Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Con Pasternak te pregunto qué hacen tus piernas como columnas de humo azul apuntando a las estrellas. Ni estrellas hay, miento, solo la noche caduca, cansina, amodorrada y trivial. Prosigo con las páginas, las volutas de tornados disolutos se han reclinado, de azul han tomado color de pálida carne, suena una cumbia anciana en el fondo de la memoria, cuando los búhos hacían callar de miedo a los ratones y volaban a ras de las ruinas casi chocando mi cabeza. Me gustas así, acostada y desnuda. Me gustabas como un poema de Trakl. He visto las calles de Salzsburgo y de Ginebra, aire alemán de sofisticados panaderos. He mirado cuando abres los muslos y un guiño bermellón anuncia el fin, ningún principio, ese es color de final, que no es lo mismo de destrucción. Alba de los sempiternos, de los únicos.
En abril veinticuatro, en Sarajevo, soñaba tontamente con amores. El río corría turbio en vano. El deseo se agitaba en bravíos lejos mares. De nada servía la historiografía ni la conversación geopolítica, otro era el hombre que dominaba la tierra, armado únicamente de cuerpo. Sobre él se inclinaban las garras. En el río las aguas arrastraban cadáveres cien años de antiguos. En vano, casi como el macilento bote de Schwob hacia una tumba que nunca verá, la del delgado escocés entre las palmas. Un expreso humea bajo sombras de edificios turcos. La tarde ha adquirido el férreo color del chocolate oscuro, amargo. Subo la colina, desde donde en guerra disparaban hacia los edificios al borde del canal. Me encierro en la cómoda pieza y añoro un viaje que va desgajándose como el pequeño judío, destruido y ardiendo el panorama que desde el Armagnac se ha extendido hasta la villa bosnia. Todo pasó, todo se mueve. Preparo té de hierbas para la ventisca que asoma, el negro cabello casi de aquelarre, tormenta de penumbras, de palabras pronunciadas en lenguas misteriosas. Apenas pasaron las tres, el reloj Tissot lo marca, separo por colores los ingredientes de platos futuros.
A las tres de la mañana alterné la lectura de Trakl con la de André Gide, de un libro que compré en La Paz en 1980, en viaje de camión a Chile. No sabía que por años no vería a los amigos, los azotaban en las celdas de control político. No alcanzaba a oír su llanto; me enteré mucho más tarde, ya detrás el Sajama y los Payachatas. Entonces llegó la tristeza como café pasado en pueblo de altiplano. Nunca más pobre y frágil la marraqueta congelada a la intemperie. ¿Qué hice luego? Quedaban todavía años por cumplirse antes de emigrar. Apareció una y después la otra, por encima del caserío de Cliza se percibió aroma de azahar. Confundo los tiempos a propósito, deseo verte acostada, tus pies tatuados por Aubrey Beardsley con arabescos mágicos. Remuevo las mínimas medias sudando, obrero metalúrgico subido a los techos. He de parar, estas líneas escritas me sacan de rieles sino de quicio. Trenes que llevan a Kharkiv, postreros tejados de Poltava dormida. Sí, en Sarajevo me sentí tonto sin que ello tenga ahora la menor importancia. Dejo a Boris Pasternak hacer lírica del entorno. Bailan los músculos cual si fueren gitanos. Blancos, albos para mi deseo andino, picos de nieves eternas, quebradas con tibios recalcitrantes arroyos. Crecen plantas de damasco alrededor. Sonido de pífanos, claroscuros de arlequín mientras sobre tu vientre pasas los dedos creyéndote Paderewski.
Me acicalo para la tarde, de lo usual hay que hacer una fiesta. Corto en finas líneas el repollo blanco para preparar una ensalada que comen los cowboys en el fragor del verano. La haré sin otras verduras adicionadas. No estoy manejando por Yuma con rumbo a la reserva de los papagos, ni en las estribaciones del desierto de Sonora, sino en un apacible quinto piso con fondo de Simon & Garfunkel. He cerrado las ventanas para evitar el sonido de las mezcladoras de cemento. Lleno con cuidado el reporte que me envían los cirujanos de Denver queriendo saber cómo, a un año de eso, me siento de la espalda. Son páginas con respuestas casi perfectas, como reacia amante que dice no, nada, ninguno, a cada pregunta. Me hace pensar que en un tiempo próximo retomaré el camino de Sofía, Varna, Constanza y Braila. Antes o después de Armenia y el Asia Central, de acuerdo a los estallidos del orbe y los misiles que atraviesan el cielo semejando sombras de planeadores.
He conseguido las obras completas de este fatídico poeta austriaco. Antes lo leí, a mis veinte años, quizá en una edición de Visor. Tigres rojos estrangulados, qué manera de decir que hay pasiones que exceden las de los hombrecillos de título y oficina, a pesar del prejuicio que implica tal afirmación. Apuntalo el silencio de esa manera, sé que en lontananza de algunas cuadras unos tenis rosa se aproximan, los mismos que esconden trazos a tinta china del artista inglés victoriano, uñas pintadas a usanza de Odesa. Desde el parque griego el mar parece una carpa de lona. Los rodaballos del fondo no agitan la superficie. Tus pies embellecidos con tinta indeleble. Si sigo las líneas me adentraré en la noche de las casuarinas, allí donde mueren los manglares y peces tiemblan boqueando de aquel intenso placer que llaman muerte.
Continuaré la lectura pasada la medianoche. El departamento estará en silencio. Los latidos apenas son balbuceos de palomas enamoradas. Enciendo la luz de lámpara, la encenderé. Testigo mudo y sobrio la montaña.
Pilares de marfil se levantan con penachos dibujados en sus cumbres. A veces la soledad tiene nombres, y poetas les escriben palabras olorosas. Kafka ha fallecido y lo llevan a enterrar, como a Mambrú. Esta cercana no es Milena ni las letras fantasía. La tarde de Samoa se ha teñido de naranja y amo y criado chino se debaten en fiebre tropical. Sopa la pluma en índigo escribiente y redacta textos en el extremo del mundo. Alguna vez quise ir por allí, por donde se acaba la tierra y no pude. No me acongojo, nada es definitivo, no somos nosotros tejedores de destinos y la geografía no termina allí, ni siquiera comienza. Me levanto hacia el amanecer de Belgrado. Huelo cada río en su peculiar distintivo. No arrojaría los dados aunque los tuviera. Me he ido dando cuenta que no es cuestión de azar ni de cómo se manejan las manos. Apenas pongo la cucharilla para esparcir el color dentro de la taza, desconcentrar espacios densos. No disuelvo azúcar ni nada en el líquido, para qué. Ni necesito respuestas tampoco.