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Adolfo Cáceres Romero –  El último khipukamayu

El último khipukamayu

 

                                                “Entendíase y entiéndese tanto por esta cuenta, que

                                               dan razón de más de quinientos años de todas las

                                               cosas que en esta tierra en este tiempo han pasado.

                                               Tenían indios industriados y maestros en los dichos

                                               quipos y cuentas y éstos iban de generación en

                                               generación mostrando lo pasado, y en pasándolo a

                                               la memoria a los que habían de entrar, que por

                                               maravilla no se olvidaban cosa por pequeña que

                                               fuese”. 

                                Cristóbal de Molina, “Ritos y fábulas de los Incas”  (1572)

 

                                               “Pero lo que más me espanta es que por los mismos

                                               cordones y nudos contaban las sucesiones de los

                                               tiempos y cuánto reinó cada inga, y si fue bueno o

                                               malo, si fue valiente o cobarde, todo, en fin, lo que

                                               se podía sacar de los libros se sacaba de allí; cómo

                                               fue esto, yo no lo entiendo ni lo sé; esto es tan cierto

                                               que hasta hoy los hay y tratan de ellos los viejos”.

 Fray Martín de Morúa, “Los orígenes de los Ingas” (fines del siglo XVI)

 

                                               “En el cual quipo, dan ciertos nudos como ellos

                                               saben por los cuales y por las diferencias de los

                                               colores distinguen y anotan cada cosa como letras”.

                                    Pedro Sarmiento de Gamboa, “Historia índica” (1572)

            El Inquisidor había logrado descubrir el lugar dónde se escondía el último khipukamayu. Le pagó lo prometido al chaski que le trajo la noticia y lo despachó, recomendándole que no dejara de informarle sobre los movimientos de ese rebelde. Suponía que estaría haciendo lo de siempre, a pesar de la prohibición que podría costarle la vida. Lo que indudablemente no sabía –ni el chaski—— era que el khipukamayu acababa de dejar este mundo. Picado por una víbora venenosa, en la selva amazónica, Wamán Kondorkanki, al extraer las yerbas con las que preparaba sus anilinas, se encontró de cara con la muerte.

 El que ahora continuaba con la elaboración de los khipus era Ilo, su hijo, de apenas 16 años. Wamán Kondorkanki, antes de morir, le había instruido acerca de la importancia de su último khipu. Y no solo eso, sabiendo que irremediablemente se acababan sus días, venciendo las fiebres, diseñó con él la estrategia que debía seguir para preservarlo.  Todavía necesitaba de dos colores, para los nudos finales. Era el más importante y complejo de cuantos había amarrado. Desde niño le había enseñado a Ilo el secreto de la elaboración de los khipus. Lo único que su hijo aún no podía dominar era el uso de los colores en los contenidos abstractos; con los concretos no tenía mayor dificultad. Sabía que no le era fácil combinar las tinturas y anilinas para fijar los hechos heroicos con el pensamiento de sus protagonistas; además, ya no era como antes. No disponían libremente de los colores que precisaban. Los tejedores y los ceramistas, temerosos de las represalias del Inquisidor, no se mostraban dispuestos a ayudarlos. Desde la destrucción de los khipus, miraban los afanes de Kondorkanki con cierto resquemor; puesto que, como compartían el uso de las tinturas, temían ser comprometidos con lo que hacía. No sigas, Kondory, le habían dicho, tienes que cambiar de oficio. Este es mi último khipu, les había respondido, desde luego sin que aún estuviera dispuesto a renunciar tal oficio.

Tanto las autoridades como los curas no se cansaban de repetir que los khipus eran malos, paganos y demoniacos. Claro, para ellos, decía Kondorkanki, porque no conocen a la Pachamama ni a nuestros achachilas. Todos los pobladores originarios sabían que en esos amarros se enlazaban no solo las normas de su vida, sino la historia de su pueblo, de su cultura, de sus wakas y sus  Inkas.

¿Alguno de los khipukamayus del Kollasuyu habrá sobrevivido?, le preguntó a un Jilakata amigo.

No sé ni creo que alguien lo sepa, le respondió.

¿Y qué sabes de Wayqochuri?, era el mejor de todos.

Murió el mes pasado, en Laja.

