Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Estoy en Dacia. Asociados a los tracios, dicen de la población local; otros a los frigios pero parece no ser cierto. De todos modos, motes que relacionan con Troya, la de Homero, de la cólera de Aquiles. Pero quedó trunca la narración y leemos acerca de mucho más: de la muerte de Paris, el secuestro de las troyanas, Pentesilea y las amazonas, los etíopes de Memnón, Eneas en otros. Las últimas páginas del poeta ciego son del cuerpo de Héctor arrastrado por los corceles del Pélida; la humillación de Príamo; la hidalguía del vencedor. Juegos mortuorios, bueyes asados, brillantes lorigas y el silencio de las naves en el ponto.
Abro el mapa, sitúo Belgrado en él.
No iré a Pérgamo ni visitaré ciudades turcas ahora, pero me he puesto a pensar cómo cuánto, y cada vez más, me voy acercando al centro de mi imaginación literaria: Troya, la Ilión de Heinrich Schliemann, que también estuvo en Micenas, tierra de los Atridas Agamenón y Menelao. Rondo alrededor, hasta el Bósforo he llegado. Hasta, del otro lado, observar la costa de Edirne y mirar hacia el norte, a la tierra por conquistar con la espalda dada a la Sagrada Puerta. Una Adrinópolis que Miguel El Bravo soñó, y desde la cual amenazaba cruzar en sentido contrario.
Mapa de dos metros de ancho. De Portugal a las estepas cercanas a Sumy y Poltava. De Belgrado a la ciudad del poeta Ovidio, Tomis, la actual Constanza. A ella quiero ir pero calculo que desde esta ciudad será un viaje de casi veinte horas. Una opción que sopeso es la de Sofía, a cinco horas de aquí, permanecer un par de días, salir hacia Varna, ya en el mar, por otros dos. La distancia hacia Constanza se habría reducido considerable. No queda mucho, el mes de mayo, y falta Braila y quizá Chișinău, Moldavia. De todos modos visitaré la Dobrujda y Besarabia, cuna del famoso como nefasto Grigory Kotovsky, de quien los rusos hicieron una magnífica serie televisiva. Vi su tumba en el oblast de Odesa en donde los partidarios de Benia Krik, el Rey, se vengaron asesinándolo por su participación en su muerte.
Tierras de sangre. De juncos y aves zancudas gigantes.
Estando en Sofía estaría a un paso de Troya. Todavía dejo un misterio muy íntimo que me impide concretar esta visita hoy. Ilión es sólida en el imaginario. Sudan caballos de guerra, Patroclo infesta las naos con brillo y armadura de sol. Vulcano martilla incesante, de los metales que forja vuelan estrellas hacia la vía láctea. En el próximo viaje quizá, muy posible al acercarme a Armenia y Georgia siguiendo el paso de los argonautas. Eso si el mundo no ha estallado y humo y ruinas reemplacen las olas del lago Van.
Lo he pensado antes. Cuando Roma caía a crepúsculo en el noveno piso. Cuando en Odesa me sentaba, cerca de la estatua de Richelieu, a contemplar las actividades del puerto y la infinitud del líquido. Gentiles rodaballos miran desde el suelo del mar al cielo. Miradas curiosas o esperanzadas, difícil decirlo. Luego colgarán secos en el mercado de arriba de la Preobrazhenskaia y curiosidad y esperanza formarán parte del mito de nadie. Solemos creer que eternos somos. Apenas rodaballos, peces, pescados.
Mañana del primero de mayo, Belgrado suena calma, olor de café casero, perros callejeros que no he visto hasta ahora dormirán en algún lado. Tengo comida y jugo de naranja. Entraré en la mínima ducha y me emperifollaré para fiesta sin danzantes. Insondable soledad de este viaje. Polvo, camino, maleta, lectura, miradas al vacío, al pasado del vacío, fracasos, triunfos. En un mes aproximadamente enfilaré a casa, a las dos casas. A la final, con mis cuadros de Otto Dix y Christian Schad, a reafirmar la vida y mejorarla. Hay cosas que hacer, trabajos duros corporales y asuntos de espíritu. Labores que hubo que enfrentar antes pero que se hacen hoy. Nunca es tarde para forjar el hierro, jamás. Entregado el cuerpo a Hefestos, Vulcano, sabrá él hacer de nosotros espadas de largo filo o adornos de jardín. En Cochabamba me sentaré en el sofá negro a leer, mirar la cordillera y aguardar por llamadas que solían ser magníficas meses atrás y que supongo siguen pendientes del aire, lucecitas navideñas o ninfas que han de asomarse apenas encienda las luces al entrar, las apague al dormir.
Troya nunca descansa, cuál de las Troyas preguntarán ya que es un túmulo de historia. No importa si la piedra tal o la estatua cual pertenecen al período del fabuloso conflicto. Es lo de menos. Alma de Troya. Las flechas del pútrido Filoctetes vuelan malditas. Guerra de dioses, no de hombres, estos, tristes, son desbarrancados hacia el abismo con líricos cantos fúnebres. Aquileo descansa, si es que un hombre de semejante temple puede descansar. Guerra de dioses. La vida no vale nada reza una canción mexicana. Si conocieran aquella geografía, esa de la vuelta de Dolores Hidalgo, verían que no la vale en serio, que no miente José Alfredo. “Pronto llegará el día de mi suerte”, cantaba Héctor Lavoe. Malhadada asomó ella, igual que para el héroe griego pero en instancias con antelación decididas. De allí me nutro, de veleidades divinas y mundanas, sueños, fastos, sangre de Deyaniras degolladas con escasa proyección al universo. La sangre se seca, tórnase polvo, tizna rostros de nuevos y feroces guerreros, levanta Macedonias y hunde Persias. En Maratón no se consolidó nada siendo que ya estaba escrito. Y si escrito estaba, era literatura. Vuelvo a decirlo, de esas fuentes bebo yo. De la imaginación febril que creo mía, única, sin darme cuenta de que ya la soñaron, como a mí mismo, que lo que mis manos redactan sobre el papel son manifiestos muy antiguos, letra sobre letra, civilización por civilización. Un general arroja sus cartas en el Indo. Truenan elefantes con trompetas de la extinción de una era. Cartas que no se pierden, que siempre estuvieron flotando. Ya entramos en el mundo existencial, de preguntas sin respuesta, de ellas sin cuestionamientos.
Vago por las rocas, allí debió estar el Escamandro, río hombre semidiós. Llevo un cuaderno de notas sobre cuyas páginas no he escrito; no lo haré, lo cargo como si fuera una joya, collar o diadema. Me recostaré mirando el montículo, sagrado para mí, e inventaré una historia, jamás plasmada, en la que hablo de un niño que miraba la preparación de las naves de los aqueos, el recuento de guerreros, y que, a la vez, oteaba desde las murallas hacia el mar de fondo. Desde ese choque mítico y contradictorio escribo yo. Y no vale si pronto o tarde llegue para mí un día de suerte. No guarda importancia. Cierro los ojos, no quiero volverlos a abrir.