Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Polvo de sapo para hinchar los pies. Apazote (epazote, paico, té jesuita), mejorana y flores de café para el alivio. Santiago de Cuba; recuerdo a Huber Matos. Recuerdo ese modesto café a la vuelta del magnífico Hotel Nacional, en La Habana, donde con Ligia vaciamos copitas de ron santiagueño. Al lado de un tinto más oscuro que pecado. Caminamos luego al refugio en donde durmieran Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez, en piezas salvadas del desastre, en medio de un Vedado hoy destruido, con luces bajas, multitud de niños y ojos blancos de gente negra. Y el esqueleto de un altísimo edificio soviético en cuyo primer piso solitarios hombres jugaban dominó bajo las velas.
Un sociólogo brasilero gemía sobre las dotes del régimen. ¿No era acaso que en la revolución nos amaríamos todos? ¿Por qué este perpetuo odiarse el uno al otro, qué clase de revolución? No había respuesta pero otro vasito de ron, esta vez con el querido Roberto Burgos Cantor, con quien hablábamos de la negritud, de Aimé Césaire, del Chocó colombiano, de Jorge Zalamea y Gabo. Fallecido Roberto comentando mis camisas leñadoras, junto a Zurbano y Roberto Fernández Retamar, a orillas de la bahía de Cienfuegos.
El Cuarteto Patria continúa interpretando la guaracha, la de la mujer que embruja con polvo de sapo. Soledad Bravo: “el cantar tiene sentido”. Me acuerdo de los cañaverales a vera del canal de la Angostura, rumbo a la ventana lateral de tu dormitorio, a las voces calladas y el dedo en la boca no chistes mientras el amor se derramaba desde ropajes prietos. “Negrita bacana de la Martinica, no usa vestido, no usa calzón”, entonaba con voz profunda el tío Hugo, moreno y viajado, erudito y triste. Cosacos del Don; Che, comandante, amigo; Pekín y Moscú…
Hubo en el Escambray un comandante norteamericano de rebeldes; los mencionaban en La Boa, que bailaban hasta ellos, los insurgentes, en claros de luna y obuses a manera de ornamentos cumpleañeros. Hubo uno, leí en el New Yorker hace más de una década, a quien Fidel fusiló, qué extraño. Sendas del Escambray. Sierra. El mar azota. Selva de verde profundo. Intelectuales del mundo duermen en el colectivo, babean como pueblo común, un gallo se ha subido encima del sombrero de un campesino de Trinidad, es un lindo souvenir que fotografío. Casas de colores que hacen pensar en Bahía, remanentes del Brasil imperial, en Minas Gerais y Jorge Amado.
Finos bordados de mujeres en luto. Blanquísimos, de harina parecen, de azúcar impalpable, de hostia en polvo. Si tengo un recuerdo aparte de las fotos creo que no, ninguna artesanía ni disco compacto. Solo memoria de tanquetas devoradas por la herrumbre, guerreros atenazados a la memoria sin rostro ni extremidades. Salían de o iban a Bahía de Cochinos y quedaron allí, destino tenaz, polvos de sapo les arrojaron que impiden avanzar. Playa Girón. La guerra se gana con artillería y con santas de nombres raros. Eso que escuchas no supongas que sean bombas sino tambores. Oé, oá, sensemayá, sensemayá. Víboras ciegas, lechuzas de manto oscuro, lombrices pecadoras y venenosas, loros de extraño esmeralda se desprenden de los árboles. El Escambray entero es un hechizo. Aviones que entierran la nariz en pastos milenarios. Son de la manigua, trocitos asados de malanga.
Y tú lees. Jon Fosse dice, dice, dice, dice, dice. Algo de la malignidad de Bergman en esta sencillez plácida. De Edvard Munch, de la carreta sueca de Selma Lagerlöf, incontestable chirrido de la muerte. En Finlandia, en medio de tierra de nadie, guerra de Suecia y Rusia, hay saunas a los que no se debe entrar. Invitan, como el infierno invita. Vapores que pronto ofuscarán el sueño y pondrán escenario de terror. Pobre condición humana. Siglo quince o cualquiera que fuere, no te acerques a construcciones abandonadas, nunca en los bosques del norte en donde demonios de la floresta crucifican enteras divisiones soviéticas. Luego silencio. Escandinavia silencio, frío y silencio. Dice dice dice.
Vaya salto triple entre océanos. De Juan Ramón al poeta noruego, de blancas fichas de dominó cubiertas de pupilas a fiordos de inenarrables bestias.
Verde petróleo del monte del Escambray. Los gritos se han hecho ovillos como pangolines e igual al norte ya únicamente silencio, calor y silencio. Albos anillos y collares fabricados en hueso de cocodrilo en la región de Matanzas. Frágiles, apenas duraron un matrimonio y tres abandonos. Corales rojos sobre tu pecho. Corales negros. Cabecitas de plomo, de duendes coloniales. Lectura imprescindible de Alejo Carpentier, para siempre el siglo de las luces. Paulina Bonaparte y su zoológico caribeño, no tan extenso ni tan grotesco como el de Moctezuma que hallaron los conquistadores. Tendría dragones e hipocampos, flores del mal y escorpiones de agua, minúsculas flemosas medusas que causan rubor sobre las pieles, menos las africanas que carecen de rubor.
Te pido que me leas unas líneas de Fosse y caigo rendido. Imagino que un ave de plata me acerca al mar bravío, que veo un faro guiando y no estoy seguro de que no sea Polifemo encandilándome para victimarme. O Circe. O la Hidra. O simplemente tú, cuál de ellas o ninguna. Dice dice dice.
Pregunta alguien si escribí poesía. Antes de nacer, contesto, luego la olvidé. De si he leído a John Fosse. A Alfonsina Storni, a Idea Vilariño. Esta, acomodada con su hombre en lecho de una plaza, escribe:
Yo soy cálida, honda doblada de ternura. Gasto un perfume extraño como una flor oscura.
Hay ruidos en la noche y ni siquiera me doy vuelta para ver qué. De martillo y de lozas tocando el piso, muy difícil para medianoche. Tanto he vivido en oscuridad por treinta años que nada me asusta, ni cuando el grande búho gris corre hacia mí como desaforado enano, o la zorra chilla igual a un bebé en pastizales pululantes de crótalos.
Una hermosa pintada maceta mexicana muestra la sobriedad de la gallina. Cubierta de festejo, de colores tehuanos. Me trae a la realidad, al día en que regalé a mi hija menor esa cerámica que estuvo conmigo por tanto. Otros objetos también, una máscara bigotuda y pelirroja de bailes guatemaltecos, sonando a marimbas de Xela. Gallina de barro decorada estilo Bonampak. Te has dormido con el libro abierto encima de tu descalzo seno. Lo cubro sin retirarlo de ti, observando temblar tu marrón pezón, casi greda para vasijas santas.
El mar estalla contra la roca del Hotel Nacional. Mojitos en La Habana. Rostros que nunca más veré, sonrisas alemanas y carcajadas británicas, una Biblia de idiomas en evangelios insulsos. Alejo Carpentier, ron de Santiago de Cuba…
Cincuenta cuervos sobrevuelan el restaurante chino. Quince cuervos se han detenido en el árbol pelado. Uno, dos, tres, diez de mis dedos más cinco.