En los pasillos luminosos del Kungliga Tekniska Högskolan de Estocolmo, un ingeniero explica con precisión matemática lo que puede significar una guerra nuclear o el fin del mundo. “El uranio natural contiene 0,72% de uranio 235. Para generar energía basta con enriquecerlo al 3,67%. Pero para construir una bomba, hay que llevarlo al 90%”. Lo dice sin énfasis, casi como si hablara de una receta de laboratorio. Y, sin embargo, detrás de esos porcentajes mínimos se esconde la amenaza total: la posibilidad de borrar ciudades enteras de la faz de la tierra.
Según la OIEA, en Irán ya hay más de cuatrocientos kilos de uranio enriquecido al 60%. Y en 2023 se detectaron partículas al 83,7%. Falta poco. Falta menos, sin embargo, la bomba todavía no existe. No hay evidencia de que Irán haya cruzado el umbral definitivo. Pero para algunos líderes – como Benjamin Netanyahu – la sospecha basta para desatar la guerra.
¿Se puede matar por sospecha?
El pistolero no espera al juicio. No necesita pruebas. Su única brújula es la sospecha. En la historia de los Estados Unidos, los pistoleros tuvieron un lugar heroico: en un mundo sin ley, ellos “imponían justicia”. Hasta que dejaron de ser cowboys y se transformaron en presidentes. George W. Bush disparó contra Irak sin esperar el fallo de la ONU. Contra, incluso, de la opinión global. Su pretexto fue armas de destrucción masiva que jamás se encontraron. La sospecha se convirtió en causa. El daño, irreversible.
Trump, su heredero político, disparó contra los inmigrantes. No necesitó jueces ni pruebas. Bastaba con ver su piel o su origen para condenarlos como criminales. Esa lógica del gatillo fácil – étnica, religiosa, identitaria – se ha globalizado. Hoy Netanyahu asume el mismo papel en Oriente Medio. Y como buen pistolero, busca ampliar sus objetivos: ya no se trata solo de impedir que Irán tenga armas nucleares, ahora se habla de “liberar” al pueblo iraní de su régimen opresor. Y lo hace repitiendo eslóganes en farsi que antes coreaban las mujeres iraníes: «zan, zendegi, azadi». Mujer, vida, libertad.
El problema es que, en nombre de la libertad, también se pueden cometer masacres.
El escenario es trágicamente familiar: una guerra regional que puede escalar a una catástrofe global. Netanyahu, al igual que Hamás, ha sacado rédito político de la guerra en Gaza. Lo mismo podría pasar con Irán. Incluso si el pueblo iraní no apoya a su régimen, eso no implica que acepte con brazos abiertos una intervención extranjera. El nacionalismo, como sabemos, no necesita legitimidad democrática: se alimenta del enemigo externo. Una guerra abierta podría consolidar lo que las urnas no logran sostener.
¿Quién detiene esta locura?
La ONU ha perdido su voz. Desde la invasión de Putin a Ucrania, su Consejo de Seguridad está paralizado. Rusia veta lo que le incomoda, Estados Unidos lo que no le conviene. El contrato global de derechos y deberes se ha roto en mil pedazos. En San Petersburgo, Putin insiste: “Ucranianos y rusos son un solo pueblo. Ucrania es nuestra”. Suena familiar: una patria impuesta, una historia inventada, una guerra justificada.
Hubo un tiempo en que la humanidad se guiaba por otra brújula.
En Atenas, la tragedia educaba en la compasión. En Jerusalén, el rabino Hillel enseñaba: “Lo que es odioso para ti, no se lo hagas a tu prójimo”. En la India, Buda promovía la compasión. En China, Confucio decía lo mismo con otras palabras. Distintos credos, una misma regla moral: “No hagas daño”.
Hoy, esa ética mínima parece arcaica. Pero quizás sea la última cuerda que nos separa del abismo. La tecnología avanza. Las centrifugadoras giran. Los discursos se endurecen. Y en medio del ruido, apenas se escucha esa voz antigua que nos recuerda lo esencial: “No matarás por sospecha”
Quizás aún estemos a tiempo. La ¿UE? ¿China? ¿Arabia Saudí? o tal vez Trump, en arranque inesperado.