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Un académico en mula

Pablo Pardo Santano

Accidentada vida de un anticuario
D. G. Hogarth
La Coruña. Ediciones del viento 2024
Traducción de Raquel Bahamonte Barreiro
224 págs.

En la portada del libro que comentamos, D. G. Hogarth, con las manos en los bolsillos, mira hacia su izquierda con relajación y un punto de suficiencia. En esta foto, tomada en El Cairo en 1918 por Harry Alonzo Chase, el autor tiene ya 56 años y sus compañeros «sólo» 30. A su derecha está nada menos que T. E. Lawrence (el «de Arabia») que ya había protagonizado algunas de las hazañas más memorables de la Primera Guerra Mundial. Al otro lado vemos a Alan G. Dawnay, en ese momento teniente coronel del ejército y ya reconocido con la Distinguished Service Order del Imperio Británico por sus méritos en la guerra. Pero Hogarth no parece un hombre maduro y gastado por la vida flanqueado por dos héroes. Con su uniforme blanco de la Royal Navy brilla en medio de sus dos acompañantes, vestidos con los colores apagados del ejército, y por su expresión su mirada y su aplomo, aparenta más bien un adulto acompañado por dos «jovencitos». Valga esta imagen para aproximarse a la personalidad del protagonista, que fue, entre otras cosas, escritor, arqueólogo, explorador, espía, fundador y presidente de la Royal Geographical Society y conservador del Ashmolean Museum de Oxford, y que por primera vez ha sido traducido al español.

No resulta sencillo catalogar Accidentada vida de un anticuario como un libro de viajes, ni tampoco como uno de exploración o de aventuras. Ni siquiera es exactamente un libro de arqueología o de historia… porque es todas esas cosas a la vez. La accidentada vida relatada por Hogarth transcurre en años turbulentos alrededor de la Guerra Greco-Turca de 1897, que impacta en varios episodios de manera directa y es elegantemente ignorada en otros. El libro editado por Ediciones del Viento cuenta las aventuras del británico en Grecia continental, Creta, el norte de África y Anatolia a lo largo de diversas expediciones en las que, según sus palabras, pasa de ser alguien que «al principio no tenía ni idea de la profesión del excavador» a un «arqueólogo», pasando por un «académico errante».

Por empezar por la única sombra de la obra, y así dejarla atrás lo antes posible, se agradecería que un relato de estas características incluyera un mapa de los territorios explorados, para facilitar así el seguimiento de los viajes, y algunas notas históricas que ayudasen a la lectura contextualizada de los episodios relatados por el inglés. Este escribe para contemporáneos cultos e informados y da por supuesto que conocen el contexto histórico y el escenario geográfico en el que se van desarrollando las diferentes peripecias. Pero no siempre es nuestro caso con las primeras guerras balcánicas, las costas del sur de Anatolia o la geografía del delta del Nilo, así que estas ausencias nos obligan a consultas continuas de otras fuentes. Esto no es necesariamente negativo, claro está, pero sí que interrumpe y ralentiza el disfrute de la lectura.

La obra se inicia con una interesante y extensa introducción, que, como indicador del carácter poco presuntuoso del protagonista, lleva por título «Las disculpas de un aprendiz» y que incluye algunos de los pasajes más brillantes del libro. Al inicio de este capítulo, el autor confiesa el surgimiento de su pasión exploratoria en la infancia buscando caminos presuntamente inexplorados en los pueblos de Lincolnshire y sufriendo una decepción cada vez que comprobaba que eran conocidos y tenían nombre propio. Este episodio resulta revelador de la posición que Hogarth muestra ante los descubrimientos y episodios relatados en la obra, que es siempre la de un arqueólogo profesional, pero que a la vez transmite la capacidad de asombro y la curiosidad que solemos asociar a la infancia. En la misma introducción se relatan también sus deseos juveniles de seguir los pasos de Alejandro Magno por las tierras de Asia, se sintetizan algunas peripecias y exploraciones anteriores a las relatadas en esta obra —que dejan al lector con la urgencia de conocer las otras obras de Hogarth en las que se cuentan con detalle—, y como las circunstancias de la vida y determinadas decisiones le llevaron a trabajar con el famoso William M. Ramsay y a dirigir sus pasos profesionales hacia Asia Menor.

