Ya van por la veintena los doctorados honoris causa del presidente plurinacional, Evo Morales. Y su círculo íntimo ha hecho del áspero roce con la cultura vicio palaciego. Extraño en un gobierno que predica revolución cultural, desgajarse de los resabios occidentales. Obviar, por supuesto, la letra de molde, la escritura, la tecnología, y lo que viniere del odiado occidente. Sin embargo, y con facha contradictoria como los socios chinos comunistas, desean instalar satélites, o el canciller visita la Casa de las Américas en La Habana para una mano de charla con Fernández Retamar y Fornet. Lectura magistral, según leí, de la no necesidad del Partido, y etcéteras que cuestionan en superficie y profundo la estructura ideológica de la isla.
No me dejo caer en el falso patriotismo de enorgullecerme yo y enorgullecer a mis hijas por los logros del mandatario. Este mundo se nutre de bazofia; el lodo infecto de la traición y el interés lo cubren todo. Y no me creo la historia de que en Morales se premia al continente indio; el deseo radica en de alguna manera liberarse del peso del crimen, la memoria del larguísimo abuso al que se sometió y se somete aún a los pueblos nativos. Paternalismo, además, cuentas de vidrio que entregar al salvaje a cambio…
Fernando Morales (casualmente) llegó a Virginia en el invierno del 90. Conocido de amigos lo convocamos a reuniones que la emigración sostiene para no perecer. Que no es lecho de rosas y más bien olla de grillos, a decir verdad, sustentando ese viejo adagio de que no hay peor enemigo en el extranjero que tus propios paisanos. Máxima que se aplica a todos, porque lo he escuchado de indonesios, de mexicanos, de brasileros…
Igual, de a poco, hallando, porque no faltan, alma caritativa que te tienda una mano, Fernando inició un trabajito que consistía en quitar la vena oscura que cruza el cuerpo de los camarones, y que espanta a las elegantes mujeres que sostienen copas de dulce moscatel en las fiestas del Willard Hotel.
Trabajo infame, con mandil blanco que pronto se cubre de tinta, de sangre, jugos, o lo que fuere de tanto bicho inmundo que sacan del fondo del mar, viscoso, en apariencia putrefacto ya de vivo, y que cocido en agua o limón hará las delicias de los que suelen gastar sus excedentes en comer bien, y cagar mejor.
Yo trabajaba a una cuadra, estibador de gigantescos camiones. El tiempo en que el superhombre de Nietzsche se concretiza en el músculo del trabajo, los huesos duros y consistentes de la juventud, la desfachatez del que no tiene nada que perder y que en su miseria es orgulloso.
Nos encontrábamos en lo del coreano, un bolichito que sin duda era mina de oro. El dueño, de un villorrio cerca de la línea de demarcación con el norte, desplazados sus padres por el conflicto de Corea, contaba atrocidades, que sin preámbulo culpaban al comunismo. Bolivia, ah, Bolivia, repetía. Al parecer un enemigo suyo que le robó la novia que le había sido asignada para esposa escapó a Bolivia con su amada. Hay mucha plata, amigos, mucha plata, amigos, recalcaba, si ustedes me consiguen la dirección. Intentamos explicarle que muchos coreanos se multiplicaron en la geografía nacional, que sería casi imposible ubicarlos. Tus compatriotas son recelosos, y no informarán a un par de locales acerca de uno de los suyos.
Debe ser relojero el cabrón, y se alejaba meneando la cabeza. De pronto reaparecía con un plato de mollejas de pollo -todavía las detesto- que eran a qué negarlo exquisitas, prepararadas en estilo chino yuan, chuan o no sé qué putas.