¿Murió?, Kondorkanki balbuceó. ¿Entonces, solo quedo yo?, se estremeció, retirándose sin despedirse. Murió el mejor, el único que desataba y ataba la sabiduría de los amautas del pasado. ¿Ahora, soy el último? No, todavía estaban sus hijos; especialmente Ilo. Ellos nunca iban a renunciar lo que habían aprendido. Sabían que en los nudos estaba la voz de su raza, de sus antepasados. Lo mismo afirmaban los ceramistas y tejedores, respecto de su obra; aunque muchos de ellos se concretaban a mostrar su habilidad con los colores, camuflando su simbología en ornamentos útiles y domésticos; los más avezados se esmeraban en exponer sus destrezas como una muestra de la identidad cultural de sus familias o de su región, antes que la energía de su raza; entonces, parecía que pintaban al dios Sol no como una divinidad, sino como un ente decorativo.  Los tejidos kallawayas, en cambio, eran más auténticos, aunque herméticos. También había pintores indígenas ——en los templos católicos— que  mostraban la imagen de la Virgen María con el cuerpo del Cerro Rico de la Villa Imperial de Potosí; los inquisidores, complacidos, los dejaban trabajar en paz.

Cierto día, los tejedores, alarmados, dejaron correr la voz con la noticia de que Kondorkanki los iba a exponer a todos. Se había propuesto revelar lo que ningún khipukamayu se animó a hacer. La voz de las montañas está en mis hilos, les había dicho. Nuestra sangre viene del tata Inti, al que ustedes ahora desconocen. Voy a anotar en mis khipus el secreto de los colores que usamos y su simbología.  Algunos de los que le escuchaban se retiraron sin proferir ninguna palabra; otros, le dijeron que eso solo les pertenecía a ellos, nada más que a ellos, como legado de sus ancestros;  entonces, Kondorkanki decidió callar, recordando que muchos khipukamayus fueron entregados a las autoridades coloniales por sus propios amigos y hermanos.

Kondorkanki, al saber que no tenía remedio contra la picadura de la víbora, le reveló a su hijo todo lo que pudo: Vas a tener en cuenta que los pensamientos surgen  de la cuerda primaria, de su grosor, de la distancia de sus nudos; de los colores, para resaltar su invariable simbología, le dijo, mostrándole los hilos y las anilinas. En aymara el nudo simple se denomina “Urqu chinu” (nudo macho) y el nudo ojal “Qachu chinu” (nudo hembra), no lo olvides. Sí padre, lo sé, le respondió Ilo. Nadie mejor que tú para trenzar las palabras, iluminando las ideas, los juicios y pensamientos, tanto en quechua como en aymara. Esos últimos días, Ilo siempre había estado atento al trabajo de su padre; además, también él practicaba con sus  khipus, componiendo  cantos de amor.

Wamán Kondorkanki, la semana que padeció con el veneno que recorría por el afiebrado torrente de su sangre, antes de que llegara a su cerebro y a su corazón, le indicó a Ilo lo último que tenía que hacer. Arrasado por la fiebre, revivía en su delirio el valor de los nudos y de los colores; trataba de que su hijo fijara en su mente el secreto de su postrer amarro. No tenía mucho tiempo, pero había que salvar lo más valioso de su oficio; y así diseñó su final y cómo engañar al Inquisidor. Sabía que éste, al enterarse de su muerte, se desplazaría hacia su pueblo; movería cielos y tierra por dar con los khipus que almacenaba. Esa biblioteca de nudos sería su carnada para preservar el último khipu y difundirlo por los cuatro Suyus.

La muerte galopaba por la puna. Nadie se le interponía; tampoco osaba salirle al paso. Avanzaba, con alas de viento, tal como se lo había advertido su padre, antes de expirar; de ahí que Ilo emprendió la misma ruta del Inquisidor, pero al revés, cuidándose de no tropezar con él.

En los templos, los curas continuaban con su prédica, condenando la labor de los khipukamayus. Solo el diablo amarra esos nudos, para confundir a la gente, decían. Lo único válido estaba en el Catecismo, donde se alababa al Dios verdadero, empezando con el “Yo pecador” y “El Credo”.

Luego de la muerte de su padre, Ilo se sintió tan solo y desamparado que únicamente esperaba el arribo de sus dos hermanos. Su madre había muerto asesinada, años atrás, por el hombre al que encontró malherido entre la maleza; al que curó, alimentó y  salvó la vida, pero él, un vascongado que iba en busca del Dorado, una vez repuesto, la violó y mató, sin piedad ni gratitud. Ilo apenas tenía seis años.

