Materialmente incómodos, escritos sobre una cama, sentado de costado en el colchón como dama en caballo. En el piso, echado, de cuclillas, espalda apoyada en la pared: labor de jóvenes, de articulaciones engrasadas, de pistones arriba abajo, de locomotoras bala.
Así, en la incomodidad de un cuarto pequeño, un aeropuerto atestado, un automóvil, poco puede el intelecto nutrir la página si está distraído en que no se caiga la maquinaria. No todos podemos ser como el cacique al que le amarran los zapatos, al que la Fuerza Armada le hace carambolas y baila como meretriz empistolada.
Entonces necesitas lidiar con la incomodidad mientras al mismo tiempo lanzas estocadas a apus, yatiris, dEregentes, generales, sargentos, misses, ganaderos, industriales y toda la corte del rey Momo, que es variada y sudorosa, hedionda y perfumada, con Rodríguez Veltzé empanadeando con algún feroz cocalero, con aristocráticas señoritas remangando las bragas igual a insutiles sirvientas al llamado del pollino en celo. ¿Cuál? Lo sabemos.
Mirar que el conteo de las palabras no crece, querer engañarte y añadir algunos apartes, puntos suspensivos, oraciones breves que conforman en sí un párrafo, toda la intención y la pericia de los escribas para la labor fundamental que es llenar sin decir, cumplir sin mucho sostén y apenas argamasa.
Ya se me congeló la pierna izquierda; enderezarme ha de costar una rodilla. La nalga adormecida, pinchada por una posición tediosa. Recurro entonces a imágenes del glorioso ejército correteador. Estos, en las guerras, corren mejor que tarahumaras en la sierra, ni se preocupan de cargar con las pistolas de reglamento, las abandonan en las escalinatas, es una banda de Cenicientos, y eso que no los persigue ningún príncipe azul. Tuvieron su tiempo de amos, eran pavos reales con ametralladoras y aire de perdonavidas. Les duró décadas. Oprobio, violación, tortura, muerte. Eran demonios parlanchines, supuestamente ejecutores de alto vuelo. Hoy son la comparsa del Evo, y le bailan al ritmo que ponga él: saya y cumbia, y si les pasa polleras, de polleras andan los generalotes, milicos de pelo en nalga, porque en el pecho lampiños.
Si los habré odiado y odio, que 20 de mis mejores años andaban de mamelucos; no se podía hablar, ni gritar. Al Chino le metieron en La Paz una manguera al culo. Y a Suecia tuvo que ir a olvidarla. Ahora de pronto es la primera línea de la revolución, que en su caso vale por la primera de escape. A la vista de la gendarmería chilena irían a enterrarse en sal allí en Uyuni. Topos, ratas.
Ya intenté todo el Kama Sutra de los escritores, y otros sutras. Nada, ni qué hacer, tendré que soportar la ciática en aras del libre albedrío, del derecho a la palabra. Sin tapujos, que veo colegas que hacen como que atacan, que amagan y golpean elementos secundarios, pero que intentan dejar incólume y limpio al esputo mayor. Necesitarán trabajo. Yo también, pero emigré, y trabajo encuentro sin besar trasero.
Por la mañana me escribe una hermosa mujer de acento que sé y no digo y apenas puedo contestar por los mismos impedimentos. Triste el amor que se arremete en pequeño espacio cuando los años veinte se han ido, y hasta los cuarenta, y casi los cincuenta para el gentil acomodo de los huesos para el sexo en un Volkswagen.
Y escribir es como copular; hay coitos y coitos, extendidos y cortos, extasiados, interrumpidos. Para cada uno hay situaciones des o favorables. Así también a ratos y por más esfuerzo realizado, la página no tiene orgasmo. Duele, por supuesto, te hace sentir inútil, sucio, descompuesto. Mejor, entonces, me compro una mesa y acuesto allí a mi computadora y le abro las piernas para un texto indecente pero válido.