La vida no es lo inmediato, sino lo que queda después de enterrar nuestro nombre y esperar en vano el gemido de la tierra.
Rafael Narbona
“Vive o muere”, escribiste. Para ti, la muerte era una vieja compañera que ya estaba a tu lado antes de nacer. Algunos piensan que la muerte era uno de tus incontables amantes, pero yo creo que era la mitad de tu ser. “Vive o muere”, escribiste, pues la vida no es lo inmediato, sino lo que queda después de enterrar nuestro nombre y esperar en vano el gemido de la tierra. Naciste en Newton, Massachusetts, pero yo creo que tus párpados se abrieron en un coche con la radio encendida, una copa de vodka y una nota de suicidio. Tu muerte solo fue un lento regreso hacia esa danza inmóvil que alumbró tu cuerpo alto, esbelto, ligeramente masculino, con unos ojos burlones y una sonrisa cargada de fatalidad.
Hija de Ralph y Mary, pertenecías a una familia adinerada de ese Sur profundo donde las ciudades parecen piedras funerarias y los ríos, plegarias que mueren en los labios. Tuviste dos hermanas: Blanche y Jane. Sus nombres evocan el zoo de cristal de Tennessee Williams, con sus paredes tapizadas de ira y neurosis. Jane era la mayor y la favorita de tu padre, un hombre rico, alcohólico y violento, que acabó sus días en un manicomio. Las dos participasteis en los mismos juegos. Las dos os suicidasteis. Jane lo hizo unos años más tarde, rabiosa por la insignificancia de su propia muerte, apenas un rastro en los estudios sobre tu obra. La desigualdad persiste incluso en la muerte, desdibujando unas vidas e iluminando otras. Así es el frío resplandor de la gloria y el triste cortejo de la insignificancia.
Cuando imagino vuestra infancia, mi corazón se estremece. Mientras Ralph pisoteaba vuestra inocencia, con sus manos sudorosas y su cólera de borracho, Mary te tumbaba en una cama, abría tus piernas y examinaba tu vagina, hablando de la culpa y el pecado. Su ojo era como una aguja que escarbaba en el útero para abortar cualquier posibilidad de felicidad. Sabía que en esas entrañas palpitaban con furia el deseo y la locura. A veces, soñó con abrir tu vientre con unas tijeras y aplacar tu hambre. No lo hizo y tú no tardaste en comprender que la muerte puede ser el mejor amante.
Solo hace falta desabotonarse la blusa, bajar la cremallera de la falda y apagar la luz. No importa que no haya otro cuerpo a tu lado. La muerte acude al encuentro para despertar en tu carne un escalofrío que puede confundirse con una dentellada feroz. La angustia hizo que buscaras en el placer un fugaz anonadamiento, casi una pequeña muerte. De noche, sola y afiebrada, transformaste tu lecho en un amante que jamás rechazó complacerte. Dedo a dedo, te apropiaste de tu cuerpo y aprendiste a saciarte. Tus gemidos escandalizaban a los patricios y tribunos de un Sur enredado en una maldad ancestral, pero te ayudaban a escapara de tu cuerpo. Era un milagro modesto para una niña crucificada en el vendaval del incesto.
Entre Ralph y Mary, se hallaba tu tía Nana. Su voz era como una música antigua que evoca un tiempo sin heridas. Durante la adolescencia, te alejaste de su benevolencia, buscando algo de diversión en el asiento trasero de un coche, con una manta de cuadros y unas botellas de Budweiser. No te preocupaba ser una chica fácil. Mientras tú regalabas tu carne martirizada a jóvenes estúpidos y arrogantes, Nana se hundía en la locura. Pasó sus últimos diez años de vida en una casa de reposo. Otro caso más en la familia. Otra loca que se golpeaba los ojos con pájaros moribundos. En esa década de aislamiento, Nana escribió un diario, que leíste después de su muerte.
