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Alasitas

El 24 de enero salí de casa sin percatarme que era día de Alasitas. Craso error.

Algunas gestiones me llevaron a la calle Figueroa al final de la mañana, y mi retorno me encontró intentando cruzar la Plaza de San Francisco en pleno mediodía paceño.

San Francisco era un caos abonado por la oferta de mercancías de todo tipo. Ya quedaron atrás los días en que se compraban solo billetes, automóviles y casas en miniatura. Los actuales vendedores de ilusiones engrosaron su oferta con divisas internacionales, contratos de trabajo, titulitos profesionales, certificados de matrimonio… en fin, la variedad responde solamente a las necesidades y fantasías de la gente. Se venden también gallos y gallinas, para quienes necesiten ayuda sobrenatural para conseguir pareja.

Ya que hay una multitud con afán de comprar… pues a vender lo que se pueda, parece ser el criterio de todos los vendedores paceños. Refrescos, sándwiches, pasteles (en tamaño natural y en miniatura), adornos, cables USB, todos los vidrios de colores del S. XXI se venden junto con comida y bebida de todo tipo,  conformando un extraño y atiborrado fresco alasitero paceño. No solo multicolor, multiaromático y multicultural, sino también multireligioso.

¿Cómo puede, si no, explicarse que sacerdotes católicos bendigan las miniaturas que fueron compradas hace apenas minutos por devotos del Ekeko, dios andino de la abundancia?, ¿y cómo entender que esos sacerdotes compartan espacio y bendiciones con los inciensos de los yatiris? Algunas gotas de agua bendecidas por el representante cristiano habrán tocado el poncho del chamán originario, y otras de alcohol ritualístico andino habrán mojado la sotana del cura católico. ¿Cómo es que ninguno prende en llamas al contacto de las armas enemigas, o sufre al menos alguna insoportable alergia? No hay drama, parecen decir ambos. Finalmente, lograron algo casi imposible según las modernas teorías de la mercadotecnia, pese a ser (al menos, en teoría), competidores: lograron compartir el mercado, sin tener que repartírselo. Sí, los clientes compran a ambos bandos con igual entusiasmo, y todos felices. Cada uno proclama a su propio dios como único, pero no rehuye la posibilidad de compartir costos y espacio con la competencia. Bien por ellos, supongo. La humanidad siempre fue proclive a cambiar de dioses, al no obtener los favores solicitados, así que… ¿por qué no adorar a más de uno, por las dudas?, ni siquiera es necesario olvidar a uno para pedir milagros al otro. La libre competencia llegó para quedarse, señores, y ni la divinidad se salva de las nuevas reglas del juego.

Imagino, sin embargo, a Jesús redivivo, poseído por el espíritu que lo llevó a azotar a los mercaderes que lucraban a las puertas del templo dedicado a su padre. No le importó que todos ellos adorasen a ese único dios, pues la ofensa estaba en lucrar con la venta de corderos y palomas a ser sacrificados para gloria del todopoderoso. Hoy no, si alguien intentase castigar a los mercaderes de la fe, supongo que sería azotado por ambos bandos. La mayor divinidad del 24 de enero paceño, el mercado, ganó la batalla hace mucho, con al apoyo de moros, pachamamistas y cristianos.

Formalmente, el fenómeno arriba descrito se denomina sincretismo, término que en antropología alude a la hibridación de dos o más tradiciones culturales. El sincretismo religioso se refiere a la misma amalgama, pero de distintas creencias religiosas. Hasta en eso somos mestizos (aunque el término ahora esté tan venido a menos), pidiendo bendiciones de una voz en español que nace al amparo de una casulla, y de otra aymaraparlante, que surge debajo de un ch’ullu andino.

Ese sincretismo nos lleva a comprar miniaturas pidiendo al diosesillo aymara que las convierta en realidad “tamaño natural”, y para asegurarnos de que así suceda, pedimos la bendición de un sacerdote cristiano. Se compran billetes en miniatura, y se pide el sahumerio de un amauta aymara para que se conviertan en dólares verdes y verdaderos. Así, se gasta dinero real para comprar dinero feble.

Se buscan gallos/gallinas con características especiales, en lugar de invertir ese tiempo y dinero en invitar un api con pastel a una persona real.

Se paga Bs 10.- para que un adivino lea nuestra suerte en plomo derretido, o en cartas. Se compra champagne real para hacer el brindis de una boda falsa con certificado matrimonial en miniatura, que ostenta la figura de un diminuto ídolo cuya inmensa sonrisa parece ser más de burla que de alegría.

Pensarán que odio esta fiesta. Pues no. Lo que pasa es que me disgustan las multitudes desordenadas. Por eso —y porque soy un descreído de las divinidades de todo color y origen— no voy a las alasas el 24 de enero.

Pero por supuesto que iré alguna noche. Para apreciar el trabajo de los pocos (y cada vez menos) artesanos que aún se encuentran en el campo ferial, apartados y casi olvidados en esta fiesta que debería ser suya. Para tomar api con pastel (o quizá tojorí, o ambos), para comer anticucho, churros, hamburguesitas y jadoquitos. Para perder cándidamente y sin remordimiento algunos pesos en los juegos de azar, y para jugar canchitas, claro. Quién sabe, quizás hasta me compre una gallinita, si encuentro una con sonrisa sincera y con cara de ave paciente y cariñosa.

¿Contradictorio?
Pues sí. Cómo no serlo, habiendo nacido en La Paz, ciudad crisol de la bolivianidad, y sede original de esta fiesta de la miniatura, materialización de las mayores contradicciones posibles.

Ahí nos vemos.

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