Los amigos de Ilo, con los que jugaba amarrando cordelillos, también habían desaparecido. Tuvo miedo, especialmente al no saber nada de sus hermanos. A pesar del peligro que se cernía sobre su cabeza, se hallaba empeñado en continuar la labor de su padre; concentrándose en el último khipu. No olvidaba que le había recomendado que no hablara con nadie sobre su existencia; algo más, si bien para completarlo precisaba del rojo Sangre de Drago y del azul de Anqas ——colores que cada vez se le hacían más difíciles de conseguir——, podía suplirlos con otras anilinas; no sería lo mismo, pero añadiendo nuevos amarros, podría explicar su ausencia. Acudió a los ceramistas y tejedores con los que trabajaba su padre. Todo fue inútil.

            El Inquisidor se preparaba para abandonar el pueblo de Paria, luego de colocar, en las esquinas de la plaza, un bando engañoso con el fin de atrapar al que consideraba el último khipukamayu. En dicho bando le ofrecía una buena suma de reales en oro. Solo debía revelarle la clave para la lectura de los khipus y entregarle los que todavía mantenía en su poder. Le decía que, por ser el último, le sería respetada su vida; es más, hasta podría elaborar sus khipus para la Corona.  El Inquisidor también pagó a los chaskis que llevaron el bando a las comunidades más apartadas de Nueva Toledo. De acuerdo a sus estadísticas, esos últimos 10 años, prácticamente se había exterminado a los khipukamayus de los cuatro Suyus. Ahora le restaba atrapar al último que, según le dijeron, vivía en un lugar perdido en la selva, llamado Montepunku. De acuerdo a los datos que tenía, desde julio de 1583 a la fecha, 27 de mayo de 1690, se había logrado eliminar a más de 10.000  khipukamayus, incinerando, además, más de 90.000  khipus, sacados de las tumbas, de las casas de los kurakas y amautas; desde luego que también arrasaron con los que existían en los yachaywasis del incario.

            El Inquisidor había aguardado con impaciencia la respuesta a su bando. Si no se presenta hasta el primer día del mes de junio, mis hombres lo atraparán en su guarida, sentenció. Yo mismo lo haré. Pero sus hombres tampoco llegaban. Están en camino, su señoría, le decía su secretario, que recibía los partes casi a diario. Los soldados trepaban la cordillera, maldiciendo la suerte que los había llevado a cruzar por la cima de esos nevados. Ese mes de mayo les anunciaba un invierno bastante gélido.

Cincuenta hombres venían sin pausa ni descanso, junto con el Alguacil solicitado por el Inquisidor, a pesar de las inclemencias del tiempo, luego de haber desembarcado en el puerto de Tumbes. Procedían de Santo Domingo, a donde habían arribado desde el puerto de Cádiz, el pasado año.

            ILo llegó a saber que Sabino Tarky, el último kipukamayu ahorcado unos meses atrás, había ocultado los colores que él precisaba en las cercanías de Paria; pero el Inquisidor todavía estaba ahí, controlando el movimiento de los seguidores de Tarky, que caían en sus manos sin mucha resistencia. A fin de que Tarky hablara, le había hecho saltar los ojos, en la cámara de tormentos.  Tarky murió sin revelar nada. Y todo eso lo sabía Ilo, porque ya era de dominio público. Lo que nunca pudo entender era por qué el Concilio Provincial de Lima decretó la destrucción de los khipus y el exterminio de los khipukamayus. ¿Qué mal podían hacer ellos, amarrando sus nudos? Desde entonces, la Corona había apresado y torturado no solo a los khipukamayus, sino también a sus familiares y amigos. Él mismo había pasado días de angustia, junto a sus hermanos. De ahí que todos se movilizaron y enterraron sus khipus en los puntos más inaccesibles del Tawantinsuyu.

Hacía un mes que el inquisidor aguardaba a Kondorkanki, armada la trampa, con los colores que sabía que él buscaba. El bando circulaba por los poblados y caseríos de la zona andina, cuando se enteró de la muerte del khipukamayu. Ese mismo día Ilo se encontraba en la misma ruta, camino de Paria. No vayas Ilo, puede ser una trampa, le había advertido su prima Ñawila, acuérdate lo que le hicieron a tu madre.

            Así que murió el último, dijo el Inquisidor, dispuesto a ubicar la morada de Kondorkanki. ¿Sería realmente el último?, se preguntaba. Después de todo, tenía descendientes. Clavó la vista en los ojos del chaski que le trajo la noticia. No confiaba en esos indios.