Solo entonces comprendiste el enorme archipiélago de sufrimiento que había tejido detrás de su mirada insomne. “Nana, perdóname, perdóname, perdóname”, escribiste apesadumbrada. “No debí abandonarte. A tu lado, yo habría sido siempre yo”. En 1948, apareció Alfred y pudiste realizar tu sueño de engendrar dos hijas, pero tu marido se parecía tanto a Ralph que iniciaste tu idilio con el suicidio, escenificando tentativas más o menos teatrales. El suicido casi nunca es una obra de un solo acto. Algunas veces, se estanca en el preludio, pero cuando se produce el desenlace, ya ha encadenado muchos nudos, muchos momentos trágicos que algunos confunden con una pantomima, sin comprender que los suicidas nunca mienten. Su apego a la muerte es muy real.
La desigualdad persiste incluso en la muerte, desdibujando unas vidas e iluminando otras
Comenzaron tus infidelidades. Necesitabas otra piel para escribir garabatos y soñar que el otro no es un misterio inasequible. A esas alturas, ya pensabas que Dios es un fraude y la moral, una hija del miedo. Nacieron Linda y Joyce, pero tu anhelada maternidad solo agravó tus tendencias autodestructivas. Tu rabia se volcó sobre Linda, con la misma crueldad que empleó tu padre contigo. Te gustaba tirarle del pelo, masturbarte en su presencia, chillar como un pájaro que vocifera entre unos peñascos negros. Una noche te encontraron en el porche, con varios botes de pastillas y un retrato de Nana, tu falsa gemela, tu espejo, tu propia vida reproducida antes de que nacieras. Cundió el pánico y te ingresaron en Weston Lodge, el hospital psiquiátrico donde ya habían pasado una temporada tu padre y tu tía Frances. Tal vez pensaste que tu sangre estaba maldita. Tal vez creíste que tenías un destino. Aún no habías pensado en escribir y ya aborrecías los frutos de tu vientre: “Yo quiero ser hija, no madre”, confesaste.
Al poco de salir de Weston Lodge, intentaste suicidarte con una sobredosis de Nembutal. Sobreviviste, quizás porque te esperaba la poesía o tal vez porque estabas enamorada de tus demonios y no querías despedirte de ellos. Después, llegó la fama, el reconocimiento, los recitales a 1.500 dólares, los amantes masculinos y femeninos, los abortos, la amistad con Sylvia Plath, el Pulitzer y el Thorazine, que te proporcionó una efímera estabilidad.
Cuando Sylvia se quitó la vida el 11 de febrero de 1963, escribiste un poema donde le recriminabas su gesto fatal, pues sentiste que había traicionado esas conversaciones donde hablabais del suicido como un noviazgo malogrado. “Esa muerte era mía”, afirmaste con despecho, pero la frustración no impidió que escribieras: “O tiny mother, / you too! / O funny duchess! / O blonde thing!”. Maxine Kumin fue la última persona que te vio con vida, pero “no pudo cortar la soga, levantar el tapón de la bañera de agua color rosa, romper las ventanas y cerrar la llave de gas”.
Nadie puede reescribir la trama que empuja nuestras vidas. Maxine Kumin no pudo salvarte, tal vez porque el suicido estaba dentro de ti como una fruta que espera ansiosa su caída. El 4 de octubre de 1974 comprendiste que el suicidio es un niño dormido y te acercaste a besar sus mejillas. No sé cómo fueron tus últimos minutos. Imagino que besaste a ese niño adormilado y escuchaste la llamada de la muerte. No era una llamada triste, sino un susurro tranquilo, que invitaba a penetrar en una estancia con la puerta entreabierta. Cruzaste el umbral y te adentraste en una rara penumbra. Nada te hizo retroceder. Experimentaste un embriagador sabor a ceniza y esperaste, mientras el monóxido de carbono se bebía tu vida.
“Vive o muere”, escribiste y elegiste morir. Algún necio te acusará de cobardía y narcisismo, pero tu muerte se parece al vuelo de las polillas, quemándose al contacto con la luz. Solo te dejaste llevar. Para ti, fue algo liviano, casi como perder unas gafas o un paquete de tabaco. Te libraste de la vejez y la enfermedad. Te marchaste salvaje, sin aceptar la muerte que otros reservaban para ti, tal vez en un manicomio o un asilo. Viviste tu propia muerte, como solo la viven los poetas que no quieren dejar nada al azar. Las nubes que te amenazaban con la vida ahora vagan sin rumbo, preguntándose si solo existieron para que tus ojos las contemplaran. La vida ya no te hiere. Ya no eres madre, sino una niña que juega con una máscara ante un armario de luna.