Andrés Canedo / Bolivia
Iba caminando con Mariela, amiga querida desde hacía años, cuando ambos vivíamos en La Paz. Mariela dirigía en esta ciudad, un grupo de ballet, de sólo mujeres, que hacían en realidad danza contemporánea. Las había visto y me habían gustado. Un rato antes nos habíamos encontrado en la calle y ella me invitó a ver una clase que iba a dar a sus alumnas. Allí, entre 12 o 15 mujeres lindas (las bailarinas suelen serlo) vi una que me robó los ojos, que de alguna manera ya había avizorado cuando asistí a la presentación del grupo, pero dada la distancia a la que estaba sentado, no la podía identificar. Ahí estaba cerca, endemoniadamente perfecta, fragante. No sólo por sus hermosas piernas, por sus pechos pequeños; no sólo por su rostro de ojos rasgados, nariz pequeña y boca de labios gruesos que únicamente permitían pensar en el pecado, sino, porque toda ella rebalsaba una sensualidad insoportable. No podía dejar de mirarla, no podía dejar de acariciarle el cuerpo con los ojos, no podía dejar de imaginarme lo que sería tener todo aquello entre mis manos. Las muchachas, trabajaban con los pies desnudos, no usaban zapatillas de media punta ni de punta. Los pies, de la que me tuvo perdido en ensueños eróticos, eran bellos, perfectos, sin ningún rasgo de juanetes, como solían tener algunas de las otras. Me di cuenta de que ella percibió mi mirar alucinado, pues hubo un instante en que su mirada se cruzó con la mía. Hubo un descanso de cinco minutos, entonces, ella caminó hacia donde yo estaba sentado y me dijo de golpe: “¿Qué es lo que quiere de mí?” Mi boca, que se había vuelto autónoma, me sorprendió a mí mismo cuando le respondí: “Quiero hacerte el amor”. No se asombró, no vaciló y me contestó: “Tengo un novio muy grandote, fuerte y bravo, que podría darle una paliza”. Seguí sin responder a la cautela que reclamaba mi cerebro y le dije: “Lo que me has dicho, no hace que deje de tener ganas de hacerte el amor”. Ella sonrió hacia un costado, levemente despectiva, y me dijo: “Mejor me voy a hablar con Marga”. Marga era otra de las bailarinas, también linda, más alta que la que acababa de ver partir, más fuerte; había, diría, algo de temible en ella. No me sentí mal, a pesar de mi torpeza, mi mente me dijo que no importaba lo que ocurrió, que debía decírselo así se precipitara el fracaso que se vino.
La clase terminó. Llegó Mariela, que se dio un tiempo entre despedidas y recomendaciones, para decirme: “Te vi charlando con Mirta. Es bella, ¿verdad?” “Sí lo es”, atiné a responderle antes de que se fuera a atender otros asuntos. Mirta, al salir, pasó a mi lado y me comunicó, mirándome apenas un instante: “En la vida, también es cuestión de saber insistir”. Me invadió una alborada, una felicidad salvaje. Me había dejado no únicamente la esperanza, sino casi una promesa. Me di mañas para volver a verla a la salida de sus clases, en la calle, un poco alejado pues ya sabía hacia dónde caminaría. Ella tiene, tenía, ese don de la crueldad, de las mujeres que se saben bellas y deseadas. Me trató con decreciente desdén en los tres encuentros posteriores que tuvimos. Finalmente me dijo que sí, “Vamos a coger, pero tendrás que ser muy bueno para que yo no extrañe a mi novio”. Nos fuimos a un motel. En el taxi, no dejó que la bese, me regañó diciéndome que debería aprender a comportarme. Pero ya en el motel, el paraíso, o un esbozo de él, se desencadenó. Me hizo el amor como nunca lo había sentido en mi vida. No voy a hablar de su cuerpo y sus prodigios, de sus impulsos, de sus ímpetus, de los arrebatos infinitos que me produjo, pero sí diré, por ejemplo, que le gustaba escupir en mi boca abierta y decirme que ese era un licor que embriagaba más allá de todo lo presente, que eran “las babas de la diabla”, que curaban de todos los males, excepto los que producía ella misma. No bien terminamos entendí que, de ahí en adelante, sería prisionero de esa mujer, prisionero y esclavo. Todas esas sutilezas, las elaboradas tosquedades, todos aquellos esplendores, la belleza y la intensidad de su cuerpo, todo eso, determinaba mi sujeción infinita a esa mujer, que en las reiteradas ocasiones en que me tomó, no dio el mínimo lugar a la ternura, a la comunicación espiritual, a nada que no sea la de los cuerpos enfebrecidos. Cuando la sesión acabó, se vistió con indiferencia, como si simplemente se preparara para salir de compras al supermercado. No quiso que la acompañe, ella se iría sola, presurosa. “¿Habrá una próxima vez?”, alcancé a preguntarle. Al salir de la habitación, me respondió: “Lo tuyo no estuvo mal, pero te falta mucho para llegar a satisfacerme, para alcanzar el nivel de otros. Talvez, te vuelva a dar la oportunidad, aunque tendrás que superarte”. Pedí un segundo taxi, y en el mismo, cobré conciencia de mi humillación, en medio de los remanentes del insospechable placer experimentado.
