Guillermo Almada
Aquella mañana me resultó extraño oír, tan temprano, la voz del abuelo en la casa. Todavía no eran las seis. Mamá me había despertado como siempre, con un beso en la mejilla, pero sin los apuros que le surgían a partir de las seis y cuarto, y había encendido la radio para escuchar las noticias del clima mientras preparaba el mate cocido con leche y el pan casero con manteca para el desayuno. Agregó algo de leña a la salamandra, y en ese momento el locutor anunció que faltaban diez minutos para las seis. Alguien llamó a la puerta, y era el abuelo.
La visita de ese hombre, par mí, era siempre motivo de una gran alegría. Si bien con su presencia imponía distancia, que era su manera de imponer respeto, su forma de mirarme y de acariciarme, era de una calidez tal que me conmovía hasta lo más profundo, Lo recuerdo parado en la puerta de entrada, siempre con su traje oscuro, cruzado, una impecable camisa blanca y corbata negra, finita, con el nudo bien apretado, afirmando el cierre del cuello almidonado. Las puntas del pañuelo, también blanco, asomando por el borde del bolsillo frontal del saco, como tres montañitas nevadas, los zapatos, acordonados, de un color guinda oscuro, punta redonda, brillando como una estrella por el lustre, el sobretodo negro sobre los hombros, y el sombrero tipo “funyi” con el ala de adelante apenas doblada hacia abajo.
Esa mañana me levanté al escucharlo. Estaba sentado en el sillón de la entrada, con los codos apoyados en las rodillas y el sombrero entre las manos, haciéndolo girar como si estuviera mareando los secretos. Cuando me vio me hizo una seña que yo ya conocía, se golpeó dos veces, con la palma de la mano, la rodilla, invitándome a que me sentara en ella. Con mamá primero no sé qué habían estado hablando despacito, que desde donde estaba parada, al lado de la cocina, me miró y me dijo, hoy no vas a la escuela, y pareció como si se le llenasen los ojos de lágrimas.
Yo me sentí muy contento, pero antes de expresar nada lo miré a mi abuelo tratando de entender lo que estaba sucediendo, pero él la miraba fijo a mamá con cierta expresión de reclamo compasivo. Me bajó de su regazo y con una palmada en el traste orientó mis pasos hacia el dormitorio, donde ya ella me esperaba buscando en el ropero el traje que, después supe, luciría yo esa jornada.
Me vistió en silencio pero con una expresión extraña. No era solo de dolor, antes bien era de nostalgia, aunque sin lugar a dudas, tenía reminiscencias del dolor. No recuerdo haber visto esa mirada, en esa mujer, otras mañanas.
Me dio, para que me fuera cambiando, el calzoncillo y las medias, mientras ella cosía un botón en una camisa blanca que luego estiró con la plancha. Descolgó de una percha perdida al final del barral de madera del ropero, mi traje azul de la Primera Comunión que, de casualidad, todavía me entraba, lustró el cinturón y los zapatos, y como no encontraba la corbata, se soltó la cinta celeste que le sujetaba el cabello, la planchó y me hizo un moño que remató con un aro de perla que pinchó, a modo de alfiler, en el nudo, para que no se desatara. Mamá era terriblemente ingeniosa y creativa.
A todo esto mi abuelo se terminó la taza de café que le había servido y me presentó ante él así ataviado. Sin duda alguna esperaba su aprobación, la que no se demoró en llegar, y se volvió al cuarto. De afuera se escuchaba como un sollozo, un plañir muy tenue. Mi abuelo me sonrió como si tuviese que contarme algo, pero al final solo me dijo, sentate quietito, no te vayas a desarreglar. Y miró para otro lado.
Cuando mamá salió del cuarto, se había cambiado el vestido. Se había sacado el de margaritones grandes, que le quedaba tan jovial, y lo había reemplazado uno color granate que combinaba con unos zapatos, negros de tacos muy altos, que le hacían una forma muy linda en la pantorrilla y la dejaban ver sumamente elegante y refinada. Me fascinaba mirarla cuando se vestía así.
Se había sujetado los costados del cabello, a la altura de las orejas, con invisibles y se prefirió maquillarse con tonos muy suaves y naturales. Mamá siempre fue muy linda y vistosa, tenía estilo para lucir cualquier ropa que se pusiera. Es más, a mí me molestaba mucho ir de la mano con ella y que cualquier hombre la piropeara. Y eso pasaba todo el tiempo. En esos casos yo la miraba, y ella parecía no escuchar, y me devolvía la mirada con una sonrisa cómplice. Era hermoso pasear de la mano de mamá porque era como atravesar un mundo fantástico en donde nada malo podía pasarme.
Una vez en la vereda, el abuelo dijo, es acá nomás a quince cuadras. Y mamá siempre tan ahorrativa, eligió caminarlas, entonces. Cada uno me tomó de una mano e hicimos el trayecto en absoluto silencio y con un paso tranquilo y reflexivo. Era evidente que ninguno tenía apuro por llegar, adónde fuera. En un momento el abuelo preguntó ¿Estás segura que debiste traer al niño? No lo sé, vine pensando en eso todo el camino. Pero en cuanto me dijiste lo que había pasado creí que era mejor traerlo para que lo vea, y para sentirme protegida, pero no sé si es lo correcto. Ya estamos acá, dijo el abuelo, no vamos a volvernos, señalando con la nariz la inmensa puerta de vidrio, mientras que con la mano que le quedaba libre se quitaba el sombrero.
