Maurizio Bagatin
¡Aquí me quedo! Y Mayta Capac ahí se quedó. Leyendas acompañan memorias de cronistas y de amores incas. Arequipa conserva el color colonial con el Barroco de la mejor España. Tierra negra de origen volcánica, fértil hasta el enamoramiento de puquinas e incas. Andando por sus calles angostas me traumatizaba el fuerte olor a gasolina de bajo octanaje, miscelánea fatal para los motores. Vi mucha gente caminar con barbijos, niños que parecían asustados, respirando venenos sutiles.
Arequipay es un restaurante carísimo, lo fue cuando con Gennaro comimos alpaca acompañadas con cervezas Cuzqueña, cerveza de un amarillo que todos ahí recordaban ser q’ellu; cuadros de artistas abstractos en las paredes de adobe, artistas de esta ciudad que me pareció del color de la tierra, adobe adentro y afuera. Capital del tejido de alpaca, de su lana que recolecta de todo el territorio nacional y de Bolivia. Pequeñas y grandes industrias trabajan alrededor de esta riqueza animal, trabajos fines y artísticos, una chalina de vicuña costaba más de 20 mil dólares, era una joya este tejido que acariciaba las manos, no lo contrario. Tejido elaborado solo para el Inca.
A la entrada de La Nueva Palomino asombran las imágenes colgadas en la pared, el calor humano al recibir a los clientes, el itinerario que el maître invita recorrer por la cocina antes de acomodarlos en espacios de lujuriosa intimidad culinaria. Será un ritual que reconduce a una época durante la cual la cocina y la belleza eran cómplices, sabores y saberes se aliaban y conducían al goce. Una imagen de unos de sus mejores clientes, Mario Vargas Llosa acompaña otra imagen, la de Chabuca Granda, recuerdo que ahora me conduce de inmediato a la última novela del escritor arequipeño, Le dedico mi silencio. Arequipa sigue sumergida en varios mitos, sus volcanes que la observan y la protegen, el Misti y el Chachani, otros de más lejos siguen extasiando las Crónicas del Inca Garcilaso de la Vega. En sus narraciones reencuentra, como todas las ciudades, su verdadera personalidad. Hablamos hasta casi llegar el dilúculo con moros y cristianos, unos que siguen amándola y otros que la desprecian, mitos del Cuntisuyu que se divide entre una presunta princesa, la engatusadora Mama Yachi.
Riqueza pictórica la que encontré en su Pinacoteca, acuarelistas que podrían ser cochabambinos, temas que detienen el tiempo en el instante preciso, el sol en su cenit, la sombra de un pájaro, el frondoso molle que aquí oí ser llamado huaribay. Quechua en sus pinceladas, me detuve frente a una obra de Oswaldo López Galván, al atrapar de los colores y de la inquietud de los personajes de Teodoro Núñez Ureta. Todo se nos parece y todo se distancia, un camino hacia Cuzco y otro hacia Buenos Aires nos separa. Al irme de Arequipa encontré un libro en italiano en la librería del aeropuerto, Cristo si é fermato a Eboli de Carlo Levi, en una edición de Einaudi nuevísima, no lo quise dejar ahí, lo compré recordando a Giorgina Levi, cuando ella retornó de Bolivia a Italia, algunos años antes de la revolución del ’52, recibió de regalo este libro y ahí encontró la Bolivia que había dejado. Lo recuerda en un bel texto que escribió a sus casi ochenta años y que fue traducido y publicado en Bolivia: Hubiera sacudido las montañas. Belleza de texto. Desde la ventanilla del avión observo por última vez el inmenso triangulo que forma el Misti, abro una página del libro al azar: “In questi luoghi i nomi significano qualcosa: c’é in loro un potere mágico: una parola non é mai una convenzione o un fiato di vento, ma una realtá, una cosa che agisce” (En estos lugares los nombres significan algo: hay en ellos un poder mágico: una palabra no es nunca una convención o un soplo de viento, sino una realidad, una cosa que actúa).