Andrés Canedo / Bolivia.
Acabamos de hacer, maravillosamente, el amor. Nuestras respiraciones agitadas; el placer, todavía inundando nuestros cuerpos. Yo, me bajo de ella y me tiendo a su lado. Ella, todavía jadeante, me dice: “Te amo”. Me siento repentinamente feliz, felicidad del alma que se suma a la de mi cuerpo complacido. Pero es sólo un segundo, pues ella entonces agrega: “Yo siempre miento”. Acuso el golpe, pero no quiero admitirlo y recurro a mi cerebro. Le digo entonces: “Si tú siempre mientes, significa que lo que acabas de decir es mentira, o sea, expresa que es mentira cuando pretendes significar que no me amas”. Ella me responde: “Pero si fuera verdad lo que digo, que miento cuando te digo te amo, o sea que resultaría que no te amo, significaría que lo que afirmo no es cierto, o sea, no es cierto que siempre mienta, pues acabo de decir la verdad: te amo”. “En definitiva, o mientes cuando dices que me amas, o mientes cuando aseguras que siempre mientes, porque habrías dicho una verdad. Eres cruel”, le respondo. “No lo soy, solamente pienso”, me refuta. Se acomoda un poquito, colocando su nuca en mi hombro y desde allí, afirma: “Según se dice, cada cierto tiempo se renuevan todas las células del cuerpo. Sé, en concreto, que la piel se cambia cada dos o tres semanas. Entonces, esta mujer que besaste, que lamiste hace un momento, no es la misma a la que le hiciste el amor hace 15 días. Yo tampoco me acosté con el mismo hombre, entonces, de alguna manera, te estoy engañando con otro, aunque claro, yo tampoco sea la misma”. Me río y le aseguro: “Las neuronas del cerebro, nunca cambian y desde ellas te identifico. Además, aquello que se llama alma, te reconoce sin dudarlo. Y si somos lo mismo, pero nuevos en piel, bienvenidos seamos al paraíso del deseo”.
Quedamos un rato en silencio, tal vez pensando en lo que hemos dicho, quizá, originando desde allí, los manantiales de la libido. Ella es inteligente y pertinaz. Lo demuestra cuando me dice: “Tú mismo me contaste que en realidad somos casi totalmente vacío, que nuestras porciones de materia son realmente insignificantes, y que lo que tocamos, lo que tú penetras y me penetra, es en realidad una carga electromagnética. Tu hermoso pene en realidad no existe, mi bella vagina es apenas una ilusión. Entonces, si somos lógicos, ¿para qué hacemos el amor?”. “Eres una tramposa”, le respondo. Empezaste con una paradoja irresoluble y terminaste con el vacío de los cuerpos. Hacemos el amor, porque aun siendo casi nada, nos deseamos, nos amamos, y las paradojas se convierten en parajodas, en el sentido de “para joder”. Sé que lo que digo puede sonar cursi, pero continúo: “Hacemos el amor, porque aun siendo vacíos, tenemos que vaciarnos también de esas cosas terribles de la mente y dejar vivir al espíritu, que claro, hasta donde sé, nadie ha podido reducirlo a una fórmula química ni matemática, tenemos que dejar vivir al instinto, que tampoco sé si será una mezcla de secreciones glandulares o algo meramente inexplicable. “Me gusta ponerte en aprietos”, me responde. Sube un muslo que apoya sobre los míos, y continúa: “‘me excita’ y eso sí, tiene orígenes hormonales y se explica con fórmulas químicas. Por lo tanto, estoy excitada nuevamente. “¿Podrías poner en funcionamiento, aquello que llamaste parajoda?” “Claro que sí, mi reina, mi diosa. Aunque yo, como tú, siempre miento”.