Además de representar un magnífico homenaje a un clásico de la poesía italiana (Orlando Furioso) y a su autor (Ludovico Ariosto), este poema contiene ciertas presencias fundamentales en la obra de Borges. Enumero algunas de carácter metafórico: el libro como metáfora del universo, el sueño como vida y la vida como escritura. También hay otras de carácter temático, entre las que pueden destacarse la épica europea, la lectura y, por supuesto, los árabes y sus maravillas. Los lectores del poema podrán encontrar muchas más en este campo minado de constantes borgeanas.
Empezar diciendo que “nadie puede escribir un libro” es plantearse de una vez el propósito ilusorio de la escritura verdadera: la creación de un mundo. El poeta sólo puede dedicarse a “soñarlo”, un poco a la manera del mago de Las ruinas circulares que quería “soñar un hombre”, no “soñar con un hombre”. Así Ariosto, en su Orlando, se afanó en “soñar lo ya soñado”, que es, de algún modo, escribir lo ya escrito y tejer “en un largo poema” la madeja de un “resplandeciente laberinto” (otra metáfora borgeana), diseminado en diversas historias y leyendas urdidas por “la memoria y el olvido”, presencias, también, muy de Borges, el memorioso, quien en su ontología negativa afirmó una vez que sólo una cosa no hay: el olvido.
Sueños de Oriente y de Occidente encuentra Borges en Ariosto y su Orlando. Los menciona con delicada precisión en su poema. A lo largo de los siglos, esos sueños (el libro) se han convertido en “…una risueña / región que alarga inhabitadas millas / de indolentes y ociosas maravillas / que son un sueño que ya nadie sueña”. El Orlando queda solo, soñándose a sí mismo, sin que lo interrumpan las notas de los eruditos, que en lugar de acompañarlo, se alejan de su sueño, es decir, de su vida.
En Buenos Aires, en una sala desierta, un hombre lee un “silencioso libro” que viaja en el tiempo y que sueña con “agrado lento” un largo «ocio de caminos», tal como lo quiso con deleite su italiano autor. El hombre ve la luz de la tarde que cae sobre la portada de la edición milanesa que acaba de cerrar. Escribe entonces Ariosto y los árabes, que es también un sueño, pero “un sueño presuroso”.
Prof. Freddy Castillo Castellanos
Ariosto y los árabes
Nadie puede escribir un libro. Para que un libro sea verdaderamente, se requieren la aurora y el poniente, siglos, armas y el mar que une y separa. Así lo pensó Ariosto, que al agrado lento se dio, en el ocio de caminos de claros mármoles y negros pinos, de volver a soñar lo ya soñado. El aire de su Italia estaba henchido de sueños, que con formas de la guerra que en duros siglos fatigó la tierra urdieron la memoria y el olvido. Una legión que se perdió en los valles de Aquitania cayó en una emboscada; así nació aquel sueño de una espada y del cuerno que clama en Roncesvalles. Sus ídolos y ejércitos el duro Sajón sobre los huertos de Inglaterra Dilapidó en apretada y torpe guerra Y de esas cosas quedó un sueño: Arturo. De las islas boreales donde un ciego sol dibuja el mar, llegó aquel sueño de una virgen dormida que a su dueño aguarda, tras el círculo de fuego. Quién sabe si de Persia o del Parnaso vino aquel sueño del corcel alado que por el aire el hechicero armado urge y que se hunde en el desierto ocaso. Como desde el corcel del hechicero, Ariosto vio los reinos de la tierra surcada por las fiestas de la guerra y del joven amor aventurero. Como a través de tenue bruma de oro vio en el mundo un jardín que sus confines dilata en otros íntimos jardines para el amor de Angélica y Medoro. Como los ilusorios esplendores que el Indostán deja entrever el opio, pasan por el Furioso los amores en un desorden de calidoscopio. Ni el amor ignoró ni la ironía y soñó así, de pudoroso modo, el singular