Andrés Canedo / Bolivia
He vuelto atrás en el pasado, 35 años. He retrocedido, aunque talvez, por lo vivido, pudiera imaginar que he avanzado. Estaba trabajando en la computadora y me quedé dormido. Al despertar, sentía sed y decidí bajar de la planta alta a tomar agua del refrigerador. Al salir de mi cuarto, por supuesto que reconocí mi casa, sin embargo, algo casi imperceptiblemente extraño, se insinuó en mí. Bajé las gradas de siempre, pero las noté un poco más nuevas. Al llegar abajo, la casa era la misma, pero tuve la sensación de que había un leve cambio. Al entrar en la cocina, sí me sorprendí: El refrigerador no era el mismo, sino uno más antiguo que recordaba haber tenido bastantes años antes. Tampoco la cocina, era igual a la de mi presente, sino que en ese momento, era un fogón de 4 hornillas, en vez del de seis actual, o de lo que yo sentía, que era mi auténtico presente. Lo mismo me sucedió con los platos y otros utensilios. Tampoco estaba el microondas. Cuando pasé a la sala, vi que era distinta, con un amoblado diferente, como el de hacía 30 o más años atrás. Pero allí estaba mi mujer, la que me había abandonado 35 años antes. Y ella estaba, claro, en la edad que tenía en aquel tiempo. Ella se asustó al verme: “¿Qué te ha pasado?”, me preguntó. “¿Qué haces tú aquí?”, le respondí. Pero inmediatamente empecé a pensar, que todo aquello era una fantasía de mi cerebro.
Ella me explicó, alarmada, que estaba allí, porque estaba en la casa, que no había salido, que estaba leyendo un libro, donde yo la había dejado una hora antes. Y luego, con temor y con algo de piedad, me dijo que yo había envejecido, muchos, muchos años. Me trajo un espejo, me mostró mi rostro que para mí era el que me correspondía. Yo traté de bromear, y le dije: “Talvez vengo del futuro”. “No hables estupideces”, me respondió y añadió “¿Qué clase de broma es esta?” Me miró como si yo estuviera loco. Le dije: “Tú no correspondes a mi tiempo, tú no eres real”. Entonces, ella tomó mi mano, aunque con un poco de desconfianza, e hizo que le tocara la cara, luego uno de sus pechos, y, ante mi asombro, puso la misma en uno de sus muslos, esos que yo había adorado sin remilgos, sin límites, con toda la pasión de mi ser. Su carne siempre amada, siempre idolatrada por mí, aunque ahora en mi vejez, ya casi borrada en mi presente. “¿Qué año es este?”, atiné a preguntar. “1990, ¿qué año va a ser?” “Es imposible”, le dije, “estamos en 2025”. “Vete a la mierda”, me respondió en medio de una risa nerviosa. “Demuéstrame que estamos en 1990”, le repliqué. Se tomó la cabeza con ambas manos, como intentando asimilar la realidad de esa locura, de mi aparente transformación. “Hay que llevarte al médico”, afirmó, “urgente”. “Primero demuéstrame que estamos en 1990”. Había un diario sobre la mesita, me lo mostró y yo leí, 16 de junio de 1990. Me tomó de la mano y me llevó fuera de la casa. En el garaje, no estaba el Nissan rojo que yo ya no manejaba por precaución debido a mi edad, estaba el jeep Suzuki, de aquellos tiempos. Salimos a la calle, era casi la misma, pero no se encontraba el edificio de 20 pisos de la esquina, no se hallaban las palmeras que habían crecido en la vereda. Pensé, velozmente, que quizá un Agujero de gusano, me había trasladado de un tiempo a otro. Pero eso, parecía un absurdo.
Volvimos a entrar. Intenté darle un beso, pero retiró su boca. “Sabes que lo nuestro se ha agotado, que estoy a punto de irme. Estoy esperando el automóvil que vendrá dentro de una hora a recogerme”, dijo ella. “Sí, lo sé. Sé muchas cosas de nuestro futuro y que, si en realidad estamos en 1990, tú no sabes. No te las contaré, porque eso podría alterar el pasado, y aunque deseo poder cambiar el mismo, sé que eso dañaría un montón de cosas en el futuro. Es posible, que esto mismo, ya las esté cambiando”. “¿Qué es lo que quisieras cambiar?, preguntó. “Quisiera poder hacer que permanecieras en mi vida”, respondí. Me miró, un relámpago de ternura resplandeció en sus ojos. “Sabes que eso no es posible. Sabes que amo a otro, que me voy a ir con él”. “Sí, lo sé”, apenas atiné a responder. “Déjame al menos, hacerte el amor, por última vez, antes de que te vayas”, casi supliqué en mi renovado desamparo. “Eso mismo me pediste anoche, y aunque sin mucha alegría, permití que volvieras a tomar mi cuerpo. Pero anoche eras joven, ahora no sé lo que eres y yo, tampoco sé, si eres real”, argumentó.
Algo le quedaba de ternura, o posiblemente, era simple curiosidad, ganas de experimentar algo verdaderamente inédito. Me tomó de la mano, me arrastró al sofá. Se echó, se levantó el vestido y se quitó únicamente las bragas rojas, ornadas con encaje negro. Abrió las piernas. Yo no me quité la ropa pues no quería ofenderla con mi cuerpo decadente. Sin embargo, mi virilidad había reaparecido como un hecho mágico, como una exaltación del sol en pleno ocaso. Le hice el amor, supongo que bien, pero ella reaccionaba débilmente a mis acciones. No permitió que la besara, aunque sus brazos, por un momento, se prendieron fuertemente en mi espalda. Hasta gimió un poco. Pero le hice el amor, no intentando un orgasmo más, sino pretendiendo modificar el destino o el tiempo, ansiando transmitirle mi verdad, enseñarle por qué debía quedarse conmigo. Yo mismo, iluso, en mi ínfima magnitud de hombre, soñando, desde el pasado, con alterar el futuro.
Yo me dormí con ella a mi lado, pues un sueño invencible se había apoderado de mí. Al despertar, ella no estaba. Yo tenía una sensación de jaqueca e irrealidad. Miré la sala, y era la de 2025. Claro, imbécil de mí, todo había sido como un sueño, pero tan vivo, tan intenso, tan contundente, como el viento que entraba por la ventana abierta. Como los ruidos y las casas de la calle, algunas nuevas; las bocinas del hoy, los olores del aire y de las cosas. La permanencia de las sensaciones vividas, se me arremolinaba en el cuerpo, me erizaba la piel gastada, con la nostalgia ya presente, de un fragmento de vida fugazmente recuperado y otra vez perdido. Ella, mi amor, mi locura, mi ensueño; ella, mi redención, mi luz de vida a pesar de todo; ella y su cuerpo maravilloso e inolvidable, vivían todavía en mí. Empecé a sentir el pesar del presente, la angustia de la retomada soledad, de la vejez irreductible; el río invencible de la noche; empecé a maldecirme por ese desequilibrio que me había impulsado a imaginar tantas cosas, tan intensamente, tan vívidas, que me parecía sentir todavía su aroma en mi piel. Pero no, la casa envejecida era la de 2025; yo era, el habitante solitario de esa casa. No sabía que existiera todavía en mí la capacidad de llorar, pero percibí una lágrima que resbalaba por mi mejilla. “Esto te pasa por idiota”, me dije. Sentí, entonces, que algo tenía aferrado en mi mano izquierda, casi oculto, como si fuera un tesoro que no debía soltar. El calzoncito rojo con encajes negros, allí estaba. Estaba en mi mano, retándome, desafiándome a tratar de entender el amor, el tiempo y esta extraña vida mía.