Dicen que las cosas cobran vida cuando se las nombra. Así fue como Adán, por mandato de Dios, fue nombrando todas las cosas de un mundo recién creado y que carecían de nombre para existir.
Eso fue en el principio, luego el mundo envejeció, y muchos nombres fueron olvidados y las cosas que nombraban dejaron de existir, perdieron su ser.
De ahí la importancia ontológica del nombre; una cosa sin nombre es una cosa sin ser.
Caminando por antiguos cementerios se suele encontrar viejas tumbas sin nombre. Vetustos huesos anónimos, una calavera desdentada que sonríe, o al menos eso me parece. No es difícil caer en la tentación de Hamlet y monologar con la calavera. Pero Hamlet sabía quién era en vida, conocía su nombre. La calavera anónima es un completo misterio. Alguien que tuvo sueños, alegrías y tristezas, amo y fue amado… y luego fue borrado del libro de la vida.
Los nombres tienen poder, así sean de gente que nunca existió: Aureliano, Úrsula, Beatrice, Valeria, Romeo, Julieta, Dulcinea, en fin. Cuando un amante apasionado pronuncia su nombre es una rotunda afirmación de su existencia.
Cuando ya nadie te nombre abras dejado de existir. Con un último suspiro, un susurro apenas audible, caerá la noche.