Hay una infinidad de motivos para celebrar la vida y, sin embargo, cada vez menos razones para ser optimistas. He ahí una contradicción filosófica que, tarde o temprano, marca rotundamente al ser humano en su desenvolvimiento social e incluso político.
Se trata de una contradicción muy íntima y no la sufren todos, al menos públicamente, por una astucia substancial que algunos logran desarrollar con la experticia de un profesional de la vida; “instinto de supervivencia” puro, un analgésico porque la contradicción está ahí, muda, silenciada. Y es preferible que sea así.
La oposición entre la incesante demanda de felicidad y la pérdida de fe en los tiempos que corren es una de las grandes crisis existenciales del siglo XXI. La incredulidad en que el mundo vaya a mejor, angustia de solo pensarla. Por eso la distracción funciona como válvula de escape: “Si pensando, sufrimos; si pensando tomamos conciencia, es preferible no pensar”.
La toma de conciencia refiere ineludiblemente al realismo. El pesimista —el que no cree— es un genuino realista que, salvo un desliz imperdonable para él, no se deja arrastrar con facilidad hacia el despreocupado terreno de la distracción, donde el optimista suele aferrarse a la (imagen de la) felicidad como a una tabla de salvación.
En su libro “De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida” (sabrosísimo desde el título), Nietzsche desarrolla la tesis de que para que las sociedades avancen, necesitan un poco de olvido. Llega a afirmar que el hombre envidia la “felicidad” del animal, porque este vive, dice él, en un “modo no-histórico”, viendo “cada instante morir verdaderamente”. En cambio el hombre “ha de bregar con la carga cada vez más y más aplastante del pasado, carga que lo abate o lo doblega…”.
Obviamente, la felicidad no se reduce (no debería) a la ausencia de abatimiento; este es, en todo caso, un ‘sentimiento’ de infelicidad. Juega el filósofo alemán con el binomio recuerdo/olvido para explicar algo que es también cuestión de elegir (aunque no todos pueden darse ese lujo) entre ver o no ver. ¿Vieron el perturbador video de la masacre en la mezquita de Nueva Zelanda? Ojalá que no.
Pensar, por lo general, duele, implica un precio que no mucha gente está dispuesta a pagar, entre otras cosas, porque eso significa resignar el tiempo que usualmente las personas gastan en distraerse. Un esfuerzo analítico o reflexivo acerca de algo por lo que fue, lo que es y lo que podría ser. Salvo que para avanzar (o ser feliz) sea mejor olvidar un poco.
Por lo demás, en la era de la modernidad líquida de Bauman, de los individuos absorbidos por la tecnología y, paradójicamente, conectados en lo que denominan “redes sociales”; en la era transmediática del despliegue y el entrelazamiento de lenguajes y narrativas inentendibles por miles de millones de adultos; en la era de las posturas negacionistas y de las teorías conspirativas, de la posverdad, es toda una ironía que ante este maremágnum de acontecimientos, recién en el siglo XXI, el pensamiento se haya vuelto una cualidad apreciada para saber interpretar la realidad o, de lo contrario, dejarla pasar de largo distrayéndose —narcotizándose— con tal de no sufrir.
A menudo es preferible la venda en los ojos (la distracción en sí no es mala, tal vez sí —depende de la mirada de cada uno— el estado de adormecimiento que puede devenir de ella). Eso sí, resulta irrisorio que el pensamiento ahora sea tomado como necesario hasta para lo que muchos parece que no hubieran creído importante, por ejemplo para distinguir entre una noticia veraz y una falsa. Pero las “fake” no son “news”.
Somos seres humanos y las contradicciones forman parte de nuestro rosario de inseguridades. De todos modos, así como una contradicción confunde y hace dudar, la misma duda es una oportunidad para el saludable ejercicio del extrañamiento: el estado de contradicción incomoda, saca de la “zona de confort” y mueve a buscar certezas que, al ser solo nuestras, con apertura mental es probable que cambien. He ahí uno de los motores de la vida.
De la distracción que adormece a la toma de conciencia, y de esta a la contradicción que perturba, siendo el germen de un maravilloso mundo nuevo, no hay más que horas y días, soles y lunas, búsquedas y preguntas renovándose tenazmente.