¿Por qué robármela, por qué, si cerca de la frontera se podían comprar muchachas del norte por menos de cincuenta centavos de dólar? En todo lado es lo mismo, señor coreano, le decía, acá, en los mercados de la capital más poderosa del mundo las negras sidáticas te performan un blow job por ese mismo precio. Para confirmarlo, a eso de las cinco, cuando los warehouses cerraban parcialmente por algunas horas, veías a los salvadoreños recostados en los asientos de sus autos de segunda, lata de cerveza en mano, mientras una cabeza rizada asoma una y otra vez, de arriba abajo, pelándoles la verga. Así olvidaban la guerra civil los soldados que llegaban de El Salvador. O así la recordaban.
Fernando se hizo de un departamento pequeño en un barrio “nuestro”, latino, donde no te llaman a la policía si pones la música fuerte, si bailas. Una vez por semana, con el cheque, iba en busca de cópula hacia el centro de la ciudad. Esas excursiones de vez en cuando eran colectivas. No hay mayor soledad que buscar entre putas de un país extraño, una que al menos disimule un interés por ti, de dónde vienes, qué haces y por qué viniste. Por lo general un acostarse, moverse y subirse la bragueta para bien abrigado penetrar la boca del metro y regresar al rincón que consideras tuyo, donde Fernando guardaba una banderita de Bolivia que le habían entregado en la escuela el día en que Bánzer recibió a Geisel y nos obligaron a los niños a gritar “Brasil, Brasil”, Brasil maravilloso…
Pasaron los años. Nos separamos. Él se hizo ducho en desvenar, con puntiagudo cuchillo abría un tajo en el vientre y estiraba la línea negra hasta dejar al camarón azulito, puro, lavado y listo para ser expuesto al vapor y servido con cocteles de rico. Así hizo plata, privándose de todo, menos de un polvo los sábados en la noche, veinte, quizá cuarenta dólares que mermaba al ahorro dice que para no enloquecer.
El sueño lo mantuvo lúcido. Quería volver, poner un “negocito”, estudiar leyes como tanto quiso. Casarse con la vecina que en cartas le decía que lo esperaba, pero que mientras tanto la ayudara a pagar su universidad, las recetas de la madre enferma, el accidente de un tío, el quince de la sobrina, el viaje a Arica para traer mercadería. Gastos que descontaba él de sus comidas; en lugar de dos latas de comida de gato, que untada en pan no sabe tan mal, una, para el bien de la amada y la construcción del futuro. Un novelón.
Volvió. Entonces ella no estaba. Dizque asuntos de salud de la supuesta suegra en Buenos Aires. Escribió que llegaba, que traía ahorros, plata como nunca antes vieron. Bajaba la cabeza y se olía los camarones, ya pegados a su piel para siempre, engrapados con su alma.
Mientras esperó el retorno de la muchacha se matriculó en San Simón, Derecho. Un mes, dos meses. Sintió el desdén. Auguro que era complejo suyo porque se obsesionó con que hedía. Despliegue sabatino en la Cancha buscando piedras pómez que podrían rasparle el estigma de los camarones. No era el trabajo, en sí, vergüenza de él. El olor…
Jamás instaló el “negocito”. Puras trabas, firmas, documentos, papeles, que el licenciado o el curaka, que espere su turno. Qué ha cambiado acá, se preguntó. En la televisión, Evo Morales sonreía agitando su manita regordeta ante la indiferencia de unas potosinas vestidas de negro que mandaban a sus vástagos detrás de los transeúntes por limosna.
Ella nunca volvió. Le avisaron que Buenos Aires no existía. Que vivía en El Alto con un avezado mercader aymara. Esta ya no es mi tierra. Nada tengo que hacer aquí. Para entonces no asistía más a las clases de Derecho Natural, obsecuentes arcaísmos.
Fernando Morales tomó un avión. Descendió en Miami y se subió a otro hasta la capital. En su antiguo trabajo le dieron menos horas. EUA nunca sería la misma después del once de septiembre. Lo sabemos, nos dijimos por teléfono, mientras entre otras cosas relataba que se había comprado un juego de cuchillos japoneses con filo tal que un tajo en el vientre de un camarón ni se notaba. Cocino ahora unos al vapor. Viene una amiga, camaronera también. Guatemalteca.