            ¿Cuántos hijos tenía?, preguntó.

            Tres, respondió el chaski.

            ¿Tres?

            Sí, y los tres varones, dijo el chaski.

            Pronto acabaré con ellos, el Inquisidor se mordió los labios.

            Ningún khipukamayu que tiene hijos guarda su secreto para sí, tampoco guarda los khipus en su casa, le dijo el chaski.

            Lo sé. Sus hijos deben saber cómo los elaboraba y dónde los escondió, dijo el Inquisidor. Los capturaré.

            No vivían con él, a no ser el menor, Ilo, le dijo el chaski.

            ¿Hilo?, nombre apropiado para un khipukamayu.

            Él acompañó a su padre hasta sus últimos días.

            Entonces, él me revelará lo que busco, el Inquisidor guardó la carta que el chaski le había entregado.

            ILo siempre escuchaba la voz de su padre, en todos sus empeños; también recordaba su mirada fija, insistente; sus ojos porfiados en el postrer destello. Quiso cerrarlos, pero no se atrevió a tocarlos, seguro de que ahí permanecía su último adiós, acompañándole hasta cumplir con su último encargo. Sentía que le decía que debía cuidar ese khipu, con especial esmero. Recordaba cómo lo vio, afanoso, el día que había empezado a trenzar la cuerda primaria, comentándole que ahí, en esos nudos, registraba el secreto de los khipus; tuvo especial cuidado en fijarse en ese amarro, en el sutil y preciso movimiento de sus dedos, pues de él pendían las otras cuerdas, más delgadas, con sus nudos y enlaces secundarios. Faltaban dos colores para completarlo. Era el más complejo que le había encomendado concluir su padre. Asimismo, en otro khipu, Ilo registraba los sucesos que se habían desencadenado, tanto con el exterminio de los khipukamayus, como con la incineración de sus amarros.

Cuando, al amanecer del primer día de julio, Ilo contempló en la vastedad del  altiplano al pueblo de Paria, lo sintió tenebroso. Tenía el aspecto de estar tendido, como un animal en acecho, aguardando su arribo. Apilado y mísero, alrededor de su templo, ¡qué pequeño era! Ingresó en la plaza silenciosa, cargado de phullus, junto con unos arrieros. Al lado del templo y su vistosa torre, estaba la cámara del Inquisidor. Escupió su bolo de coca, después de leer el bando fijado en la puerta. Jamás te fíes de un blanco, le había dicho su padre, recordándole cómo engañaron al Inca Atawallpa, quien les llenó de oro y plata por su libertad y, sin embargo, igual lo mataron. Ilo sonrió, con amargura, sintiendo como nunca la ausencia de Kondorkanki. Ya sé, padre; ya sé lo tengo que hacer, balbuceó; por lo menos, podía darse ánimos con sus sabios consejos.

Como las recompensas habían subido por cada khipu destruido o khipukamayu entregado, Ilo recordó que siempre tuvo que proceder con cautela, escondiéndose; todos lo conocían como el hijo del khipukamayu. Pero ¡ya, basta!, se dijo un día, cansado de pasarse la vida de refugio en refugio. Salió a las calles y recorrió los sembradíos, saltando las acequias. Cosa curiosa. Nadie le habló ni saludó. Todos fingían no conocerlo. Mejor, mejor, se dijo y volvió al khipu que amarraba, dispuesto a seguir el plan trazado por su padre; tal vez sería el último. ¡Ah!, pero si todo le salía bien, podría sobrevivir lejos de esas comunidades, perdiéndose entre las montañas o internándose en la selva, más allá de Montepunku, que era la entrada a la tierra de los chiriguanos. Afortunadamente ya había encontrado la Sangre de Drago, pero los lugares donde se conseguía el azul de Anqas estaban controlados por el Inquisidor; luego, alguien le reveló que Tarky lo había puesto a su alcance, junto a las aguas termales que estaban cerca de Paria. Le habían comunicado que los ceramistas del lugar lo obtenían de una arcilla que se encontraba junto a esas aguas. ¿Cómo llegar, si ahí está el Inquisidor? Se había desplazado desde Montepunku hasta las inmediaciones de Tiwanaku. Nadie habitaba entre esas ruinas; algunos indígenas se ocupaban de enterrar los monolitos, anoticiados de que los conquistadores estaban dispuestos a destruirlos. Luego pernoctó en la Villa de San Felipe de Austria, donde le dijeron que los tejedores usaban un azul parecido al de Anqas y que los ceramistas sabían dónde encontrarlo. Advertido de que el Inquisidor ya había salido de Paria, apresuró su paso, trepando montañas, sin perder el curso de su ruta.

