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Amarcord napoletano

Maurizio Bagatin

Se puede amar al cine homenajeando al cine.

La realidad es una estéril quimera y entonces hay que ser valiente o tener un dolor, de ahí hacer nacer una historia. Y la historia somos nosotros. Nápoles es una canción de Pino Daniele que escuchamos al final y que en realidad es el guion desde el inicio. Raffaele La Capria nos habló de una disposición del espíritu, para ver la Neapolis como la vieron Stendhal y Goethe, como la vieron Comisso y Piovene, la Morante e Ungaretti, que es la que nos ofrece hoy Paolo Sorrentino, “Dime como ves Nápoles y te diré quién eres”.

En lo imposible de una situación trágica (tal vez porque ninguna ciudad como Nápoles adhiere a la tragedia), Sorrentino nos lleva en el vientre de aquel Paradiso que Benedetto Croce destinó a los diablos, en el cuerpo que Giambattista Basile penetró mirando a las excursiones del Boccaccio. Nápoles no puede no ser, porque es, en su parmenídea imagen, siempre miseria y nobleza, dolor y alegría; picardía destinada siempre en mirar al sol de frente, saborear la sal que el mar deja en sus pieles eternamente bronceadas, mirar el infinito Nostrum Mare y la ilusión que hace vivir, como una utopía o un gol de Maradona. Es una plebe que nunca aceptó la inquisición, la introducción de un gueto judío y tampoco de la corrida de toros. Montesquieu vio y conoció esta plebe.

Y desde la colina del sterminator Vesevo admiramos el pesebre, un humus que nos está llevando a pasear por su historia, en un Amarcord napoletano de estupefaciente belleza.

Sorrentino es así, hijo de esta plebe que te absorbe por su porosidad para llevarte hasta su vientre, que está siempre en lo más profundo, su piel.

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