Luisa Fernanda Siles
Tengo el placer de encontrarme esta noche ante ustedes para presentar “Días detenidos”, de Guillermo Ruiz Plaza, quien por dicho trabajo se ha hecho merecedor del XVIII Premio Nacional de Novela 2018 otorgado por el Ministerio de Culturas y Turismo, la Gobernación de la Ciudad de La Paz, la Cooperación Española, Repsol, y es publicado bajo el sello editorial 3600.
“Días detenidos” narra la historia de Lea G, una mujer moderna que mantiene una lucha no tan racional por su independencia y se siente inconforme con su realidad. Se le desgranan las certezas, da la sensación de contener la respiración bajo el agua y de que su vida se le esfuma. “Yo también había intentado construir un hogar sobre huesos de pájaro”, nos confía. Ella se va dibujando desde los recuerdos y el presente para zambullirse en su pasado. En las honduras insondables que definen lo que somos y lo que fuimos y condicionan lo que seremos y queremos ser. Bagaje primordial que traemos adherido a nosotros y que viene desde antes de nuestra memoria.
Lea, su hermano Lauro, la señora G, madre de ambos, conforman una familia doliente, amputada, tóxica, asfixiante, que arrastra la desaparición del padre de familia sucedida dos décadas atrás, y quien, a pesar de los años que lleva muerto, sigue presente. Es así cuando algún familiar muere de manera intempestiva. La memoria no puede sobreponerse, no tiene tiempo para hacerse a la idea y su fantasma queda atrapado en nosotros.
Lea vuelve a su ciudad natal en medio de una crisis personal profunda, la frustra no poder sacar a flote el barco a la deriva que es su familia, la cual oscila azarosamente en la inestabilidad económica, las deudas, la melancolía. Ese es el presente gris, acosado por el silencio, la vejez y la muerte, al que regresa Lea, trayendo su propia oscuridad.
De esta guisa, en una atmósfera a veces atemporal y otras con un tempo propio, la novela se desarrolla en el presente, el pasado reciente y el pasado lejano de Lea, mientras se debate entre la confusión, el miedo y el desconcierto.
“Qué mejor refugio que un pasado feliz”, dice la protagonista refiriéndose a su progenitora moribunda, quien en ocasiones se extravía en los vericuetos de su mente estropeada y, en otras, hace gala de una espeluznante lucidez, mezclando de forma irremediable el pasado y el presente. “La realidad no es un diamante polifacético que solo Dios podría ver, sino lo que percibe una sola persona a la vez en el flujo del tiempo o, más precisamente, en el accidentado flujo y reflujo de su tiempo”, observa la narradora de esta novela cuajada de pérdida, ausencia, culpa y añoranza.
Pocas cosas deben ser más trágicas que ver a la propia madre escupiendo sangre. ¡Qué tormento ver a los padres acabarse! Ellos, nuestros héroes, dioses invencibles, omnipotentes y eternos, son solo seres humanos de carne y hueso. Imagen viva de los que nos espera. La familia G planta la cara pero también claudica ante la adversidad. ¿Qué más le queda?
Lea es una migrante que salió del país escapando de su situación familiar. La diferencia entre el exilio impuesto y el autoimpuesto es que en el segundo existe la posibilidad del retorno, pero en ambos casos el destierro conlleva la nostalgia de la tierra natal. Arrancarse del propio medio, de las costumbres, el idioma, el entorno es siempre brutal, y la respuesta del instinto de sobrevivencia del que se va ha de ser la idealización de lo que dejó atrás. El anhelo del pasado, la necesidad de eternizarlo, de anclarse a la pertenencia y al origen. Así, Lea evoca el olor del aire, los sabores, los barrios, los sitios que habitó, las personas y parientes que la rodearon en la añoranza de un mundo perdido: la casa, la memoria de su madre, la presencia del padre, la niñez. Cosmos que ella cristaliza en la rememoración del jardín perdido de una casa perdida. Porque la niñez es casi siempre un paraíso perdido. Y crece el sentimiento de añoranza por la pérdida de un yo que alguna vez existió.
