De: Paz Martinez / Para Inmediaciones
Es maravilloso despertarse con la luz y el sonido del mar. A pesar de lo que digan, vuelvo a abrir la ventana. Es algo que hago desde que pisé territorio comanche. Me caen mal los forajidos y es divertido pensar en la factura del aire acondicionado. Levanta el ánimo contemplar el sol reflejado en las olas, a las 6 de la mañana y me importa un bledo el golpetazo de calor que inunda la habitación. A estas horas, los oriundos, le llaman fresco. Idéntico a las brasas. Tengo un reto personal: bañarme en todos los mares del mundo, pero dicen que en este lo tendré difícil… ¡y una mierda! Debo aprovechar mi riquiñez extranjera y saltarme las sugerencias de Ahmed, así que me llevo saya, música y desayuno a la playa. No quiero ser la primera en la estadística de muerte por pies acalorados. Por eso, olvidando la digestión, enrojezco mis carnes en otro mar azul. ¿Sabéis qué sucede cuando te bañas vestida? Que el telamen flota y no tapa. Has de cuidarte de que no te confundan con una manta raya o no se te vea el culo al sumergirte. Es tan ridículo que me carcajeo sola mientras me dejo mecer. El celeste es limpísimo y huele a sal. Mar, sol y yo.Nadie a mi alrededor o eso creí porque sólo tenía que levantar la cabeza y descubrir a mis compis corriendo a imitarme. Ahora, las mentes enfermas, pensarán en una bacanal. El chófer no se atreve, espera en la orilla con el pantalón remangado vigilando que los niños no traguen agua y no se metan p’alohondo. Sería un momento idílico si desapareciese el mamotreto en el que dormimos, aunque mil veces mejor que las urbes de las que venimos. Ocurre lo mismo en todas partes, los pueblos son infinitamente mejores que las ciudades para cualquier cosa, excepto vivir en ellos. Hoy, el tema favorito son las oportunidades que les esperan con la apertura al turismo. Igualito que en Marbella. La gente es abierta y más laxa con la normativa, será la falta de policía moral.
Antes de ir a cenar, siempre toca ducha. No hay nada mejor que encender la tele y no entender rien. Escuchar el gargareo de periodistas y entrevistados con el bandereo a todas horas. El patrioterismo me recuerda que debo llamar a casa. Mi cuñada pregunta por donde ando. Si bien lo anuncié con antelación, conozco el grado de interés que atesoro. «¡En Las Batuecas!», dice. Lo supuse inexistente, cuando mi madre lo gritaba. Imaginaba que sería como el cielo cristiano: una pradera soleada y florida instalada en el silencio. No me equivocaba porque sí es paradisíaco,- el de Salamanca- aunque no llano. También es silencioso, a pesar de los amantes de Cristo. Me pregunto por qué la religión acaba con la tranquilidad de cualquier rincón. Tremendo ovejeo esto de la llamada a la oración, me sobresalta contínuamente y hace que me acuerde de la familia de todos estos d. Benitos – cura, imán, pastor, cohen o propagador de fe, lleva el nombre del confesor de mami – Me cuenta, cuñá, lo de la manada y el justiciero ministro dando leña. La suerte tengo de no estar allí y sonrío. ¡Qué placentera es la ignorancia!
Esta Batuecas que me envenena es de un dolor infinito a la mente pensante. Imaginar crearse una vida aquí es la peor de las muertes. Escogemos caminar hasta un hotel de nueve o diez estrellas, cercano a las obras de una megaconstrucción, terminando un día precioso con el mayor lujo. Ahmed, el chófer, se separa unos metros y vuelve sudoroso. Nos empuja en dirección contraria, sin contemplaciones y juro que es la primera vez que me arrepiento de preguntar. Infames, bastardos, malditos seáis por y para siempre, que toda la ira de esa negra y asquerosa alma que tanto laváis, os caiga encima y os aplaste sin remedio. ¡Miserables!
Decidimos adelantar la salida de este jardín inundado de sangre. No puedo más. Necesito silencio y vacío, llorar el continuo duelo que me ha poseído ante lo que ocurrirá mañana. Caminar por la arena, imaginar vestigios preislámicos, casas, vidas, risas. Olvidar el detestable megafoneo, sombras y ojos radiológicos. Prefiero que se cuezan mis pies, morir de insolación y no a manos de un chalado adelantando por el arcén o de mente enfermiza. No tenían sheriff, pensaba, innecesario si todos llevan estrella. De la putrefacción del cerebro a la del pene, hay un pelo de pashmina. Quiero volver a casa, al frío de París, de Berlín, de la mierda ciudad en la que vivo o no, que son amiguitos del alma de la pasta gansa. No hace falta que me siente en aquel banco a contemplar cómo se resquebraja nuestro planeta, lo veo dondequiera que voy pero allí es infinitamente poético. Contribuiré, me sumaré a la devastación, al vandalismo de esta perversa sociedad, al calentamiento global quemando a escupitajos mi maldito saco de patatas por tí, hermana. Seas quien seas.