Miguel Sánchez-Ostiz / Inmediaciones
A cierta edad has escrito mucho –no falta quien te reprocha que demasiado– de esto y de aquello, contra esto y aquello también, pero tal vez no lo que deberías haber escrito. Son dos cosas muy distintas. Has escrito libros necesarios y libros que podrías haberte ahorrado (más), libros que hicieron ruido y libros invisibles, inexistentes. A cierta edad, es decir, a la tuya, al final de la sesentena, llevas mucho lastre en el equipaje, más del que te gustaría, del que es difícil aligerarse, no vas en globo, sino a merced de una riada sucia y oscura… ¿Qué queda por hacer? Mucho.
Pregunta y respuesta son retóricas, puestas en escena. A cierta edad, arriesgar no es tan fácil como cuando no estabas en ella y creías que la porfía en el combate contigo mismo y con la escritura bastaban. Un error, otro. Por ese camino acabas por escribir en el vacío. Sigo sin responder a la pregunta retórica… ¿Qué queda por hacer? Mucho, ¿pero qué en concreto? Tal vez las sombras del cuarto oscuro, aquel que estaba al final de las escaleras, medio escondida su entrada, tal vez de ese berrido salvaje de los requetés y adheridos, «¡Moriremos nosotros también!», acaso de esa ciudad que se abre entre dos luces al otro lado de un pasaje que podría estar en Praga, en Cracovia o en cualquier lado, ciudad portátil esa… Nada de eso es literatura del día ni es probable que lo sea de mañana. A cierta edad, la tuya, insisto, piensas que es mejor escribir a escondidas o en una mesa de la taberna de El muelle de las brumas para disfrute de su extraña parroquia de náufragos y desplazados, que no hacerlo.