Cabe señalar que “Días detenidos” es también la historia de una ruptura, un viaje de reconciliación con el pasado, la necesidad de limpiar la habitación del caos y dejarla inmaculada para poder comenzar de nuevo. La reconciliación necesaria en algún momento de la vida, que muchas veces coincide con el fallecimiento de un ser amado o nace de la constatación de la pérdida a la que la vida nos somete desde el nacimiento. Es un ajuste de cuentas ineludible dirigido a la raíz de nuestros dolores y fracasos, los que evadimos como si fueran restos malolientes. Pues si nos volviéramos hacia ellos quedaríamos convertidos en estatuas de sal. Aunque es sabido que, por mucho empeño que pongamos en ignorar nuestros “cadáveres”, tarde o temprano nos pasarán factura.
“Días detenidos” aborda el tema del regreso. “Volver es eso, entreabrir una puerta condenada”, dice Lea. Así, pues, quedamos condenados por nuestra niñez. La crianza y el entorno juegan un papel capital en nuestros destinos. El grueso tronco conformado por los ancestros, la cadena ininterrumpida de destinos que llevamos dentro, forma parte indisoluble de nuestras células. Nuestros padres fueron parte de él, también lo serán nuestros hijos. Pesada carga…
“Nostalgia” etimológicamente viene del griego “nostos”, regreso, y “algos”, sufrimiento. El Diccionario de la Real Academia la define como la “pena de verse ausente de la patria, o de los deudos o amigos”. También como la “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”, o sea, el sufrimiento causado por el deseo de volver.
El exilio tiene esa particularidad: no solo comprende la distancia física sino también la temporal. Ambas ahondan el abismo que hay entre nosotros y lo que dejamos. El tiempo, esa rueda que gira, no se detiene jamás y lo cambia todo. Nada ni nadie escapa de sus engranajes. Solo la memoria, banco inagotable de imágenes y sensaciones, conector absoluto, recompone a su manera el mosaico de lo más recóndito de nosotros mismos a través de la distancia y del tiempo. La memoria, recuperadora nata de lo positivo, edulcora lo negativo y necesita reconocerse en los que quedan. Nutre el deseo del regreso, el reencuentro con lo conocido: el retorno al útero materno. Y dispara las emociones a partir de los recuerdos. Es el museo personal que convive con nuestra cotidianeidad. Desde el inconsciente, espía nuestras elecciones e influye en ellas.
Para algunos, el regreso se convierte en una obsesión y son Ulises añorando su Ítaca. Sin embargo, para la mayoría de las personas que construyen su vida en países adoptivos, es imposible volver a la tierra que dejaron. Aunque regresen, la tierra natal les resulta ajena. Así, paradójicamente, terminan por sentirse extranjeros en todas partes. A propósito, Milan Kundera en “La ignorancia”/La añoranza, escribe: “El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia”.
Hay libros que nos encuentran de alguna manera y llegan en el momento preciso. Eso es justamente lo que me pasó con “Días detenidos”. Desde la primera página del libro creí ser incapaz de continuar con la lectura, porque yo misma, como Lea G, la protagonista de la novela, hace pocos meses le cerré los ojos a mi madre y todavía me encuentro sumergida en un universo de tristezas. Las palabras de Ruiz Plaza, como olas enormes e insoportables, se estrellaron contra mí. Sin embargo, superada esta dificultad, disfruté de la lectura, porque de inmediato tuve una conexión con esa mujer observadora, sensible, asustada. Lea y yo teníamos mucho en común, haber vivido en París, ser narradoras, haber decidido construir una vida en el extranjero dejando atrás el país de origen.
A medida que leía “Días detenidos” me decía que el autor sabe lo que hace. Su narrativa discurre con ritmo y elegancia. Cada tanto va sacando trucos como de un sombrero de mago, recursos que conquistan al lector. Eso es lo que se espera de una buena novela: caer rehén de una historia y vivirla como propia. Cada palabra cuenta, cada silencio también. Los silencios aquí son los instrumentos de una sinfonía.
La buena literatura transporta, enriquece, inspira. Eso es lo que sucede con “Días detenidos”. Sin duda Guillermo Ruiz Plaza forma parte de esa nueva generación de narradores que nos llevarán por el mundo. Nos quedamos a la espera de nuevos viajes al fondo de nosotros mismos desde su pluma.
Para concluir, deseo leer una cita de Homero, que reza así:
«Nada hay tan dulce como la patria y los padres propios, aunque uno tenga en tierra extraña y lejana la mansión más opulenta.”
Muchas gracias.