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Cambiar el mundo

Maurizio Bagatin

La sociedad campesina nunca fue perfecta y sin embargo ahora la extraño. Ahora muchos la están extrañando. Fuimos la última generación en dormir con las luciérnagas entre las manos mientras contábamos las estrellas. Escuchábamos Stairway to heaven cuando la tempestad nos invistió. En Berkeley y en todas partes el sueño de cambiar el mundo se estrelló, y poco tiempo había transcurrido desde que nuestros padres nos habían narrado las atrocidades de una guerra. Debía el olvido prontamente borrar un siglo tan breve y tan cruel. La memoria no sirvió de mucho, cuando al despertar el sueño se transformó en pesadilla: ya entramos en el fin de la noche celiniano.

Todos quienes querían cambiar el mundo se dieron cuenta que fue el mundo el que le cambió las connotaciones. Antes hubo un aquí y un allá similar, una generación que buscaba en un solo momento lo que era bello, lo que era justo, tal vez hasta lo imposible.

Nos sentamos algunas noches bajo un árbol, la luz afinándose a nuestras miradas; inconsciencia, inocencia, imprudencia, adolescencia, componentes de una época, de estado de animo aun inocente. Antes de Woodstock y de los conciertos de los Rolling Stones. Uno se pregunta ¿qué es lo que pasó? Se quebraron los cristales del porvenir, desapareció la tierra fértil y la sonrisa abierta. En Estocolmo el año 1972 o tal vez 1973 la ciencia, no sabría decir si con mayúscula o no, desveló lo que estábamos haciendo, la tempestad del progreso que tanto citaba Walter Benjamin había anotado los limites de nuestras huellas ecológicas. Todo sin linealidad, todo sin previsión, el planeta iniciaba a hacerse, frente a nuestros ojos y a nuestras mentes, del tamaño real.

Acercándonos al 14 de julio reconoceremos a Robespierre en los rostros de nuestra civilización vencida, a unas cuantas sombras maoísta, a la ridiculez hecha espectáculo.

Hoy y siempre hay que temer a la psicosis colectiva. Mirando al espejo un monumental texto de Elías Canetti, aspaviento de ilustrados de pasarelas, sostendrían una nuestra socióloga, en fin, reconocer en García Márquez esta hipnótica voluntad de estudiar el poder, en Alejo Carpentier su ideal de descomposición, en Borges todas las demás voluntades. Y recordar al Mito primordial, a la memoria que busca al olvido.

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