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Alfredo Flores (Santa Cruz, 1900—1987)

El sargento Charupás 

—Che tuerto…

—Señor…

El sargento se cuadró ante el comisario a la espera de la orden.

Me respondes del preso con tu persona… Ya sabés, ¿no? No me lo vas a dejar escapar. Mirá que se me viene el pueblo encima!

—Ta bien, mi jefe…

—Bueno, andá nomás.

Saludó militarmente: giró sobre los talones, y se dirigió hacia la puerta, haciendo roncar las espuelas sobre las baldosas polvorientas. Junto al horcón más grueso del corredor estaba amarrada su cabalgadura; de un salto montó en el bayo lunanco que se cimbró al recibir tamaño peso. Luego pidió el winchester, lo acomodó en el arzón delantero para tenerlo más a mano y se dirigió al preso que, custodiado por un soldado, aguardaba la hora de partir.

—Bueno caminá vos pa’ delante —le dijo ásperamente— y pronto que la jornada es larga.

Emprendieron la marcha. El delincuente, a pie, tomó la delantera conforme a la orden del sargento; este le seguía a pocos pasos, al trote lento del caballo, cuyo movimiento torpe hacía crujir el ensillado viejo y reseco.

Charupás en sus mocedades había sido soldado de dos fortines, en el ancho desierto que media entre Santa Cruz y San José. Allí se había curtido peleando tigres y cazando salvajes. Era alto, casi gigantesco; negro como tronco quemado; recio y fuerte como un guayacán; hecho al sol, al agua, al hambre y a la sabandija, que son los pelos y las señales del desierto. En una de sus correrías un flechazo, que le pasó rozando, le malogró un ojo. Se salvó de la muerte por casualidad. ¡Pero así le fue al bárbaro! Charupás lo bandeó de un tiro y luego, una vez en tierra, “pa’ que te acordés de mí” lo degolló en un “santiamén”.

Para andar por el monte se requiere buen oído y mejor vista. Se corre peligro, a cada paso, cuando estos sentidos no están bien aguzados. El negro tuerto, cansado ya de jugarse la vida a cada rato, pensó un día en cambiar de oficio y aceptó la invitación del comisario que se lo llevó al pueblo y le dió el mando de las fuerzas policiarias, compuestas de dos soldados más flacos y secos que un bagazo.

¡Allí sí que la vida era tranquila! De vez en cuando, había que dar un pescozón a algún borracho alegre y, cada tanto tiempo, carpir los “chacos” del comisario que se había convertido, en pocos meses, merced a su diligencia, en un pequeño terrateniente. Por lo demás, el tiempo sobraba para siestear de lo lindo, bajo la amable sombra de un cupesí, junto a la ancha puerta del viejo colegio jesuítico, convertido hoy en arresto y cárcel para no desmerecer de su vieja y gloriosa tradición.

Pasaban las añadas sin que un delito de importancia conmoviera la plácida morada del pueblo que, bajo la autoridad tutelar del comisario, llevaba una vida patriarcal. Y cuando tal cosa sucedía, era necesario trasladar al criminal al primer asiento judicial para su juzgamiento y mayor seguridad, pues las tapias del viejo convento, no obstante su espesor, prestaban fácil salida a los presos por los innumerables boquetes, mal tapados, que el tiempo había abierto en sus muros seculares.

Días antes, en un rancho vecino, un hombre había victimado a su mujer y a su hijita, criatura de pocos meses, con una ferocidad y ensañamiento bestiales. Perseguido sin cuartel, fue apresado no obstante la desesperada resistencia que opusiera hasta lo último y, a duras penas, se le salvó del linchamiento que los vecinos, indignados, le habían decretado. El criminal era peligroso y astuto a tal extremo que, temiendo su fuga, los hombres se turnaban voluntariamente para custodiarlo durante el tiempo que debía permanecer en la prisión insegura del pueblo.

Para llevar el delincuente a Santa Cruz, donde debían ponerlo a disposición de la justicia, el comisario no encontró un hombre mejor que Charupás y le confió la comisión, haciéndole, previamente, toda clase de advertencias para evitar que se le fugara en el camino.

Marchaban lentamente. El sol estaba muy alto y sus rayos caían a plomo sobre la senda caldeada. Habían avanzado, apenas dos leguas y media y aún les quedaba otro tanto para cubrir la primera jornada. El calor era sofocante y se hacía ya imperiosa la necesidad de cobijarse a la sombra hasta que la fuerza del sol declinase un tanto. Charupás detuvo al caballo y se apeó junto a la arboleda, el preso, por su parte, se apresuró también a buscar la protección del follaje para gozar de su frescura.

—Sentate ahí cerca nomás —indicó el sargento, mientras acomodaba el winchester cuidadosamente— que un rato de descanso nos va a sentar bien a los tres… a mí, al caballo y… a vos.

El criminal hizo una mueca con pretensiones de sonrisa y, en cuclillas, se dispuso a sacar algunas provisiones que traía en la alforja. Se llamaba Casiano Chávez; era bajo, casi raquítico, de mirada torva y aspecto taimado. Una gran cicatriz, como un barbijo le cruzaba el rostro cetrino.

—¡Elay! —exclamó con una risita sardónica, mientras rebuscaba afanosamente—. Pa’ usté yo había estado después de su matusi…

Indudablemente, el sargento no podía disimular el desprecio que le provocaba Chávez. Para aquel negrazo corajudo era inconcebible la saña cobarde de este hombrecillo repugnante, que había dado muerte, sin piedad, a una mujer indefensa y a una criatura.

