Márcia Batista Ramos
Cuando se percataron que el hombre no había aparecido en la última semana, preguntaron, en vano, a los vecinos, si habían visto al hombre de pelo y barba blancos, que siempre aparecía en su casa, se sentaba en una silla del pórtico y conversa con ellos mientras la tarde cambiaba de tonos.
Una de las vecinas dijo que siempre lo veía en el pórtico, y añadió que quizás murió; tal vez su corazón estuviera viejo y cansado del mundo aburrido. Porque el mundo, en sus infinitas vueltas, no cambia y nadie lo salva. Siempre está envuelto en las mismas miserias, como en una madeja de nunca acabar.
Otro vecino – el que siempre está en el jardín o en el porche de su casa – dijo que nunca lo vio, ni llegando, ni saliendo, ni sentado hablando con los vecinos del frente. Para sorpresa de los que interrogaban, preguntó de qué lado venía ese hombre.
Atónitos, dijeron que siempre aparecía en la puerta, como si hubiera llegado de la nada. Por coincidencia, después de despedirse, se esfumaba en un santiamén. Llegaba, contaba una historia oportuna o explicaba algo de la vida, basado en su larga experiencia. Luego, se iba. No aceptaba nada de comer, solamente bebía agua parsimoniosamente, disfrutando de la verdadera bebida de los dioses.
Mientras la tarde aún era clara, salieron por las calles aledañas a preguntar si alguien conocía a un hombre de pelo y barba blancos, bien plantado, con ojos profundos y manos pálidas.Cuando pensaron que se habían agotado las oportunidades de que alguien conociera a su asiduo visitante, una mujer con la frente lisa y los cabellos blancos se acercó a ellos y preguntó si buscaban a alguien. Contentos, respondieron que sí, y describieron con lujo de detalles a su amigo.
Ella, algo inquieta, como quien guarda una lágrima, dijo que en la casa del final de la calle vivió alguien así, pero que hacía mucho no lo veía, pues ella estuvo en otra localidad, por largo tiempo, recibiendo tratamiento médico. Mostró sus dedos torcidos y comentó que, en ese lapso, el hombre desapareció.
Rápidamente se dirigieron a la casa del final de la calle, que parecía abandonada, con los colores desteñidos por el sol y la lluvia. Con el corazón agitado, cruzaron un jardín lleno de sombras y con la hierba crecida. Se acercaron al pórtico, tocaron la puerta empolvada, imaginando escuchar el eco de una casa vacía.
Inmediatamente, alguien abrió la puerta y, con una enorme sonrisa bajo la barba blanca, les dijo:
-Cuando la montaña no va a Mahoma…