            Un anciano ceramista, muy enfermo, ahí en Paria, le reveló a Ilo que esa arcilla azul, que decían que Tarki encontraba cerca de las aguas termales, no existía. Todo era invento del Inquisidor. Pero el Inquisidor salió, ¿no?, le preguntó Ilo. Eso no sabría decirte. Pero todo el pueblo lo vio partir, dijo Ilo. Sí, pero yo no me confiaría, le advirtió el ceramista. Parece que el que partió fue el Alguacil. ¿Entonces, está o no está aquí? Te digo que no lo sé, le susurró el ceramista, mirando por la ventana. Ilo de pronto sintió murmullos y pasos, alrededor de la casa. No sé más, el ceramista se recostó en su camastro. Algo pasa ahí afuera, dijo Ilo. Son los arrieros, le tranquilizó el ceramista. Solo preciso ese azul, insistió Ilo. Si quieres encontrarlo, búscalo en Inkallajta, donde los inkas hubieron construido una gran fortaleza, que pocos conocían. Los inkas vivían rodeados de khipukamayus, que elaboraban las crónicas del incario. Inkallajta era una antigua fortaleza que se encontraba en las inmediaciones de Mizque, poblado muy frecuentado por los nobles de la Villa Imperial de Potosí; ahí acudían las mujeres parturientas para dar a luz a sus guaguas. A Mizque también acudían los comerciantes de Laja, poblado que concentraba una gran cantidad de mercaderes. ¡Ah! Y también hay una ciudad secreta, cerca al Cusco, en la cima de una gran montaña. Se llama Machu Pijchu. Ahí encontrarás todo lo que buscas.

              ¿Por qué el Inquisidor eligió este pueblo y no se quedó en la Villa de San Felipe de Austria?, le preguntó al anciano.

Paria es el pueblo más antiguo de esta zona; además, los gritos que salen de la cámara de tormentos aquí ni Dios los escucha, le respondió, desde su camastro.

            ¡El Inquisidor está aquí!, Ilo le lanzó una mirada angustiosa al ceramista. Había percibido el ruido metálico de las armas y se encomendó a los achachilas.

Te dije que no te confiaras, le advirtió el ceramista, antes de cerrar los ojos y hacerse el dormido.

¡Nos rodean hombres armados!, exclamó Ilo, justo el momento en el que apareció el Inquisidor. Los hombres que lo acompañaban lo maniataron.  El Inquisidor le agradeció al ceramista por haberlo entretenido. Pensé que me ibas a traicionar, le dijo, sonriendo. El ceramista no le respondió. Bueno, ahora todo depende de lo que me digas, miró a Ilo. No sabes cómo aguardaba tu llegada, le dijo, mientras los soldados ingresaban y revisaban la casa. Aquí no hay nada, dijeron. Dónde guardan los khipus que trajiste, le preguntó el Inquisidor. No traje nada, dijo Ilo. Y yo solo me dedico a la cerámica, acotó el anciano, abriendo los ojos. No, tú, sino este mozalbete que también sé que amarra los khipus. Los amarras como tu padre, ¿verdad?, el Inquisidor se aproximó a Ilo, con paso felino. No sé de qué me habla, le respondió el muchacho. Bien que lo sabes y yo sé lo que buscas.

