Una escena cotidiana en una cafetería de la ciudad puede revelar mucho sobre los desafíos que enfrentamos en la lucha contra la obesidad y la diabetes en Bolivia.
—Joven, ¿tiene frapuccino?
—Sí, señora, tenemos.
—Pero sin azúcar, con estevia.
—No tenemos estevia.
—No se preocupe, yo tengo la mía. Me trae dos por favor. Mi esposo ya llega.
Unos minutos después, el muchacho regresó con los dos frapuccinos. En su bandeja también había un azucarero, por si acaso. El esposo llegó puntual, con una gran bolsa de panadería en la mano. Adentro, cuatro croissants de chocolate. La señora revolvió su frapuccino con su propio sobrecito de estevia y, sin perder tiempo, se comió tres croissants con una sonrisa satisfecha. Al pagar, dijo con total seguridad: “Gracias, joven. No puedo consumir azúcar por mi diabetes y mi obesidad, pues. Gracias. Hasta luego”.
Esa escena, tan común, tan ligera en apariencia, encierra una de las grandes contradicciones que vivimos a diario: creemos estar cuidando nuestra salud, pero muchas veces no entendemos realmente de qué estamos hablando. Evitamos el azúcar con rigor casi religioso, pero devoramos panes, fideos, pastas, arroz y harinas como si fueran inocentes. Nos lanzamos sobre los productos “light” y “sin azúcar” sin leer etiquetas ni entender lo que significan.
La diabetes y la obesidad no llegaron solas. Han sido alimentadas durante años por la desinformación, por la publicidad engañosa, por la mala educación alimentaria, y por un sistema de salud que hace poco o nada para prevenirlas. En Bolivia, casi el 30% de la población adulta vive con sobrepeso u obesidad, y alrededor de 8 de cada 100 personas tienen diabetes tipo 2. Las cifras son alarmantes, pero ya nos hemos acostumbrado a vivir entre estadísticas trágicas.
El problema no es solo el azúcar del café. Son también los “desayunos” que consisten en pan con mermelada o queques, los almuerzos donde el arroz y las papas se sirven juntos, las cenas con fideos recalentados y refresco. Es la ignorancia normalizada. No sabemos qué comemos. No sabemos cómo funciona nuestro cuerpo. Y lo peor: nadie nos enseña.
Ni el sistema de salud ni el sistema educativo trabajan de la mano para prevenir. En los colegios apenas se habla de alimentación saludable. Los médicos, abrumados por la demanda y la falta de recursos, no tienen tiempo para educar. La prevención no es prioridad, y eso se nota. No hay campañas consistentes. No hay guías claras. No hay orientación alimentaria accesible para la gente.
Y mientras tanto, proliferan los mitos. Que si tomas estevia ya estás a salvo. Que si no pones azúcar al café, todo está bien. Que si usas sal rosada o aceite de coco, te curas de todo. ¡Mentira! Lo que falta es información veraz y educación continua. La glucosa no solo sube con el azúcar. Sube también con los carbohidratos simples que abundan en nuestra mesa. Sube con los excesos. Con los hábitos mal entendidos.
La obesidad y la diabetes no son solo enfermedades del cuerpo. Son reflejo de una sociedad enferma de desinformación, de una industria alimentaria que prioriza la ganancia, de un sistema de salud reactivo en lugar de preventivo. Una sociedad que no cuestiona lo que come, que cree que “comer bien” es comer mucho, o comer caro.
Hoy, en Bolivia, se habla de seguridad alimentaria sin revisar la calidad de lo que ingerimos. Se subsidia el azúcar, la harina y el arroz, pero no se invierte en formar nutricionistas ni en crear políticas públicas sostenibles para una alimentación más consciente. El “comer bien” sigue siendo privilegio de unos pocos, y necesidad ignorada de la mayoría.
Además, hemos dejado fuera de la conversación el impacto emocional de estas enfermedades. La depresión, el estrés, la ansiedad, están directamente conectados con nuestros hábitos alimenticios. Comer mal no solo daña el cuerpo, también daña la mente. Y viceversa. Pero seguimos pensando que la comida es solo combustible, cuando en realidad, también es afecto, cultura, historia y salud.
El escenario es complejo, pero no imposible de cambiar. Hace falta un compromiso real, empezando por lo más básico: enseñar a comer desde la escuela. Incluir la educación nutricional como materia seria. Capacitar a maestros y maestras. Y, desde el sistema de salud, generar espacios de orientación y prevención, donde la gente no llegue con la enfermedad, sino con preguntas, con ganas de aprender.
Claro que cambiar hábitos cuesta. Pero más cuesta vivir con diabetes mal controlada. Más cuesta comprar medicamentos toda la vida. Más duele perder movilidad, visión, energía, por una enfermedad que, en muchos casos, es prevenible. La solución no es solo individual. Es colectiva. Y tiene que empezar ya.
Es cierto, tal vez no podemos cambiar todo en un día. Pero sí podemos comenzar a leer etiquetas. A preguntar. A enseñar a nuestros hijos a comer mejor. A entender que cuidarse no es solo dejar el azúcar, sino revisar todo lo que ponemos en el plato y en la vida.
Y tal vez la próxima vez que alguien diga: “Sin azúcar, por favor”, también entienda que el problema no es solo lo que se endulza, sino lo que no se cuestiona. Porque la salud no empieza en el azucarero, sino en la conciencia. Y esa, aún nos falta mucho por endulzar.