En las madrugadas se escucha puntual el tren carguero. Llega hasta la pequeña estación y ahí hace maniobras y piruetas. La locomotora enseña su poder de arrastre y el silbato lo llena todo con ese perfume ondulado que arrastran los pasos viejos. Llena, por ejemplo, el camping que está a metros de las aguas calientes de este pedazo de paraíso terrenal. Con ese sonido poéticamente estruendoso, aquí adentro me imagino al motorista de todos los tiempos trabajando a brazo partido mientras todo un pueblo duerme y las garzas esperan a que amanezca para irse a buscar el pan del día.
Fue anoche cuando las vi llegando a sus habitaciones al aire libre, a esos arbustos que acarician con sus melenas de hojas pequeñas la orilla de las aguas termales. No eran muchas, a diferencia de otros tiempos. Karina se dio cuenta que apenas había un puñado entre las ramas y yo pensé que el resto se había ido a buscar otra luna porque la que estaba en nuestro cielo cerró sus cortinas para que nadie la vea.
Las cerraba y las abría y por alguna esquina del ojo podía observar su silueta amarilla. No vino ninguna desilusión porque sabíamos que el otro espectáculo -el del silbato del tren- llegaría más tarde y que no habría ningún sueño pesado que se interponga.
– El sonido del tren no me lo pierdo, dijo Karina.
No lo perdimos porque un vientito helado nos trajo el primer recado en la penumbra del sueño: el tren venía a paso de caballería, alumbrando los rieles con sus faroles de luna llena, abriéndose paso con su aviso aventurero, con su nostalgia alborotada en los durmientes que soportan en su lomo de mula el peso veloz de esa serpiente enorme y metálica.
Nos quedamos sin palabras de nuevo, como ocurre cada vez que asistimos al concierto solemne que da ese tren hablador que desde el interior del camping lo imaginamos colosal, drogado por el virus del eterno viajero, haciendo siempre maletas y calzándose sus sandalias de caminante para entregarse a los misterios de la ruta, dejando su estela de trotamundos insaciable para que cuando salga el sol sintamos su ausencia al ver los rieles solitarios que, sin moverse, también viajan a su modo por ambos lados del horizonte.