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“Manual de urbanidad y buenas maneras”

A mediados del siglo diecinueve, el venezolano Manuel Carreño se dispuso a poner en buen comportamiento a las sociedades latinoamericanas. Publicó su hasta ahora conocido Manual de urbanidad y buenas maneras. La obra contenía instrucciones sobre cómo conducirse en lugares públicos y privados y se convirtió en un referente: “hay que consultar el Carreño”.

Pese a que el manual tenía más que ver con deberes morales en el ejercicio del ideal cristiano, sus preceptos servían a la vez de guía en las conversaciones, en la mesa o en la vestimenta que requería cada circunstancia.

No se asusten, esta nota no pretende dictar reglas ya anacrónicas. Durante mi infancia solía pasar largas vacaciones en Tegucigalpa con una tía organizadora de eventos que me enseñó a acomodar la vajilla sobre el mantel, a usar los cubiertos y a jamás hablar con la boca llena. Pero no gozo ni de su autoridad ni de su exquisitez; menos del carisma para legar ese tipo de enseñanzas.

Todo esto viene a cuento porque en algún momento de ocio, de esos que uno encuentra para malgastar la vida, se me cruzó un video en el que una experta barre ciertas maneras de “compostura” en la mesa: levantar los meñiques al tomar con una taza o limpiarse únicamente las comisuras de los labios con la servilleta. “Los vinos se prueban y aprueban solo cuando se va a pagar por ellos; si nos invitan a una reunión privada no sacudiremos la copa ni sumergiremos el hocico en la copa tratando de encontrar aromas a frutos rebeldes recién cosechados ni someteremos la bebida a un análisis organoléptico, odorífero o gustativo”.

Y ya que estaba en eso, me saltó de nuevo un debate familiar: ¿es apropiado iniciar o terminar la comida con un “buen provecho”? En México, donde nací y crecí, no se ingiere el primer bocado de un chile en nogada o de unas enchiladas de mole sin evocar esa frase campechana; y en París se escucha el ¡Bon appetit! antes de probar la sopa de cebolla. Pues resulta que, según el protocolo, esto no pertenece a los buenos modales. Perdí la discusión, pero sigo dando la enhorabuena por los manjares.

Sin embargo, esas pautas son subjetivas y hasta superficiales. Lo que sí puede repercutir en el ánimo de, por ejemplo, los convidantes de cualquier reunión social es la ruptura de códigos tan obvios como necesarios. Como cargar con la prole al agasajo para adultos en el que los muebles y la decoración se tornan inseguros tanto para los pequeños como para la ocasión en sí (mantelería que se arrastre llevando consigo copas y cuchillos, o alfombras que vuelen con los críos encima cual Aladinos).

Otro traspié (en el que todos hemos incurrido) que puede causar incomodidad, es acarrear a un familiar o amigo al sitio al que esa persona no estaba convocada. No es un problema de espacio (empero, si la reunión es muy chica con asientos reducidos, sí puede serlo) ni de falta de comida (esta siempre se multiplica). El punto es que el anfitrión dejó de invitar a alguien al momento de la selección, y ese alguien es remplazado por un intruso desconocido.

Uno aprende a partir de las propias experiencias vergonzosas: las imprudencias que se dicen o hacen; la impuntualidad (una hora tarde o veinte minutos antes, da igual) que proscribe; la borrachera fácil que empalaga; las estadías más allá del cansancio de los anfitriones.

Hay lugares en los que se acostumbra aterrizar en las bodas portando el regalo: a mi hermano y mi cuñada les tocó cumplir esa norma y aparecieron con una ensaladera para advertir en plena fila -que apuntaba al salón- que el de delante soportaba un televisor y el de atrás arrastraba un refrigerador, y que ya no había vuelta atrás; el ridículo que harían se consumaría a solo unos pasos.

En otras culturas más occidentalizadas, los presentes se reciben en los domicilios con antelación. Aun sabiendo eso y porque la recepción se realizaba en otro país al que arribaríamos un día antes, mi esposo y yo caímos con nuestra caja envuelta en papel plateado y un gran moño a la casona que albergaba la fiesta, pensando en abandonar el obsequio en la primera sala vacía que encontráramos. No sospechamos entonces que el novio, por quien habíamos recorrido más kilómetros de los deseados, se encontraría en la mera puerta recibiendo a los invitados. Jamás olvidaré sus ojos vidriosos de pavor mientras nos acercábamos ni su resignación al recibir el paquete mientras pensaría cuán boludos eran estos montañeses extranjeros.

Los hay también dueños de casa despistados; como los que ofrecen una sopita de pollo en un gran almuerzo, alegando su propio malestar estomacal; o quienes pretenden la refundación de la Liga de las Naciones y convocan a gente que no tiene relación entre sí; y uno termina hablando de los centros donde ponen la vacuna contra el sarampión.

Somos seres sociales. De ahí que, pese a no recurrir ya al Manual de Carreño, sí debamos cumplir cánones que nos permitan no perturbar (en exceso) a nuestro entorno. Aunque eso suponga dejar en casa al primo recién llegado a la ciudad, y no hacer buches con el vino mientras oímos a desconocidos hablar de la cantidad de contagiados con la eruptiva de moda.

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