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Confesión

Andrés Canedo / Bolivia

Está todo luminoso. Resplandece. Todo tiene una especie de iridiscencia. El cielo, la calle, las cosas, la gente. Él percibe, y le parece extraño, que hay como una esparcida vocación de comunión entre los humanos. Pero claro, él sabe que debe cerrar el ángulo de visión, centrarlo en aquello que genera todas esas cosas mágicas. Pero los resplandores permanecen, en la mesa, en la taza de café donde la ve reflejarse, y por supuesto en su rostro, magia pura de belleza concentrada: sus labios, que nunca besó, sus ojos que cambian de colores, su cuello, ánfora imaginaria de sus besos, sus pechos ignotos, y hacia abajo, lo que ya no ve, pero que se precipita en un abismo de controlada lujuria, de sueños negados, frenados, de paraísos soñados, pero que él transforma en utópicos. Él, tantas veces viajero de la utopía.

Conversan, al principio de cosas intrascendentes, esos temas necesariamente introductorios después de la larga ausencia. Ella le pide que hable de poesía y él se desboca en un galopar infinito por los senderos de la memoria de su alma. Y así dice versos de otros que enseñan sobre el amor y la muerte. Sus propias palabras también se cuajan de poesía, circunstancial, añadida, tal vez sobrante. Ella oye, se emociona, se sumerge en las visiones que esas palabras le producen. Ahora él es el mago, ella, la paloma sorprendida, prensada en la tormenta. Pero él entiende que esa magia es coja, pues no responde a su verdad, a la que guarda, a la que protege desde hace tiempo. Entonces, él se retoma, desciende a su propia vida, y con fervor le dice: “Me estoy muriendo, y me voy a ir de aquí sin haber tenido el coraje de intentar poseerte, de hacerte mía, de colmar el deseo que siento por ti, desde que te conocí”. Ella pestañea, inclina levemente la cabeza, como afirmando que lo sabe, que lo sabía desde siempre. Es generosa, desde su conciencia que sigue planteándole lo imposible, lo que no debe ser y, sin embargo, acepta sus palabras, su confesión. Él se calma, una paz lo invade como el día que va inundando el mundo en cada ciclo.

Ya no hay sol. La noche se traslada a los ojos de ella y los llena de estrellas lejanas. Ella le dice que tiene que regresar; él lo acepta sin protestar. Se abrazan, se besan las caras, como dos buenos amigos que se despiden por un tiempo impreciso. Él camina hacia su casa. Hay una dulce tensión en su alma. Siente como si un resplandor dorado emanara de él; es la luz de ella que ha permanecido en mí, cavila. Piensa si hizo bien en cargarle a ella la cruz de su verdad. Cree que sí, que ya era el tiempo. Marcha lento como suele hacerlo. Obligado por las circunstancias. Un perro viejo lo sigue de cerca, lo acompaña. Camina casi como él, como si fuera una creación de su alma. La noche lo sujeta y le cuenta historias ya demasiado viejas.

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