Todos los capítulos del libro están escritos en una prosa precisa en lo técnico y brillante en lo literario, que mantiene el interés por un relato que se lee, además, con una sonrisa casi permanente. El autor usa la ironía cuando habla de los griegos «Disciplina ¿qué significa eso para un griego nacido libre, cuyo derecho de nacimiento es pensar por sí mismo y por los demás?» (pág. 54). Utiliza el sentido del humor al relatar el escaso éxito de un libro suyo «Consigné mis logros en un libro, poco conocido y menos leído, cuyo título, Cypria el Desviado, por lo que me han dicho, ha engañado a más de un entusiasta del género erótico» (pág. 23)Describe las penalidades cotidianas con resignación cuando relata las piedras bajo su lecho «que la Madre Tierra seguirá haciendo brotar… para que ensañen con tus carnes» (pág. 25). Realiza agudas observaciones y reflexiones, al analizar los motivos que guían los actos humanos —«amor, miedo y botín»— o los matices entre «inmortalidad y eternidad» para los pueblos orientales o muestra la proverbial flema de sus compatriotas ante algunos episodios bélicos en los que se ve envuelto «me di cuenta de las nubes de humo, de los centelleantes brillos azules, de una bala que me pasó zumbando junto a la oreja» (pág. 42). El libro es también una obra de su tiempo que exhibe una cierta crueldad con otros pueblos cuando describe a los judíos de Tesalónica como «hombres de barbas oscuras y ojos crueles como corresponde a aquellos que asesinan profetas» (pág. 14) o a los artilleros turcos que manejan los cañones con la «postura desgarbada con la que guían carros de bueyes en Anatolia»Sin embargo, no resulta en absoluto prepotente o soberbio porque también recurre con frecuencia a la autocrítica tanto sobre su propia nacionalidad «con toda la insolencia del británico que se encuentra en el extranjero» (pág. 20), como sobre su profesión «de hecho, saquear una tumba parece considerarse un acto vil o loable dependiendo del tiempo que el cuerpo lleve en la sepultura» (pág. 191). Por no seguir desgranando las deliciosas frases de Hogarth, incluiremos una última perla de entre tantas que atesora el libro: «En un mundo donde lo absoluto es inalcanzable, lo relativo, gracias a Dios, siempre nos agrada, y la Naturaleza, en actitud compasiva, y aportando uno mismo su buena voluntad, te ciega con relatividad» (pág. 183)Es imposible no evocar el delicioso Ven y dime cómo vives de Agatha Christie al leer esta obra, pero si en aquella leemos el chispeante relato de una aguda y relajada espectadora, aquí disfrutamos con la narración minuciosa y precisa del esforzado protagonista.

Además de escribir con gran calidad literaria, Hogarth realiza excelentes descripciones de paisajes naturales, de ruinas gloriosas, de tempestades apocalípticas y de costumbres exóticas, y relata, de manera humilde y sin afectación, el descubrimiento de tesoros extraordinarios. Y hace todo esto viajando en mula, navegando en barca y durmiendo al raso en un momento histórico en el que parece que cualquier cosa es posible porque el mundo aún espera acabar de ser descubierto. Una excelente narración de viajes y exploraciones en el Mediterráneo oriental en un periodo que pronto se quebraría por la llegada de los totalitarismos, las guerras mundiales y la caída de los viejos imperios. Un libro sobre un tiempo que pasó, pero que dejó hermosos relatos con los que disfrutar.

Pablo Pardo Santano es profesor del Centro Universitario Cardenal Cisneros y doctor por la Universidad de Alcalá.

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