Hubo varias sesiones más. Doce, o quince. Ella siempre una explosión nuclear, yo, disfrutando como un enajenado e intentando dar placer. El ariete salvaje, la imaginación para crear nuevas poses, el fuego siempre quemándome. Cada vez, y cada vez peor, al finalizar me humillaba. “No te esfuerzas, eres una especie de desaire”, o, cuando se transformaba en amable, “no puedo negar que tienes talento, pero el talento solo no basta, hay que convertirlo en algo sublime. Tú estás muy lejos de eso”. Yo sentía mi indignidad, intentaba revelarme, pero la fuerza de esa pasión me lo impedía. Entendía, de alguna manera, que ya no me sería posible vivir sin su cuerpo y su magia, sin los paroxismos a los que me llevaba.
Sin embargo, ella tenía algunos gestos de generosidad. Luego de la tercera sesión de motel, me llevó a su cuarto. Una habitación sobria, apenas decorada, casi masculina. Sobre la cómoda, barata y vulgar, había un portarretratos en el que aparecía ella con una especie de gigante. “Ese es mi novio, me dijo. Está de viaje, volverá en un mes.” Y concluyó, dominada por uno de sus oscuros impulsos: “Entonces, volveré a disfrutar de un hombre de verdad”. Otro día, me dio la llave de su habitación. “Tengo confianza en ti, porque sé que eres esclavo de mi cuerpo”, fueron sus palabras. Yo, a veces, cuando no la había visto un día entero, solía ir a su cuarto con la intención, vana, de encontrarla. Entonces, me ponía a oler sus ropas, a buscar, con el olfato y el tacto, sus rastros y el impulso para mi emoción desesperada. Eso me avergonzaba, claro, pero no podía evitarlo, se me volvía imperioso. Nuestros encuentros eran cada dos o tres días. A veces la hallaba en la calle, siempre acompañada por Marga, que cuando me veía, me lanzaba una sonrisa cruel, dolorosamente irónica. Seguramente Mirta, le había contado de nuestras (para ella insatisfactorias) sesiones de cama. Aguanté también ese escarnio. Entendí, que no hay peor prisión, peor sometimiento que a un cuerpo femenino; que, ante esa verdad, se nos derrumban el honor, el conocimiento, todos los libros leídos, todas las reservas espirituales. Pero cada vez que hacíamos, que ella me hacía, el amor, la exaltación se precipitaba a los abismos cósmicos, que mi pobre alma nunca había experimentado. Y eso terminaba, irremediablemente, en palabras de ella como, “Es inútil, no te sueltas, no te esfuerzas, eres muy poca cosa. Creo que nunca aprenderás”. “Entonces, si soy tan malo, ¿por qué me aceptas una y otra y otra vez?” “Porque practico, me preparo para el retorno de mi novio. Tú, eres para mí, como una especie de sparring del boxeo, y, además, porque todos tienen que pagar”.
No sé de dónde ni cómo, de pronto empecé a acopiar dignidad, fuerzas, energía. Un día, tomé la decisión de ir donde ella y decirle que me iba, que la dejaba, que lo nuestro estaba terminado. Eso, aunque sabía que no sabía, hasta dónde podría resistir si ella se ablandaba. Me dirigí a su habitación por la mañana, como nunca lo había hecho a esa hora. Al llegar, advertí que el cuarto estaba sin llave, pero también percibí gemidos y grititos de placer. Quizá ha vuelto el gigante, pensé con inesquivable dolor. Pero en vez de irme, de alguna manera liberado, la curiosidad fue mayor y entorné un poco la puerta para espiar. Allí estaban, Mirta y Marga, amándose con frenesí y también con crueldad. En medio del enredo y la fricción de los cuerpos, Marga le gritaba a Mirta, mientras se daba maneras de cachetearle la cara, de golpearle el cuerpo con los puños. “Tú eres mi perra, mi puta, mi esclava. Dilo”. “Soy tu perra, tu puta, tu esclava”, repitió Mirta, entre una mezcla de llanto y de placer. No pude mirar más. Partí de allí, internándome en el páramo de mi odio. La odiaba, sí, la odiaba. Debía eliminarla de mi vivir y de mi cuerpo. También de mi corazón. Una imaginaria deflagración, partió en mi mente el cuerpo de Mirta en varios pedazos. Casi no pude dormir esa noche, no obstante, al día siguiente, una especie de paz comenzó a crecer en mí. Una liberación auténtica. Entonces, surgió una especie de epifanía: toda posibilidad de relación con Mirta, estaba muerta, pero entendí, que ella también era una clase de esclava, que, de alguna manera, no era culpable. Me acordé de ese arte que practican los japoneses con las cerámicas rotas. ‘Kintsugi’, creo que lo llaman. Consiste en reconstruir lo quebrado con un pegamento mezclado con polvo de oro. Había que embellecer lo fracturado, colarlo con el oro del espíritu, devolverle a ella, la posibilidad de la calma y de reconstruir su historia. Fui uniendo cada uno de sus fragmentos con adhesivo y gránulos dorados, todo imaginario, claro. Sin embargo, al ir haciéndolo, en mi alma empezó a crecer una especie de salvaje alegría. Seguí así, hasta el final, hasta tenerla completa. La observé con los ojos de mi espíritu y la vi bella, bella integralmente. ¿Era eso el fruto del perdón? No lo sabía. Pero de alguna manera, al haberla reconstruido en mi corazón, sentí una especie de felicidad. Vi el fruto inmaterial de mi trabajo elaborado con ternura creciente. Aquellas uniones de oro y carne, me parecieron una mariposa que se lanzó a volar.