-Cuento corto-
Guillermo Almada
Hoy desperté en la playa donde con conocimos, Abril. Nos presentó Marion, quizás la recuerdes, una holandesa hermosa con una sonrisa que le excedía la cara y un optimismo a prueba de todo. Ya estaba terminando el verano, y cada uno de nosotros albergábamos una razón diferente para estar allá, y ninguno para vacacionar.
El hotel en donde paramos ya no existe, Abril. En su lugar hay una casa de comida rápida. Pero me detuve en la lengua de arena que sobresalía, en donde solíamos sentarnos a mirar el mar ¿Recuerdas? Me acordé de la vez que dijiste “Deberíamos vivir en Londres”, y Marion corrigió, “No, deberíamos vivir todos en Netherlands”. Según ella, era mucho más lindo el clima.
Esa noche cenamos juntos. Marion, que siempre andaba con un álbum de viejas fotografías entre sus cosas, nos mostró imágenes de su jardín, y sirvió como disparador para todas las charlas que se continuaron en la noche. Tú preparabas un nuevo concierto, yo escribía otro libro, y ella, simplemente dijo asuntos personales. Ninguno de nosotros dos insistió con preguntar sobre lo que no nos había contado, y la noche transcurrió entre risas, cervezas, y anécdotas jocosas.
Después nos fuimos los tres hasta esa lengua de arena a mirar las estrellas. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer, Abril. Era una noche sin luna, por eso las estrellas parecían más, y más brillantes. No olvido tu cara de incertidumbre cuando dije que si estuviéramos en cualquiera de los polos geográficos podríamos ver las estrellas girando alrededor del eje de la Tierra. Después si hizo un silencio que todos respetamos, y continuamos así hasta terminarnos la botella de champagne.
Los días iban sucediéndose y transversalizaban todos nuestros asuntos. Una mañana te crucé en la playa, corrías y me desafiaste una carrera, “No te imagino más allá del teclado, Che”, porque apenas te enteraste que era argentino comenzaste a llamarme así, “Che”. Al principio no sabía si era por el modismo ablativo o en franca alusión a Ernesto Guevara, igual, ninguno de los dos me molestaba.
Una noche me llamaste por teléfono asustada porque habías escuchado llorar a Marion, y te diste cuenta que no la habías visto en todo el día. Me gustó, porque podrías no haberme dicho nada, no haberme participado, sin embargo me esperaste hasta que pasé a buscarte y juntos fuimos por Marion y la invitamos a caminar. Al principio se resistió pero luego accedió si nosotros nos comprometíamos a no preguntarle nada. Pero ni a mí ni a vos se nos escapó el álbum de fotos, sobre la cama, abierto en la fiesta de bodas.
Esa noche no dormimos, Abril. Contuvimos a nuestra amiga, sin preguntas. Dejando que nos contara solo aquello que deseara. Y caminamos sin rumbo, en medio de la noche hasta que comenzamos a divisar el reflejo plateado del amanecer. Después de la caminata, acompañamos a nuestra amiga y nos quedamos en la arena hablando de nuestros asuntos.
Nuestras vidas no eran un jardín de rosas, y esa noche quedó claro. Divorcios, decepciones, fracasos, traiciones, todos los componentes de una buena novela, pero yo escribía cuentos y poemas. Luego la soledad por elección, pero aún así, la búsqueda de estrategias por vencerla. No nos dimos cuenta del sol hasta que no empezó a pegarnos en la frente.
Esa vez sirvió para darnos cuenta que la noche podía ser un espacio común de compañía, y comenzamos a encontrarnos casi todas las noches. Nos inventábamos preguntas para hacernos, fabricábamos excusas, comencé a leerte poemas de mis libros y tú a cantarme tus canciones. Hasta esa mañana en la que yo me levanté despacio y me preguntaste, soñolienta, a dónde iba tan temprano, y volví a anidar entre tus brazos, hasta la mañana del día siguiente. ¡Ay, Abril! Se me hace difícil contarte las veces que me desperté con la sensación de tu cuerpo sobre mi pecho.
La primera en irse fue Marion. Primero, por teléfono, no sé qué habló, despacito, y nos dijo que sus asuntos la obligaban a regresar a casa. Nos abrazamos fuerte los tres y nos prometimos estar siempre en contacto para no olvidarnos.
Nosotros comenzamos a compartir más que las horas. Los secretos, los rincones menos iluminados, las penas y sus lágrimas. Una tarde me dijiste que te había telefoneado tu agente y había anticipado unos conciertos y debías regresar para los ensayos. No supe cómo reaccionar. No sé si vale la pena, hoy decirte que no te creí, y que simplemente consideré que no tenías el valor para lastimarme. Te dejé ir. Solo me quedé. Y estaba justamente acá cuando no sé qué pasó. De pronto todo se fue poniendo borroso, como fuera de foco, hasta que dejé de ver y perdí el conocimiento.
Desperté un una cama de hospital, todo intubado, sin poder decir mi nombre ni mi procedencia. No solo por no poder hablar, sino porque no lo recordaba. Autoricé a que fueran a buscar papeles míos al hotel, a fin de determinar mi identidad y lo demás que se necesitaba.
No sé cuánto tiempo pasó entre la internación, el traslado a mi ciudad, más internación, nuevos estudios, análisis, terapia neuro-cognitiva, para poder recuperar la memoria, o parte de ella, que de a poco fue volviendo, curiosamente de atrás para adelante, así que lo más reciente ha vuelto a ser mío hace apenas unos meses.
Eso hizo que una mañana me animara a comunicarme con Marion, en Netherlands, a la que llamé con cierto temor, porque siempre desconocí el motivo por el cual debió regresar a Holanda. Era por la salud de su esposo, a quien le habían diagnosticado leucemia, y sigue adelante con su tratamiento.
Y he intentado telefonearte, Abril, para saber de ti, para escuchar tu voz y darme cuenta de que no la he olvidado, por eso vine hasta acá, porque en mi recuerdo está esta playa, nuestras caminatas en la arena, nuestros amaneceres y nuestras charlas. Tu deseo de vivir en Londres, mezclado todo con un inmenso vacío. Como celdas de nada, hojas en blanco en medio del cuento, como luces que se apagan, noches surgidas en pleno día. Todo este tiempo no puede ser suficiente para que el amor desaparezca, Abril. Necesito saber de vos, Abril. Necesito poder verte y grabarte de nuevo en mi memoria antes de que esa inmensa puerta se cierre y me deje enclaustrado, solo, en alguno de los recovecos de mi cerebro.
Simplemente necesito saber de ti, Abril. Yo, que casi nada recuerdo ya de mí. –