castillo en el que todo es (como en esta vida) una falsía. Como a todo poeta la fortuna o el destino le dio una suerte rara; iba por los caminos de Ferrara y al mismo tiempo andaba por la luna. Escoria de los sueños, indistinto limo que el Nilo de los sueños deja, con ellos fue tejida la madeja de ese resplandeciente laberinto. De ese enorme diamante en el que un hombre puede perderse venturosamente por ámbitos de música indolente, más allá de su carne y de su nombre. Europa entera se perdió. Por obra de aquel ingenuo y malicioso arte, Milton pudo llorar de Brandimarte el fin y de Dalinda la zozobra. Europa se perdió, pero otros dones dio el vasto sueño a la famosa gente que habita los desiertos del Oriente y la noche cargada de leones. De un rey que entrega, al despuntar el día, su reina de una noche a la implacable cimitarra, nos cuenta el deleitable libro que al tiempo hechiza, todavía. Alas que son la brusca noche, crueles garras de las que pende un elefante, magnéticas montañas cuyo amante abrazo despedaza los bajeles. La tierra sostenida por un toro y el toro por un pez; abracadabras, talismanes y místicas palabras que en el granito abren cavernas de oro; esto soñó la sarracena gente que sigue las banderas de Agramante; esto, que vagos rostros con turbante soñaron, se adueñó de Occidente. Y el Orlando es ahora una risueña región que alarga inhabitadas millas de indolentes y ociosas maravillas que son un sueño que ya nadie sueña. Por islámicas artes reducido a simple erudición, a mera historia, está solo, soñándose. (La gloria es una de las formas del olvido). Por el cristal ya pálido la incierta luz de una tarde más toca el volumen y otra vez arden y otra se consumen los oros que envanecen la cubierta. En la desierta sala el silencioso libro viaja en el tiempo. Las auroras quedan atrás y las nocturnas horas y mi vida, este sueño presuroso.
Jorge Luis Borges
Ariosto e gli arabi
Oltre a rappresentare un magnifico tributo a un classico della poesia italiana (Orlando Furioso) e al suo autore (Ludovico Ariosto), questa poesia contiene alcune presenze fondamentali nell’opera di Borges. Ne enumero alcune di natura metaforica: il libro come metafora dell’universo, il sogno come vita e la vita come scrittura. Ce ne sono anche altre di natura tematica, tra le quali si possono evidenziare l’epica europea, la lettura e, ovviamente, gli arabi e le loro meraviglie. I lettori della poesia ne troveranno molte altre in questo campo minato di costanti borgesiane .
Innanzitutto cominciare dicendo che «nessuno può scrivere un libro» è voler subito considerare lo scopo illusorio della scrittura vera: la creazione di un mondo. Il poeta può solo dedicarsi a «sognarlo», un po’ alla maniera del mago de Le rovine circolari che voleva «sognare un uomo», non «sognare con un uomo». Così Ariosto, nel suo Orlando, si sforzò di «sognare il già sognato», che in qualche modo corrisponde a scrivere ciò che è già stato scritto e a tessere «in una lunga poesia» la matassa di un «rilucente labirinto» (un’altra metafora borgesiana), disseminando in varie storie e leggende ordite dalla «memoria e dall’oblio», presenze proprie di Borges, il memorioso, che nella sua ontologia negativa affermò una volta che c’è solo una cosa che non esiste: l’oblio.
Sogni d’Oriente e d’Occidente, Borges trova in Ariosto e nel suo Orlando. Li menziona con delicata precisione nella sua poesia. Nel corso dei secoli, quei sogni (il libro) sono diventati «…una ridente/regione che estende disabitate miglia/di indolenti ed oziose meraviglie/che sono un sogno che nessuno sogna«. L’Orlando rimane da solo, sognando se stesso, senza essere interrotto dalle note degli eruditi, che anziché accompagnarlo, si allontanano dal suo sogno, vale a dire dalla sua vita.