Cuando entramos al salón se sentía ese olor característico, que no sé a qué atribuírselo, si a las flores o a algún producto específico que conocen solamente los trabajadores de las pompas fúnebres, y lo rocían antes de que llegue la gente para que no se sienta el desagradable hedor de la materia descomponiéndose. Lo cierto es que ya con solo esa concentración nauseabunda me había dado cuenta yo que estábamos en un velorio.
El abuelo saludaba desde una solemnidad mayor a la que yo le hubiera atribuido. Daba el pésame con cierta frialdad y utilizando distintas frases dependiendo de algún protocolo que yo, en aquel momento, creía que lo aprendería con los años, pero no quedó nadie sin que él le estrechara la mano. En cambio, mamá, sin soltarme, me llevó con mucho disimulo hacia un grupo de sillas dispuestas en hilera contra una pared, en donde nos sentamos uno junto al otro. Desde ahí podía verse el cajón, muy bonito por cierto, de madera lustrada color caoba, con bordes redondeados, unos herrajes preciosos de bronce por donde se hallaba enhebrado un cordón de seda, grueso, trenzado, color rojo que terminaba en unas pomposas borlas, del mismo material y color, mixturado con dorado. Dentro de esa caja debía encontrarse, presumiblemente, el muerto. Digo así porque hasta ese momento yo no lo había visto, por lo tanto no me constaba que todo se cumpliera dentro del orden establecido, para estos casos. Es más, ni siquiera sabía por qué estábamos nosotros tres allí. Pero me gustaba la idea, era mi primer velorio.
Pensé en preguntarle a mamá quién era el difunto, pero ella tenía la cabeza girada hacia una ventana que daba a la calle y que, si bien estaba cubierta por una cortina, la claridad que entraba permitía tener una vista muy aceptable de todo lo que acontecía afuera, y creo que eso era lo que más le interesaba a ella en ese momento, así que decidí postergar la satisfacción mi curiosidad para más tarde.
El abuelo hablaba con unos señores que, al igual que él, guardaban una imagen de solemnidad y distancia que no me permitían la sugestión de ser buenos amigos. Entre ellos había un hombre mayor, incluso más que mi abuelo, que tenía un gesto adusto, y a veces, cuando hablaba, me miraba, pero yo daba vuelta rápido la cara para que él no se diera cuenta de que lo estaba observando, no vaya a ser que lo tomara a mal, como una impertinencia, y se enojara con mi abuelo.
Dos señores llegaron trayendo un enorme arreglo con flores, más grande que ellos. Vestían de negro, y también, igual que yo, tenían moño en lugar de corbata. Mamá ya no miraba la ventana sino el suelo, aunque me parecía que en realidad no miraba nada porque en una oportunidad en que la vi, tenía los ojos cerrados, como si algo le doliera.
El abuelo ahora hablaba con unas mujeres, una de ellas había estado llorando hasta hacía un junto al féretro. Aunque estaba de espalda a nosotros la reconocí por la pañoleta que tenía puesta. El abuelo se veía conciliador ante ellas, tenía la cabeza gacha y había sujetado el sombrero por el ala con ambas manos por delante de su pecho. La miré a mamá y por primera vez, a pesar de su silencio, me devolvió una sonrisa, yo diría complaciente, e inmediatamente volvió a mirar por la ventana, como yéndose, como perdida.
Si llegaba a ver el cadáver era la primera vez que iba a ver a alguien sin vida. Me lo imaginaba pálido, con la carne pegada al esqueleto, casi sin pelos y los ojos hundidos, con los labios entreabiertos por donde podían verse los dientes oscuros y desparejos, y las manos huesudas cruzadas por delante del pecho, con las uñas largas y azules, y con olor a cieno.
Mi abuelo se acercó a donde estábamos con mamá, con un gesto de agotamiento, la miró y le dijo en voz baja, bueno, lo logramos, aunque pusieron condiciones. Entonces mamá hizo el amague de pararse y el abuelo le puso la mano suave en el hombro y le dijo, esa es una de las condiciones, yo lo llevo, y me tomó de la mano. Caminamos despacio hasta llegar a donde estaba el cajón. Igual yo no alcanzaba a ver hasta que me alzó el abuelo. Miralo bien, me dijo.
El hombre que estaba ahí tenía pelo, y un gesto más como durmiendo, se veía rozagante pero con los labios pintados color carmín, la boca parecía sellada, y las manos cruzadas en el pecho aparentaban salir recién de la manicura, con un rosario de nácar enredado entre los dedos, y alguien le había colocado un jazmín en la solapa. Fue decepcionante. No me gusta este muerto, le dije en el oído a mi abuelo, que me miró asombrado y me bajó enseguida. Fuimos a buscar a mamá y nos volvimos a casa. Quince cuadras de la mano de ambos y en silencio. Igual que la ida fue el regreso. Andá para adentro, me dijo, cuando llegamos a casa, y se quedó hablando con mamá un montón de tiempo. Luego ella entró secándose los ojos, colorados, preparó el almuerzo, y comimos juntos.
Yo ya era grande cuando me confirmaron que ese era, papá.-