—Y ¿qué tiene?… ¿acaso vos creés que sos persona…? ¡Mira, pa mí, vales menos que ese matusi viejo y flaco! —Y señalaba al caballo jadeante—. Y mejor es que no seás tan entonao… No tenés derecho a tener orgullo.

El preso intentó echar a la broma la indignación del sargento.

—Que don Charupás este —masculló dirigiéndose a comer—, parece que está hoy con ganas de chistear…

Pero el negro no lo comprendía así.

—¡Chistes!… ¡Y tan luego con voz!…Con voz de pedazo de bruto —subrayó— Decime ¿qué sentiste cuando mataste a tu mujer y a tu hijita? …¿no se te ablandó el corazón cuando gritaban? …¡Bestia! ¿No sentiste, siquiera, ya que no lástima, un poco de vergüenza por tu cobardía? …¡Habla perro!…

Chávez esbozó una sonrisa cínica palideciendo visiblemente.

—Eso no le importa a usté —alegó— usté no es quien me va a juzgar…

Charupás sacudió la cabeza desdeñosamente. Le irritaba el desplante del asesino y quiso humillarlo aún más.

—Pero ¿vos sabés lo que te espera? ¿Crées, acaso, que te vas a escapar del plomo?

– Y ¿quién sabe? Se han dao casos…

El sargento se levantó bruscamente. Le exasperaba el cinismo de Chávez. Quedó un momento, como desconcertado, pero al fin tomó una resolución.

—Bueno,..caminá ya…vamos que hemos descansado bastante.

Su voz era turbia.

Ajustó la cincha y montó.

***

Marchaban a paso lento. El preso por delante y Charupás, enhorquetado en el lunanco viejo, con el rifle a mano, cruzado sobre el arpón del apero.

—No te desvíes, Chávez…Andá nomás por el medio…mirá que conmigo no vas a jugar…

El preso volvía a tomar el centro de la senda.

Habían avanzado muy poco. El sol, bastante alto, todavía, baja al tranco lento por la ruta azul del cielo. La sombra asomaba bajo la arboleda rala festoneando los caminos. A trechos, sobre la arena blanda, se marcaba la huella fresca, en zig zag, de algún culebrón que, seguramente, cruzó la senda en pos de la presa.

El animal tropezó y estuvo a punto de caer.

Charupás levantó las riendas en un tirón seco, escupiendo una palabrota.

—Mal empezamos… ¡y todavía faltan cincuenta leguas!

Miró al preso que marchaba desganado. Un sentimiento de rabia se apoderó del sargento. Pensó que debía aguantar ocho días de molestias: mal montado, mal dormido, vigilando a toda hora. Después, por asociación de ideas, recordó sus tiempos de fortinero, cuando en las batidas de salvajes, se hacía aquellas matanzas por decenas. Convino en que él los había despachado por despacharlos, pues ellos, en todo caso, no tenían la culpa de hacer lo que hacían. “Al fin y al cabo, era bárbaros”…

—No te desvíes Chávez…

Le molestaba la persistencia del criminal que, quizás sin intención, se arrimaba al monte.

En la obscuridad de su cerebro rumiaba las ideas.

Los bárbaros atacaban al hombre “porque el hombre no tenía piedad para con ellos, en la persecución. Se les mataba donde se les hallaba y, en ocasiones se mataba a los bárbaros que jamás habían atacado al hombre. ¡Qué diferencia con los cristianos! Estos muchas veces eran tan bárbaros como los bárbaros mismos. ¡Y sino que lo diga Chávez! Y por el solo hecho de ser cristianos, se les enviaba al pueblo para ser juzgados y, a lo mejor para que lo dejen en libertad por la influencia de algún “doctorcito”.

—No te desviés del medio, Chávez… mirá que ya m’estás acobardando…”Era realmente injusto que, para crímenes iguales, se hiciera tanta diferencia”.

De pronto el preso se plantó en mitad de la senda.

Charupás lo miró desconcertado.

—Me cansé…ya no sigo adelante.

Al negro se le subió la sangre a la cabeza.

—Caminá…flojonazo…

—No me da la gana.

***

Al atardecer regresaba el sargento Charupás al pueblo, al paso cansino del bayo lunanco.

El comisario, que tomaba el fresco bajo el amplio alero del corredor, tiró la colilla que tenía entre los labios y quedó perplejo.

—Ché ¿no es Charupás ese que viene en el bayo?…

El soldado hizo sombra con la mano sobre los ojos.

—Sí, señor, el mismo.

Un gesto angustioso se pintó en el rostro seco de la autoridad.

—¡Caramba!… a que se le ha escapado Chávez.

—No es sujeto —deslizó el soldado, entre dudoso y convencido.

Entre tanto, espoleando la cabalgadura, el sargento se apegó a las casas.

El comisario no ocultaba su impaciencia.

—¿Y?…

El negro bajó del caballo y se cuadró militarmente.

—Quiso huir… y lo liquidé, mi jefe.


(De Antología de cuentos Extraordinarios de Bolivia, Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho Oliva, 2017)

Alfredo Flores (Santa Cruz, 1900—1987), nació y falleció en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Periodista, ensayista, novelista y dramaturgo, es recordado por su novela La Virgen de las Siete Calles (1941). Como cuentista destaca su libro Desierto verde (1933), que incluye el relato El sargento Charupás.

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