ILo fue engrillado en la cámara de tormentos. La luna asomó tras los barrotes de la estrecha ventana. Los ojos de Ilo la contemplaron por un instante, mientras el Inquisidor, con sus largos cabellos caídos sobre los hombros, se quitaba el capote negro; enseguida ingresó el verdugo, sin capucha, hirsuto el mentón. El Inquisidor le preguntó si había alguien afuera. Solo los centinelas, respondió el verdugo. ¿Trajeron los khipus?, el Inquisidor, encendiendo las velas. Solo éstos, dijo el verdugo; eran los únicos que encontramos entre las pertenencias del reo. Entonces, el Inquisidor le pidió a Ilo que identificara los khipus que habían encontrado sus hombres. Quería saber cuál era el último. No son míos, dijo Ilo. Los arrieros dijeron que tú los trajiste, el Inquisidor le lanzó su aliento que hedía a coca, sin lejía. No son míos, insistió Ilo. ¡Mientes!, gritó el Inquisidor. Aquí debe estar el último que amarró tu padre. Ilo no le respondió, tenía las muñecas y los brazos engrillados, sangrantes, en el péndulo de tormento. ¡Al menos dinos de qué tratan!, gritó el Inquisidor. No lo sé, Ilo esbozó una mueca de dolor. El verdugo giraba lentamente el cabestrante, tensando la soga. ¿Para qué precisabas el azul de Ankas?, resonó la voz irritada del Inquisidor. Ilo no respondió, sentía que los hombros se le descoyuntaban. ¡Para qué, engendro del diablo!, la voz que le estremecía. Para hablar de los sembradíos, gimió Ilo. ¡Mientes!, bramó el Inquisidor. Dime la verdad y te perdonaré la vida.

ILo permaneció en silencio, no le creía, pero todo iba bien. Sí, porque le libraban del grillo que apretaba sus muñecas, para sentarlo en el banquillo del garrote. ¿Dirás todo lo que sabes ahora?, la voz del inquisidor. Ilo, mirando los khipus, le respondió: Tratan de la vida de los Inkas; del Tawantinsuyu y su grandeza. ¿Aquí está el último?, la voz impaciente del Inquisidor. Sí, dijo Ilo. ¿Cuál es?, el Inquisidor. No lo sé.

¿Todo iba a comenzar de nuevo?

Lo maniataron al banquillo del garrote. Ilo jadeó, cuando le pusieron en el cuello un torniquete de cuero duro.

Está bien, está bien, les diré todo.

¿Ves que no es difícil hablar?, sonrió el Inquisidor.

Me duele la garganta.

Dime cuál es y te suelto, el Inquisidor.

Ilo lo miró, pensando que todo iba bien. Solo mi padre podría identificarlo, dijo.

¡Mierda!, el Inquisidor llamó a los centinelas y les dijo que sacaran los khipus y les prendieran fuego.  Mientras esos amarros ardían, el verdugo ajustaba el torniquete en la garganta de Ilo. El dolor y sofocón le llegaban instantáneos. Otra vuelta más, dijo el Inquisidor. Eso era todo. Por fin acababa su miedo, el dolor. Estaba en la senda trazada por su padre.  Era lo esperado. Esbozó una sonrisa, más bien una mueca, vacía, sin aire. Antes de que se le nublara el cerebro, desplegó los labios para gritarle al Inquisidor su victoria, la del último khipukamayu; solo sonrió, a pesar del dolor. ¡Padre, ya está…!, se dejó llevar por el sopor de un profundo sueño. ¡Ya está!, sonrió, porque al final su padre le había revelado que sus hermanos guardaban no uno, sino varios khipus con el último mensaje ya concluido, y que el que elaboraron era un khipu incompleto, inútil, que no precisaba del azul de Anqas ni del rojo Sangre de Drago.

 (De Antología de cuentos extraordinarios de Bolivia, de Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho Oliva)

Adolfo Cáceres Romero, (Oruro, 1937). Narrador, profesor y crítico literario. Es uno de los estudiosos más serios de la literatura boliviana. Premio Municipal de Literatura, con su libro de cuentos Galar, 1967. En 1982 la Honorable Alcaldía de la Paz, le otorgó el Premio Franz Tamayo, por su libro de cuentos Entre Ángeles y Golpes. Escribió las novelas: La Mansión de los elegidos (1973), Las Víctimas (1978), Los libros de cuentos: Galar (1968), Copajira (1975), Los Golpes (1983), La Hora de los Ángeles (1987), Poésie Bolivianne du XX. Siecle (1987), Nueva Historia de la Literatura Boliviana Tomo I: Literatura Aborígenes Aymara, Quechua, Callawaya y Guaraní (1987); Tomo II: Literatura Colonial de Bolivia (1990); Tomo III: Literatura de la Independencia y del Siglo XIX (1995) y Poésic Quechua en Bolivia (1990), Antología de la poesía quechua boliviana, en edición trilingüe: Quechua, Español y Francés. Entre Ángeles y Golpes (2001), cuentos; La Saga del Esclavo. Octubre Negro (2007), novelas; Cinco noches de boda (2009) y El despertar de la bella durmiente (2009), cuentos. Diccionario de la Literatura Boliviana (2009) Tercera edición.

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