Andrés Canedo / Bolivia
Como casi todos los hombres, él llevaba en lo más oculto de su alma, un deseo atávico: el de algún día poseer, aunque el verbo era exagerado, una Lilith. Aquella que fue la primera mujer en la tierra, anterior a Eva, y que dejó a Adán turulato e infeliz por el resto de sus días. Bella como el cosmos, seductora como las flores del paraíso y libre, como el impulso de los vientos. Un ángel demoníaco al que jamás podremos poseer definitivamente, el que nos colmará en sesiones de sexo mágico y demoledor, pero que nos dejará con perpetua sed de más, que nunca podrá ser satisfecha, porque ese es el modo de su amor y porque ella es incapaz de permanecer ni de entregarse a un solo hombre. Lilith es libre, no se somete a nadie, ni siquiera a Dios, Pero al hombre al que se le presenta y que, sin duda, abandonará, lo deja con la horrenda certeza de que sólo con ella, se puede hacer el amor en toda su dimensión gigantesca, explosiva, total, aunque fugaz, porque esa posesión transitoria no basta.
Él es inteligente, sabe que ese deseo que suavemente lo carcome, es una utopía, que Lilith no existe, aunque algo, también primitivo, le dice que sí, que en algún lado puede existir. Pasó por muchas mujeres, más o menos maravillosas, que le brindaron ternura y amor, y también arrebatos, esbozos de sexo abismal. Pero no eran Lilith, esa mezcla de diosa y hechicera. Un día cualquiera, sin signos en el cielo ni en la tierra, conoció a Liliana, que se hacía llamar Lili, que era bella como el sol y las estrellas, y que le dijo, “Voy a hacer contigo el amor una vez y pretendo que sea tan maravilloso, que nunca podrás olvidarme. Luego, yo me iré, porque ese es mi destino. No puedo permanecer en un lugar ni pertenecer a un solo hombre. Tengo que darme a muchos, para que sepan lo que es el infinito, la saciedad nunca saciada, la búsqueda permanente y siempre inconclusa, de hacer realidad el sueño”. “¿Tú eres Lilith?”, le preguntó él. “No, soy Lili”, le respondió ella. Hicieron el amor durante toda una noche de delirio. Él alcanzó las más insospechadas dimensiones de la pasión, las simas más profundas del placer. Él, deshecho de su forma habitual, alcanzó una morfología distinta, extraordinaria, casi sobrehumana. Todo en él, carne de acero, refulgía como una estrella que de pronto se enciende. Tuvo conciencia de eso, y luego se quedó dormido.
Cuando despertó, ella ya no estaba y él era el mismo de siempre, pero atrapado en un ansia desesperante de ella. Sin embargo supo, que nunca la volvería a ver. Pensó en morir, pero optó por la vida. Vivió nuevos amores, algunos intensos, que a pesar de todo, no ardían ni como los rescoldos de lo que ella, sólo ella, le había dejado. No obstante, con el tiempo lo trabajó la aceptación y admitió que ese era su destino de hombre. Cuando estaba muriendo, en la infinita sucesión de imágenes que se le presentaron en el túnel de la muerte, pudo ver a Lili, Lilith que le sonreía como si estuviera en un sueño. Luego, ya sin temor, se precipitó en el abismo final, esbozando una sonrisa en su rostro todavía humano.