Publiqué hace poco en las redes sociales un controvertido comentario, intencionalmente agrio, a fin de promover un debate abierto y sin sutilezas sobre lo judicial en uno de los segmentos menos comprendidos de la comunidad jurídica: los abogados litigantes. El mismo fue planteado como un silogismo hipotético, señalando afirmativamente que “un buen abogado que a su vez sea un excelente jurista (perito en derecho y con alta ética) tendrá verdadero éxito solo si litiga en un sistema judicial sólido [premisa mayor], Bolivia no tiene un sistema judicial sólido [premisa menor], por consiguiente, los abogados litigantes que lleguen a tener éxito en nuestro país no será precisamente por sus excelente cualidades jurídicas [conclusión].
Más allá de la precisión o exquisitez técnica del constructo silogístico, las reacciones que provocó fueron de lo más interesantes y variadas. Desde los menos, que sostuvieron a capa y espada la tesis contraria –no sé bien sobre qué bases– hasta los más, que otorgaron una cuota variable de verdad al enunciado, reconociéndose con hidalguía como parte del problema y asumiendo, con ello, corresponsabilidad en la solución. Estas son, sin duda, buenas noticias y demuestran, además, que el debate sobre el tema está mucho más avanzado en este gremio de lo que comúnmente se cree, quizás incluso más que en el de los jueces y fiscales, pues recordemos que no hace mucho una alta autoridad apuntó que la retardación no es más que un prejuicio burgués y que uno o dos casos bullados no confirmarían la existencia de corrupción generalizada al interior del órgano, insinuando que el entuerto judicial estaría en muchos casos sobredimensionado, afirmaciones que si bien podrían contener algo de verdad, deberán ser siempre consideradas bajo el esclarecedor manto de la duda creativa.
Una cosa sí es real, el problema de la justicia debe ser abordado en su cabal extensión y complejidad, debiendo determinarse con precisión la cuota de responsabilidad que en los vericuetos del litigio tiene cada uno de los tres implicados principales, a saber, jueces, fiscales y abogados litigantes, en lo que conocemos como el sistema ampliado de justicia, dirigiendo ahora el foco sobre estos últimos, generalmente relegados en los debates sobre la materia pese a su gran relevancia.
En este contexto, el pleito judicial debería constituirse en uno de los espacios de mayor exigencia meritocrática para el jurista quien, sometiéndose en este ámbito a las reglas del libre mercado, asume también la responsabilidad de una cualificación constante, a sabiendas de que solo será contratado si demuestra resultados concretos en base a un prestigio bien ganado en campo, no solo en papeles. Pero esta virtud inicial corre el riesgo, bajo las condiciones actuales, de ser groseramente deformada, pues al condicionar el sustento del abogado litigante y el de su familia a unos resultados por definición inciertos, la presión constante por obtenerlos hará que más temprano que tarde el fin justifique los medios, con las obvias consecuencias. Si a esto se añade un cuerpo de jueces y fiscales con notables déficits de estructura y funcionamiento, el caldo de cultivo para la corrupción se pondrá a punto de ebullición.
La precariedad crónica que constriñe a la mayoría de los profesionales que optan o se ven obligados a montar un bufete es evidente e intensa, pero ello no debería justificar bajo ningún concepto acciones reñidas con la ética y las normas, mereciendo no obstante, nombrarse algunos de los factores de presión que, entre otros, constriñen el trabajo del litigante: i) La enorme cantidad de profesionales que invaden el medio, promoviendo una competencia descarnada y desleal ¿tendrán las universidades algo que ver en esto?; ii) La ausencia de un ingreso fijo y las dificultades de acceso a la seguridad a corto y largo plazo; y iii) La fuerte presión impositiva, que les impone un cobro de tributos similar al de una empresa unipersonal, sin considerar que la gran mayoría calzarían perfectamente en la categoría de “trabajadores” por cuenta propia.
Hay que entender además que el ambiente en el que estos profesionales desarrollan su trabajo no es el más sano. El término Justicia, tenido en abstracto como un valor excelso, adquiere en el microcosmos del litigio una connotación muy diferente, se terrenaliza, permitiendo que las más bajas pasiones de la gente predominen en un escenario de descarnada disputa en el que solo importa obtener un fallo favorable, el resto –y más si no se ajusta a sus intereses– será automáticamente tildado de “injusto”, de oscuro. Ese es, lamentablemente, el concepto que el vulgo tiene, en su sesgada visión de justicia, de lo que es o debería ser un “abogado exitoso” y es por ello imprescindible la construcción de equilibrios virtuosos entre jueces y causídicos, ya que la coexistencia de una masa crítica de abogados litigantes de prestigio bien ganado y conocimientos probados con otra de jueces probos e independientes, establecerá un juego de controles mutuos que evitará distorsiones degenerativas en el sistema.
Por otra parte, si bien tanto jueces como fiscales gozan, al formar parte de la estructura estatal, de recursos y mecanismos para su fortalecimiento –cuya suficiencia y eficiencia serán asuntos de otro debate–, los abogados libres quedan totalmente a expensas de sus propios recursos, peor con la debacle de los otrora respetados y poderosos colegios de abogados, entes que en su momento brindaron un soporte organizacional real y un sólido referente de identidad para sus afiliados.
Así puestas las cosas, de blancas palomas nada, en este poco agradable asunto “nadie es inocente”, todos tenemos nuestra cuota de responsabilidad, pero admitamos también que el segmento más frágil en la ecuación es el de los abogados libres, sin cuyo concurso y compromiso, todo intento de reforma será siempre parcial y deambulará cojo, renqueante, tocando fondo una y otra vez.
El autor es doctor en gobierno y administración pública