A Buenos Aires, in una sala deserta, un uomo legge un «silenzioso libro» che viaggia nel tempo che sogna con «lento piacere» un lungo «ozio di cammini», così come lo volle il suo autore italiano. L’uomo vede la luce della sera che cade sulla copertina dell’edizione milanese che ha appena chiuso. Quindi scrive Ariosto e gli arabi, che è anche un sogno, ma «un sogno precipitoso».
Prof. Freddy Castillo Castellanos
Ariosto e gli arabi
Nessuno può scrivere un libro. Affinché un libro lo sia veramente ci vuole l’aurora e il ponente, secoli, armi e il mare che unisce e separa. Così lo pensò Ariosto, che al lento piacere si dette, nell’ozio di cammini di chiari marmi e di neri pini, di sognare di nuovo il già sognato. L’aria della sua Italia era rigonfia di sogni, che con forme della guerra che in duri secoli affaticò la terra, tessero la memoria e l'oblio. Una legione che si smarrì nelle valli d’Aquitania cadde in un’imboscata; così nacque quel sogno di una spada e del corno che clama a Roncisvalle. I suoi idoli ed eserciti il duro sassone sugli orti d’Inghilterra dilatò in serrata e sciocca guerra e di quelle cose rimase un sogno: Arturo. Dalle isole boreali dove un cieco sole offusca il mare, giunse quel sogno di una vergine addormentata che il suo signore attende, dietro a un cerchio di fuoco. Chissà se dalla Persia o dal Parnaso venne quel sogno del corsiero alato che in aria lo stregone armato urge e sprofonda nel deserto occaso. Come dal corsiero dello stregone, Ariosto vide i regni della terra solcata dalle feste della guerra e dal giovane amore avventuriero. Come attraverso tenue bruma d’oro vide nel mondo un giardino i cui confini dilata in altri intimi giardini per l’amore di Angelica e Medoro. Come gli illusori splendori che all’indostano lascia percepire l’oppio passano attraverso il Furioso gli amori in un disordine da caleidoscopio. Né l’amore ignorò né l’ironia e sognò così, con pudore, il singolare castello dove tutto è (come in questa vita) una falsità. Come a ogni poeta, la fortuna o il destino gli diede una sorte rara; andava per le strade di Ferrara e al tempo stesso camminava sulla luna. Scoria dei sogni, indistinto limo che il Nilo dei sogni lascia, con questi fu tessuta la matassa di quel rilucente labirinto, di quell’enorme diamante in cui un uomo può perdersi lietamente in ambiti di musica indolente, al di là della sua carne e del suo nome. Europa tutta si smarrì. Ad opera di quell’ingenua e maliziosa arte, Milton poté piangere la di Brandimarte fine e la di Dalinda sofferenza. Europa si smarrì, ma altri doni ha dato il vasto sogno alla famosa gente che abita i deserti dell’Oriente e la notte carica di leoni. Di un re che consegna, allo spuntar del giorno, la sua regina di una notte all’implacabile scimitarra; ci racconta il dilettevole libro che tuttora il tempo incanta. Ali che sono la brusca notte, crudeli grinfie da cui pende un elefante, magnetiche montagne il cui amante abbraccio frantuma il naviglio. La terra sostenuta da un toro e il toro da un pesce; abracadabra, talismani e mistiche parole che nel granito aprono caverne d’oro; questo sognò la saracena gente che segue le bandiere di Agramante; questo, che vaghi volti con turbante sognarono, s’impadronì dell’Occidente. E l’Orlando è ora una ridente regione che estende disabitate miglia di indolenti e oziose meraviglie che sono un sogno che ormai nessuno sogna. Da islamiche arti ridotto a semplice erudizione, a mera storia, è solo, sognando se stesso. (La gloria è una delle forme dell’oblio.) Attraverso l’ormai pallido cristallo l’incerta luce di un’altra sera tocca il volume e ardono di nuovo e si consumano gli ori che impreziosiscono la copertina. Nella deserta sala il silenzioso libro viaggia nel tempo. Restano indietro le aurore e le notturne ore e la mia vita, questo sogno precipitoso.
Jorge Luis Borges. / Traducción de Marcela Filippi