo en busca de verdades supremas.

Procura no contarlo todo, como en la vida misma, pero tampoco pongas a prueba al lector, o sea, a ti mismo. No juegues al gato y al ratón. De la misma manera, evita las frases hechas, los lugares comunes, ponerte por encima de tus propios personajes. Mírate un momento al espejo y no tengas piedad con lo que ves.

No existe ese síndrome de la hoja en blanco; eso son cuentos. Cuando tienes algo que decir, siempre hallarás el vehículo, no importa en este caso el tiempo. Sabrás, tarde o temprano, que vas a dialogar con tus personajes durante mucho tiempo, y que sus aflicciones son las tuyas, no las de un ente creador que examina la vida como un zoólogo.

Durante ese proceso surgirán dudas, te sentirás solo, no podrás evitar la galería de espejos de otros autores: pasa de ellos olímpicamente. No caigas en el juego. En ese desconsuelo germina parte del contenido de tu obra, por minúscula que sea. Y si aún te sientes extraviado, vuelve a las fuentes, recuerda por qué un buen día te pusiste a escribir; o, para ser más claro: regresa a las viejas lecturas, a la necesidad primaria. Es una buena forma de recuperar la brújula, el sentido de lo que haces. No olvides que escribes porque lees, y no a la inversa. De lo contrario mejor dedícate a un hobby más provechoso como coleccionar llaveros o ver series en Netflix, es más ameno.

Recuerda a Pessoa:

“El poeta es un fingidor.

Finge tan completamente

que hasta finge que es dolor

el dolor que en verdad siente.”

Vas a pasar solo mucho tiempo; física y espiritualmente. Vas a darte de bruces con la realidad, con los intereses ajenos, pero también con su indolencia. No hagas caso a nada de esto, no escribes para recibir aplausos  o ser el centro de algún corrillo. Huye del malditismo, de la pose, de la réplica. No temes perder la razón, tan solo necesitas plagarla para rascar en ella parte de tu propia verdad. La prueba de eso es que sabías lo que iba a suceder y aun así sigues en pie, con el íntimo orgullo de no permitir que las vicisitudes te lastren, te cambien, te derriben.

Sí, también hablaba del Chopo.

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