(palabras entre escombros)
Márcia Batista Ramos
Mi pluma enmudeció. Todas las palabras jugaron a las escondidas cuando mis ojos vieron a niños temblando de terror en el campo de exterminio donde antes era su casa.
Los correteos de la vida diaria se olvidaron de la rutina, el trabajo en la oficina fue cambiado por el trabajo de sacar escombros para encontrar muertos y poder darles un funeral sin ritos. Solamente, porque era necesario enterrarlos para que no se pudran ahí donde el asesino los alcanzó en un día de calor abrasador.
Todo pasó a ser tan incierto. La matanza de cada día es televisada para que todos contemplen como algo normal, la sangre que chorrea de los ojos de un niño allá donde el tiempo es medido por la agonía de seguir vivo. En aquella franja del mundo, tener suerte, es ser parte de la eternidad, ya que, seguir vivo significa pasar por tantos choques y traumas, que quien lo logra se olvida que tiene alma.
Unos se han evaporado en el aire, otros se quedaron carbonizados y enterrados bajo los escombros de los edificios, yacerán sin ataúd por toda la eternidad. Porque después vendrá la pala para llevar los escombros…
¿Y las palabras?
Las palabras que otrora contenían el cosmos en su alma y brillaban como radiantes motas de luz, fueron cubiertas por las oscuras nubes de la mal llamada guerra. Las palabras se acurrucaron junto a un oso de peluche bajo los escombros de los edificios, durante el genocidio que la televisión insiste en llamar de guerra.
Las palabras atragantadas no lloran, apenas miran las cucarachas que infestan el suelo a su alrededor. Ellas se niegan a hacer poesía sobre la vía láctea y los espacios que rodean el universo. Las palabras, desde sus escondites, saben que falta poco para que la tierra gire sin humanidad.
Mientras tanto, mi pluma enmudecida vomita un espectro retorcido que gruñe algo casi ininteligible como: “Shoá” (nombre hebreo del holocausto).